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Misericordia. Benito Perez GaldosЧитать онлайн книгу.

Misericordia - Benito Perez  Galdos


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no puedo detenerme ni un momento más... Dios te lo pague... Estoy en ascuas. Me voy volando a casa... Quédate en la tuya... y a esta pobre desgraciada, cuando despierte, no la pegues, hijo, ¡pobrecita! Cada uno, por el aquel de no sufrir, se emborracha con lo que puede: esta con el aguardentazo, otros con otra cosa. Yo también las cojo; pero no así: las mías son de cosa de más adentro... Ya te contaré, ya te contaré».

      Y salió disparada, las monedas metidas en el seno, temerosa de que alguien se las quitara por el camino, o de que se le escaparan volando, arrastradas de sus tumultuosos pensamientos. Al quedarse solo, Almudena fue a la cocina, donde, entre otros cachivaches, tenía una palanganita de estaño y un cántaro de agua. Se lavó las manos y los ojos; después cogió un cazuelo en que había cenizas y carbones apagados, y pasando a una de las casas vecinas, volvió al poco rato con lumbre, sobre la cual derramó un puñadito de cierta substancia que en un envoltorio de papel tenía junto a la cama. Levantose del fuego humareda muy densa y un olor penetrante. Era el sahumerio de benjuí, única remembranza material de la tierra nativa que Almudena se permitía en su destierro vagabundo. El aroma especial, característico de casa mora, era su consuelo, su placer más vivo, práctica juntamente casera y religiosa, pues envuelto en aquel humo se puso a rezar cosas que ningún cristiano podía entender.

      Con el humazo, la borracha gruñía más, y carraspeaba, y tosía, como queriendo dar acuerdo de sí. El ciego no le hacía más caso que a un perro, atento sólo a sus rezos en lengua que no sabemos si era arábiga o hebrea, tapándose un ojo con cada mano, y bajándolas después sobre la boca para besárselas. Mediano rato empleó en sus meditaciones, y al terminarlas, vio sentada ante sí a la mujerzuela que con ojos esquivos y lloricones, a causa del picor producido por el espeso sahumerio, le miraba. Presentándole gravemente las palmas de las manos, Almudena le soltó estas palabras:

      «Gran púa, no haber más que un Dios... b'rracha, b'rrachona, no haber más que un Dios... un Dios, un Dios solo, solo».

      Soltó la otra sonora carcajada, y llevándose la mano al pecho, quería arreglar el desorden que la mano inquieta de su compañero de vivienda había causado en aquella parte interesantísima de su persona. Tan torpe salía del sueño alcohólico, que no acertaba a poner cada cosa en su sitio, ni a cubrir las que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubran. «Jai, tú me has arregistrao.

      —Sí... No haber más que un Dios, un Dios solo.

      —¿Y a mí, qué? Por mí que haigan dos o cuarenta, todos los que ellos mesmos quieran haberse... Pero di, gorrón, me has quitado la peseta. No me importa. Pa ti era.

      —¡Un Dios solo!».

      Y viéndole coger el palo, se puso la mujer en guardia, diciéndole: «Ea, no pegues, Jai. Basta ya de sahumerio, y ponte a hacer la cena. ¿Cuánto dinero tienes? ¿Qué quieres que te traiga?...

      —¡B'rrachona! no haber diniero... Llevarlo los embaixos, tú dormida.

      —¿Qué te traigo?—murmuró la mujer negra tambaleándose y cerrando los ojos—. Aguárdate un poquitín. Tengo sueño, Jai».

      Cayó nuevamente en profundo sopor, y Almudena, que había requerido el palo con intenciones de usarlo como infalible remedio de la embriaguez, tuvo lástima y suspiró fuerte, mascullando estas o parecidas palabras: «Pegar ti otro día».

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