España Contemporánea. Rubén DaríoЧитать онлайн книгу.
tiempo; se pudo hace mucho tiempo combatir el alejamiento de la madre patria del coro de las dieciséis repúblicas hermanas; pero no se hizo, ni se paró mientes en ello.
Antes al contrario, apartando a un grupo escasísimo de hombres como Valera y Castelar, se nos procuró ignorar lo más posible, y como lo he demostrado en La Nación, de Buenos Aires, y en la Revue Blanche, de París, la culpa no fué del tiempo esta vez, sino de España. Gloríanse los ingleses de los triunfos conseguidos por la República norteamericana, hechura y flor colosal de su raza: España no se ha tomado hasta hoy el trabajo de tomar en cuenta nuestros adelantos, nuestras conquistas, que a otras naciones extranjeras han atraído atención cuidadosa y de ellas han sacado provecho. En las mismas relaciones intelectuales ha habido siempre un desconocimiento desastroso. Los escritores que entre nosotros valen se han cuidado poco del juicio de España, y con raras excepciones no han enviado jamás sus libros a los críticos y hombres de letras peninsulares; en cambio, nuestras docenas de mediocres, nuestros vates de amojamados pegasos, nuestros prosistas imposibles, han sido pródigos de sus partos; de aquí que, en parte, se justifiquen los Clarines y Valbuenas de tiempos recién pasados. Más; en las mismas redacciones de los diarios en que se dedica una columna a la tentativa inocente de cualquier imberbe Garcilaso, no se escribe una noticia por criterio competente de obras americanas que en París o en Londres o Roma son juzgadas por autoridades universales. Concretando un caso, diré que la Legación Argentina se ha cansado de enviar las mejores y más serias producciones de nuestra vida mental, de las cuales no se ha hecho jamás el menor juicio. Cierto es que, fuera de lo que se produce en España—con las excepciones, es natural, de siempre, pues existen un Altamira, un Menéndez y Pelayo, un Clarín, este amable cosmopolita de Benavente—, fuera de lo que se produce en España, todo es desconocido.
Antes de concluir estas líneas debo declarar que no creo sea yo sospechoso de falto de afectos a España. He probado mis simpatías, de manera que no admite el caso discusión. Pero por lo mismo no he de engañar a los españoles de América y a todos los que me lean. La Nación me ha enviado a Madrid a que diga la verdad, y no he de decir sino lo que en realidad observe y sienta. Por eso me informo por todas partes; por eso voy a todos lugares y paso una noche del «saloncillo» del Español a las reuniones semibarriolatinescas de Fornos; en un mismo día he visto a un académico, a un militar llegado de Filipinas, a un actor, a Luis Taboada y a un torero. Y anoche, a última hora, he ido del Real al Music-hall, y mis interlocutores han sido: el joven conde de O'Reily, Icaza, el diplomático escritor, Pepe Sabater, Pinedo y un joven reporter... Ya veis que estoy en mi Madrid.
¡Buenos Aires! Hay que mirarlo de lejos para apreciarlo mejor. Aquí está la obra de los siglos y el encanto de un país de sol, amor y vino; París es París; las grandes capitales europeas nos atraen y nos encantan: pero
¡J'aime mieux ma mie, ô gué!
LA LEGACIÓN ARGENTINA EN CASA DE CASTELAR
10 de enero.
La legación argentina está situada en un elegante hotel de la calle Alcalá Galiano, núm. 6. Es en el barrio aristocrático de la Corte, el faubourg Saint-Germain de Madrid. Allí concurrí anoche, por amable invitación del ministro Quesada, que había quedado de presentarme a algunos «representativos» de la vida social e intelectual madrileña: en el arte, Moreno Carbonero; en el periodismo, el marqués de Valdeiglesias; estos dos me interesaban en gran manera. Fueron puntuales. Es el primero un tipo nervioso, delgado, de mirada inteligente, no revela al artista desde luego, pero cuando habéis hablado con él las iniciales palabras, la chispa ha saltado, iluminando, bajo un bigote fino y negro, una sonrisa bon enfant. El segundo, de pequeña estatura, rubio, calvo, comunicativo, meridional; de seguida se manifiesta el clubman, el mundano, el infaltable a las fiestas y reuniones de la aristocracia, el título reporter, que hace en su diario, La Época, lo que el príncipe de Sagán hacía en un tiempo en Le Figaro. La Nación estaba representada dos veces, pues a mi derecha, en la mesa de la casa argentina, tenía yo al estimado compañero Ladevese. Pocos momentos después, y ya la conversación versaba sobre nuestra Prensa y la española. Reconocía el marqués la inferioridad informativa, por ejemplo, de los diarios peninsulares, y explicaba cómo en España interesaba poco a la generalidad lo que sucede fuera de los términos de la tierra propia. No se sigue, como entre nosotros, el movimiento de los sucesos del mundo; del asunto Dreyfus, de lo que hay ahora de más sonoro en el periodismo universal, se publican unas pocas líneas telegráficas. Naturalmente, el interés público, en tiempo de la guerra, hizo aumentar la vida de los diarios, y la información tuvo su preferencia; telegrama recibió El Imparcial, o El Liberal que costó diez mil francos. Mi bonaerensismo se manifiesta; hago un rápido croquis del desarrollo y fuerza de La Nación; comento al Diario, etc. Y a propósito de corresponsales, se protesta por una carta que publica La Época del suyo de Buenos Aires, en que se dice, entre otras cosas, que todos andamos con el revólver en el bolsillo, y que no vayan más españoles a la República Argentina, pues son repetidos con frecuencia los casos en que hay que levantar suscripciones en la colonia para poder repatriar a los numerosos compatriotas que allá se mueren de hambre. De esos náufragos hay en todas partes; y, no hay duda de que aquel periodista exagera.
El actual marqués de Valdeiglesias ha recibido La Época de manos de su padre, cuyo tacto y largas vistas en asuntos periodísticos demuéstranse no solamente en la propia hoja sustentada por él, sino en la antigua Correspondencia de Santa Ana. La Correspondencia de hoy ha perdido su antiguo carácter; gorro de dormir, pertenece al pasado. La Época es en Madrid una especie de Temps, el periódico serio, asentado, autorizado; con su poco de Fígaro por el mundanismo y el cuidado de la forma, con la particularidad, digna de elogio, de que demuestra cierta preferencia por lo intelectual. Es un diario gran-señor; no se vende por las calles, y si los demás cuestan cinco céntimos, número suelto, y una peseta la suscripción por mes, La Época vale cuatro pesetas suscripción mensual y quince céntimos número suelto. Claro es que el tiraje es relativamente reducido. No hay que buscar, por otros puntos, comparación con nuestros grandes matinales.
Valdeiglesias es un hombre encantador; su distinción no excluye la abierta gentileza; habla de todo, y sobre todo de arte y vida social, con una volubilidad y amenidad que hacen de él un conversador deseable. Desde luego, se me ofrece como cicerone en mis «viajes alrededor y al centro de Madrid». En un momento me interesa en las colecciones artísticas y de alto mérito histórico que posee el conde de Valencia de Don Juan; me habla de los autores de la nobleza, bibliófilos, conocedores de arte y sportmen, casi por completo desconocidos en el público, escritores de libros que circulan en ediciones cortísimas y para especialistas; y a propósito de la obra reciente de Monte-Cristo sobre los salones de Madrid, diserta de entusiástica manera sobre el movimiento social de esta corte, que es indiscutiblemente una de las que tienen para sus mantenedores del gran mundo y para sus huéspedes, singulares atractivos y goces de lo que se puede llamar la estética de la existencia, en un país en donde, aun en el duelo, parece que siempre se escuchara como un canto a lo grato del mundo. El Marqués cuando habla parece que dictase uno de sus artículos amenos y discretos, de una verba correcta; y ya pasemos a hablar de lo mucho que él ha trabajado y piensa trabajar para favorecer, después de un ensayo de aplicación que él costearía, la introducción de las carnes argentinas en España o trate de una reciente publicación sobre esgrima antigua hecha por un título de Castilla o detalle las reuniones femeninas, famosas, por vida mía, en Madrid, de nuestra legación, en donde, hermosa y ricamente, el doctor Quesada sabe recibir a la flor de la Corte, con bríos y humor que mantiene su vejez fresca y firme, una vejez a lo Juan Valera—y a lo doctor Quintana—; Valdeiglesias siempre encarna el periodista, es el polílogo vario y chispeante.