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Sí sé por qué: Novela. Felipe TrigoЧитать онлайн книгу.

Sí sé por qué: Novela - Felipe Trigo


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lejos del cenador donde nos sirven abrasando la sopa de almejas, entre flores, botellas y cañas, rugen furiosamente las olas. Sopla el levante y danzan los faroles de papel colgados sobre la mesa. Comemos, comemos; yo me harto. Ponen tortilla de percebes. Y el caso es que la devoro con gusto. Que me sepa bien, al menos, si todo esto ha de ser el veneno que me mate.

      Háblase de toros. En seguida de mujeres. Hay, sin embargo, un asunto de gran actualidad, y en él recae la charla: el célebre crimen de Roma, que está intrigando al mundo. Apenas lo he seguido á saltos en la Prensa, por fatiga de atención á cuanto conmigo ó mi enfermedad no se relacione, y me puntualizan el suceso: Una mañana el conde de Montsalvato apareció muerto en su palacio campestre; no obstante haber manifestado su mujer (una joven mejicana, bellísima) que despertada por lamentos sordos acudió desde la inmediata alcoba y le encontró agonizando de un ataque al corazón, huellas de violencia en la garganta del cadáver hicieron imprescindible la autopsia, que descubrió la fractura del hiodes y rastros de un veneno. Se pensó que el asesino fuese algún criado que intoxicaría al conde al servirle de cenar; que, impaciente, habría querido acabar de rematarle en el silencio de sueño de la casa, y que no hubiese podido efectuar el robo al sentir á la condesa. Muchos días, con su falsa aflicción de viuda, continuó ésta en el palacio; pero los periódicos empezaban á insinuar los amores de ella con un profesor de equitación, un emigrado austriaco de historia equívoca, y de pronto, en compañía de una doncella, fugáronse los dos.

      Según telegramas que los periodistas recibieron hoy, el austriaco ha sido preso en Trieste.

      Recuerdo haber visto en los periódicos las fotografías de la condesa, primero como ilustre viuda, después como criminal..., bella, muy bella en uno y otro aspecto—si bien habiendo creído advertirla en el segundo un no sé qué de feroz y repulsivo.

      Pero me importan poco, en suma, el crimen, la condesa y estas necias oscilaciones de nuestra percepción que nos hacen ver diferente el gesto de una cara según nos digan que se trata de una santa ó de una miserable...; y escucho á los demás, y como, como langosta, y langostinos, y ostras, y bocas de la isla y pastelillos de cangrejo...

      Mañana la indigestión... No seré yo quien salga de tierra para meterme en ese mar donde estoy viendo bailar las luces de los buques..., donde el viento, más fuerte cada vez, hace de las suyas.

      Un farol de nuestra mesa ha ido á parar, con vela y todo, á siete metros. Otros han ardido...

      Entre levantarme apresuradamente, á las ocho (tras un sueño de cinco horas, porque nos acostamos á las tres), arreglar mi equipaje de mano, salir á aprovisionarme de acidol, bromuro y comprimidos de Vichy, y venir luego al puerto con el apremio del vapor que va á zarpar, no me ha quedado un segundo para pensar en mis congojas. Sólo sé que por invitación del cónsul, y casi encima de él, nos ha acompañado Placer en la berlina, y que, contra lo temido por mí, me ha sentado bien la brutal cena de anoche.

      El levante nos azota y flamea violentamente las gasas del sombrero y las faldas de Placer—que el cónsul ayúdala á arreglar con manejos atrevidos. Contiénelos la presencia de la mucha gente y de las damas que esperan el embarque. Baja la marea, el mar, que estrella sus olas contra el muro, es una zarabanda infernal de espumas y de barcos. Imposible pensar en las lanchas, sin peligro. A tres millas divisamos el Victoria Eugenia en una confusión de trasatlánticos. Van y vienen los remolcadores. Atracan mal á la escalera, y el traslado de cosas y personas se efectúa difícilmente.

      Vemos llegar á un esquelético negro vestido de chaqué, con una caja de violín, que deposita cuidadoso al socaire de la caseta factoría; quítase los puños, no muy limpios, y con gemelos inclusive los lanza al vendaval... ¡Diablo de hombre! Hemos visto sus puños huír y perderse rectos en la furia de las olas como dos aves libertadas.

      Uno de los periodistas nos informa de que el negro es un músico excelente, mimado en tiempos por el kaiser, en Berlín, y hoy enfermo y miserable. La noticia le cae á mi neurastenia malamente. Símbolo de la humana veleidad. Yo también fuí algo de la vida, y ya no soy nada de la vida..., ya no soy más que un harapo.

      Parte un remolcador, á tumbos y á gritos de mujeres. Llega otro. Se le asalta. Contenido con bicheros en prudente separación de la muralla, para ganarle hay que aprovechar el fugaz momento en que la proa enrasa el escalón. Salto y caigo encima de unas jarcias. El cónsul ayuda á la cupletista como puede. Dos señoritas son izadas en brazos de dos nervudos marineros. Chillan, ríen. Vuelan al aire sus piernas; mas no es cosa de preocuparse de pudores en este infernal baile entre cómico y terrible.

      Atestada la pequeña embarcación, nos afianzamos á los hierros en la ruda travesía. Va pálida la gente.

      Cuando arribamos al buque, nos da el consuelo de un edén en una roca. No se mueve. Todo blanco y en orden, salvo el rimero de menudos equipajes que va recibiendo el portalón. Viene de Génova, de Barcelona, y lleno de pasaje; elegante, en general; lo aprecio al cruzar con el mayordomo hacia mi camarote por la cámara de lujo.

      El camarote me place: lecho dorado, baño, mesa, diván, ventilador; mío exclusivamente, lo cierro en cuanto me entran las maletas. He aquí una bella celda en que me podré aislar conmigo mismo. Túmbome en el lecho. Fumo, pienso y deploro no haberme traído á mi criado Castro, que me ayudaría á disponer las ropas en las perchas.

      Embarcó el negro con nosotros. Es un tísico que se morirá en el Océano, y yo un grave enfermo que tampoco volverá de Buenos Aires—si llego. ¿Me arrojaré antes al mar?... ¡Quién lo sabe! La muerte se ofrece seductora para quien contempla en su verdad triste la existencia. Ignoraba que encerrase un tal encanto la esperanza de morir.

      Trepida el buque. Empieza á removerse y ruge la sirena. Salgo. Acércome á la borda. Todo siniestro para mí, y más esta partida. Al abandonar la patria, la emoción pone lágrimas en los corazones y en los ojos de muchos, por la madre ó la amada ó el amigo que se deja. En mi seco vivir, nada puede conmoverme. Y sin embargo, para mayor escarnio, tengo también mi mujer, frívola, separada de mí hace cinco años, al segundo de la boda. Poco la importará que me muera ó que me ahogue, si ha sabido siquiera que me embarco.

      Cierro los ojos, porque sufro el repentino pesar del injusto rigor á que propendo. A lo menos, con Elena..., con mi buena y santa hermana, á quien olvido y cuyo adiós adivina al fin mi corazón. Los egoísmos de su nueva familia y de su nueva casa no la impidieron cuidarme como una madre en el abandono de la mía...

      Extraño á la impresión de la partida, torno al camarote. ¡Qué pena! ¡Nada me interesa de cuanto me rodea, tan pintoresco! Vuelvo á tirarme en el lecho, y evoco á mi mujer. Lloro. Culpa suya nuestra desdicha. En mi azarosa locura madrileña dormían el romanticismo de mi niñez provinciana y mi seriedad de hombre de estudios. Al buscar á Laura para la fundación de un hogar y de una vida de trabajo, mis romanticismos fueron mi único refugio contra las barbaries elegantes de caballos y queridas. No supo estimarlo, harto mundana. La quise mucho y no lo merecía. La decepción me hizo entregarme á los fáciles placeres con mayor brutalidad.

      Laura duerme en mí como una rubia ilusión enterrada para siempre. No he tenido para qué hablarles de ella á estos conocidos del tren. Me creen soltero y neurasténico por excesos juveniles.

      ¡Y cuánto me avergüenza esta última verdad!

      En fin, ya ¿qué remedio?... Un torpe desdichado que no debió salir del panteón bello de su hotel para no perder las visitas de consuelo de una hermana y su régimen de huevos y de leche. A bordo, uno y otro bien me faltarán. Ni podré comer, siquiera. De cuando estuve en Nueva York á perfeccionar prácticamente mis agrícolas conocimientos de ingeniero, sé demás á qué atenerme con respecto á los huevos en conserva y á las latas de leche de estos buques...

      La contrariedad me sofoca; pero causándome una sorpresa al sentirla al fin irremediable: me aterra menos que otras veces. Ignoro si es porque me importa poco no comer ó porque me importa menos comer lo que me pongan. Una especie de estupefacción casi grata. Si al acostarme una noche en Madrid me hubiesen dicho los criados que no tenía mi vaso de leche con azúcar..., ¡oh!, creyéndome el más infeliz de los nacidos, habría sufrido


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