Historia de las ideas contemporáneas. Mariano Fazio FernandezЧитать онлайн книгу.
es un humanismo cristiano. ¿Qué entendemos por dicho humanismo? Vitoria, si bien está plenamente inserto en la tradición escolástica tomista, también está empapado de las corrientes de pensamiento a él contemporáneas. Vitoria bebe del humanismo español de Antonio de Nebrija y de Pedro Mártir de Anglería, pero se confronta siempre con el ambiente humanista de París, centro intelectual de Europa. El humanismo de Vitoria pone al hombre en el centro de la especulación filosófica, pero lejos de desembocar en un antropocentrismo, subraya el carácter creatural del hombre y su radicación existencial en la trascendencia. Humanismo cristiano, que se purifica de las adherencias teocráticas extrañas al depósito de la fe, y que armoniza los elementos naturales y sobrenaturales del hombre llamado a la vida de la gracia.
Con Vitoria y la Escuela de Salamanca se entraba en un mundo moderno (reconocimiento de la autonomía de lo temporal) y cristiano (reconocimiento de la dignidad de la persona en cuanto imagen de Dios y de la llamada universal a la fe y a la gracia). La novedad aportada por Francisco de Vitoria en su Relectio de Indis respecto a las relaciones entre el orden natural y sobrenatural, y entre el poder espiritual y el temporal, supera en sus planteamientos las concreciones históricas de la teocracia medieval, y suponen una secularización que tiende a establecer la legítima autonomía del orden temporal sin cortar las raíces que unen este orden con la trascendencia. La Relectio de Indis es una de las puertas por las que se pasa del mundo medieval al mundo moderno16.
b) El mito del buen salvaje y las visiones utópicas europeas
Hasta ahora hemos visto como el descubrimiento de América produjo en España un despertar de las doctrinas del derecho natural y una progresiva secularización de la teoría política. Era, por así decirlo, un proceso que iba en la dirección América-Europa. Ahora debemos abordar un segundo proceso, que tiene la particularidad de ser ambidireccional. Me refiero a la corriente de pensamiento que surgió en Europa con ocasión de la llegada de visiones utópicas de la realidad americana. La pintura de una América paradisíaca, de un mundo indígena puro e ingenuo, fue uno de los tantos gérmenes que alimentaron nuevas tendencias antropológicas que derivarán, a la postre, en las revoluciones de fines del siglo XVIII. Estas nuevas tendencias antropológicas, integradas en una filosofía política de signo liberal, harían el viaje de regreso a América, y las encontraremos en la base del proceso emancipador americano.
Paul Hazard, en su clásico libro La crise de la conscience européenne, analiza cómo la llegada de noticias y relatos del mundo extraeuropeo animó a los intelectuales del Viejo Continente a plantearse una serie de cuestiones vitales de suma importancia. La existencia de costumbres diversas, de religiones muy distintas a la cristiana, de instituciones políticas que poco tenían que ver con la monarquía absoluta fueron un fermento que poco a poco fue corroyendo el sistema de certezas sólidas en las que se apoyaba la cosmovisión europea17.
Además, es fácil rastrear desde la Antigüedad una constante en la historia del pensamiento: la tendencia a mitificar, que en muchos casos es la vía de escape psicológico a una realidad dura y dolorosa. La edad de oro en la que supuestamente habría vivido la humanidad en su infancia, o el futuro Reino Milenario, donde todo sería mejor, aparecen en las más distintas civilizaciones y culturas. Hay en la naturaleza humana una cierta vena utopista que expresa el hambre de trascendencia que siente el hombre ante unas circunstancias vitales limitadas.
La Europa del siglo XVI, con sus grandezas y sus miserias, fue un buen caldo de cultivo para que crecieran visiones americanas utópicas, alimentadas por las noticias que iban llegando al viejo continente de las supuestas maravillas transoceánicas. Los primeros portadores de la novedad americana, que alcanzaron inmediato renombre y publicidad en el continente europeo, fueron nada menos que Cristóbal Colón y Américo Vespucio. El genovés, en su carta anunciadora del Descubrimiento, traza un panorama americano edénico: hombres desnudos, sin malicia, sin intereses materiales, que viven en armonía con la naturaleza. El Almirante dirá que «son la mejor gente del mundo y más mansa»18. Y esas gentes viven en medio de un sinfin de riquezas.
Tantas, que Colón promete a los Reyes Católicos «oro cuanto oviesen menester»19.
La llegada de la carta a la Corte, las inmediatas traducciones y el esparcirse de la noticia por Europa fue todo uno. Las utopías clásicas encontraban un correlato real, no ficticio o meramente imaginativo. Al shock colombino se añaden las confirmaciones de esa misma realidad dadas por las cartas de Américo Vespucio.
El florentino, en cartas dirigidas a distintos personajes de Toscana, da cuenta de las tierras paradisíacas por las que pasa. En una de ellas, fechada en 1503, declara: «Es justo llamar a estas tierras Nuevo Mundo (...) el aire es más templado y tibio que en cualquier región conocida»20. Es la misma tierra que Colón, en carta a los Reyes Católicos, escrita después del tercer viaje, asegura que coincide con el Paraíso Terrenal21.
A las cartas de Colón y Vespucio se sumarán más tarde algunas obras de Fray Bartolomé de Las Casas, diligentemente traducidas al inglés, francés y flamenco, ya que sus denuncias de las injusticias hispánicas en Indias eran muy bien acogidas por las naciones rivales de España. Las Casas presentará una visión del indio americano plenamente concorde con la posterior elaboración europea del bon sauvage. Ciertamente abrumado por la posibilidad de que triunfase en España la idea de que los indígenas respondían a la noción aristotélica de servidumbre natural, Fray Bartolomé describe a los indios en términos idílicos: «Todas estas universas e infinitas gentes crió Dios las más simples, sin maldades ni dobleces. Obedientes, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quienes sirven. Son sumisos, pacientes, pacíficos y virtuosos. No son pendencieros, rencorosos o vengativos.
Además, son más delicados que príncipes y mueren fácilmente a causa del trabajo o enfermedades. Son también gentes paupérrimas, que no poseen ni quieren poseer bienes temporales. Seguramente que estas gentes serían las más bienaventuradas del mundo si sólo conocieran al verdadero Dios»22.
Como bien escribe el ensayista venezolano Arturo Uslar Pietri, «América puso a Europa a cavilar y a soñar. Le ofreció un mundo nuevo y desconocido para medirse y compararse. Le brindó a los europeos nuevos temas y nuevos motivos para expresar la insatisfacción que experimentaban por el orden en que vivían.
Las utopías sociales del Renacimiento, tan llenas de fermento crítico y reformista, están inspiradas en América. Más que en el conocimiento, en un vago sentimiento de la novedad y la bondad americanas»23.
Acertadamente señala Uslar Pietri que la visión de América en la Europa extra-hispánica se basa más en un sentimiento que en un auténtico conocimiento. Bastaron muy pocos años de contacto con los indígenas americanos para comprobar que la versión que daba Colón en la carta anunciadora del descubrimiento era, por lo menos desde un punto de vista antropológico, deformada. Los indios pertenecían a la común naturaleza humana —y a esa pertenencia se remitía Vitoria para hacer valer el derecho natural en el caso americano— y, por lo tanto, virtudes y vicios, aciertos y errores, heroísmo y vileza estaban presentes en el Nuevo Mundo al igual que en Europa. Pero la primera visión de América —el Nuevo Edén, la Edad de Oro rediviva— seguirían alentando sueños y construcciones utópicas.
El primer pensador político que utilizará la palabra utopía —palabra cuya etimología griega significa «en ninguna parte»— es el Lord Canciller de Inglaterra, Santo Tomás Moro. En su Utopía, editada en 1516, Moro presentará una sociedad ideal, caracterizada