Torquemada en la hoguera. Benito Perez GaldosЧитать онлайн книгу.
pues para negocios, le bastaba con los suyos propios.... El último paroxismo de su exaltada mente fue renunciar á todo el materialismo de la ciencia del niño, con tal que le dejasen la gloria.
Cuando se quedó solo con él, Bailón le dijo que era preciso tuviese filosofía; y como Torquemada no entendiese bien el significado y aplicación de tal palabra, explanó la sibila su idea en esta forma: «Conviene resignarse, considerando nuestra pequeñez ante estas grandes evoluciones de la materia ... pues, ó substancia vital. Somos átomos, amigo D. Francisco, nada más que unos tontos de átomos. Respetemos las disposiciones del grandísimo Todo á que pertenecemos, y vengan penas. Para eso está la filosofía, ó si se quiere, la religión: para hacer pecho á la adversidad. Pues si no fuera asi, no podríamos vivir.» Todo, lo aceptaba Torquemada menos resignarse. No tenía en su alma la fuente de donde tal consuelo pudiera salir, y ni siquiera lo comprendía. Como el otro, después de haber comido bien, insistiera en aquellas ideas, á D. Francisco se le pasaron ganas de darle un par de trompadas, destruyendo en un punto el perfil más enérgico que dibujara Miguel Ángel. Pero no hizo más que mirarle con ojos terroríficos, y el otro se asustó y puso punto en sus teologías.
A prima noche, Quevedito y el otro médico hablaron á Torquemada en términos desconsoladores. Tenían poca ó ninguna esperanza, aunque no se atrevían á decir en absoluto que la habían perdido, y dejaban abierta la puerta á las reparaciones de la naturaleza y á la misericordia de Dios. Noche horrible fué aquélla. El pobre Valentín se abrasaba en invisible fuego. Su cara encendida y seca, sus ojos iluminados por esplendor siniestro, su inquietud ansiosa, sus bruscos saltos en el lecho, cual si quisiera huir de algo que le asustaba, eran espectáculo tristísimo que oprimía el corazón. Cuando D. Francisco, transido de dolor, se acercaba á la abertura de las entornadas batientes de la puerta y echaba hacia adentro una mirada tímida, creía escuchar, con la respiración premiosa del niño, algo como el chirrido de su carne tostándose en el fuego de la calentura. Puso atención á las expresiones incoherentes del delirio, y le oyó decir: «Equis elevado al cuadrado, menos uno, partido por dos, más cinco equis menos dos, partido por cuatro, igual equis por equis más dos, partido por doce.... Papa, papá, la característica del logaritmo de un entero tiene tantas unidades menos una como....» Ningún tormento de la Inquisición iguala al que sufría Torquemada oyendo estas cosas. Eran las pavesas del asombroso entendimiento de su hijo, revolando sobre las llamas en que éste se consumía. Huyó de allí por no oir la dulce vocecita, y estuvo más de media hora echado en el sofá de la sala, agarrándose con ambas manos la cabeza como si se le quisiese escapar. De improviso se levantó, sacudido por una idea; fué al escritorio donde tenía el dinero; sacó un cartucho de monedas que debían de ser calderilla, y vacíandoselo en el bolsillo del pantalón, púsose capa y sombrero, cogió el llavín, y á la calle.
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