Las aventuras de Huckleberry Finn. Марк ТвенЧитать онлайн книгу.
Watson, ya no tenía nada que hacer. Lo pensé todo muy bien, y decidí que yo pertenecería a la de la viuda, si ella me quería, aunque por mucho que lo pensara, no entendía yo de qué manera iba a estar ella mejor que antes, después de ver lo ignorante y lo mísero y lo corriente que yo era.
A papá no se le había visto desde hacía más de un año, y a mí eso me resultaba cómodo; no quería verlo nunca más. Siempre me pegaba cuando estaba sobrio y lograba ponerme las manos encima; aunque yo solía irme al bosque la mayor parte del tiempo cuando él andaba por aquí. Pues, por estas fechas lo encontraron ahogado en el río, unas doce millas más arriba del pueblo; o eso decía la gente. O por lo menos creyeron que era él; dijeron que este ahogado era más o menos de su tamaño, y que era un andrajoso, y que tenía el pelo inusualmente largo; y eso sí que encajaba con papá, pero no pudieron distinguirle la cara en absoluto porque llevaba tanto tiempo en el agua que ya no parecía una cara para nada. Dijeron que estaba flotando boca arriba en el agua. Lo cogieron y lo enterraron en la orilla. Pero no estuve cómodo durante mucho tiempo, porque se me ocurrió pensar en una cosa: yo sabía muy bien que un ahogado no flota boca arriba, sino boca abajo. Así que supe, entonces, que éste no era papá, sino una mujer vestida con ropa de hombre. Así que volví a sentirme incómodo. Y pensé que el viejo aparecería otra vez más tarde o más temprano, aunque yo esperaba que eso no pasara.
Jugamos a los forajidos de vez en cuando durante un mes, y después lo dejé. Todos los chicos lo hicieron. No le habíamos robado a nadie, no habíamos matado a nadie; sólo habíamos hecho como que sí. Solíamos salir del bosque de un salto y bajar a la carga contra los porqueros y contra las mujeres que iban en los carros al mercado con las verduras de sus huertos, pero nunca rodeamos a ninguno de ellos. Tom Sawyer decía que los cerdos eran «lingotes» y que los nabos eran «joyas», y después nos íbamos a la cueva a hacer una asamblea para hablar de lo que habíamos hecho y de a cuánta gente habíamos matado y marcado. Pero yo no le veía a aquello ninguna utilidad. Una vez Tom mandó a uno de los chicos para que corriera por el pueblo con un palo ardiendo, que él llamó una «consigna» (que era la señal de aviso para que la banda se reuniera), y después dijo que tenía noticias secretas que le habían proporcionado sus espías de que al día siguiente todo un grupo de comerciantes españoles y de á-rabes ricos iba a acampar en Cave Hollow con doscientos elefantes, y seiscientos camellos y más de mil mulas de carga, y todos cargados de diamantes, y que no tenían ni siquiera una guardia ni de cuatrocientos soldados, así que les tenderíamos una embuscada, como la llamó él, y los mataríamos a todos y nos llevaríamos las cosas. Dijo que teníamos que alistar y abrillantar las espadas y las pistolas, y prepararnos. Nunca pudo ni siquiera perseguir un carro de nabos, pero debía tener las espadas y las pistolas pulidas para eso, aunque no eran más que listones y palos de escoba, y podrías restregarlos hasta que te pudrieras sin que después valieran ni un pito más de lo que valían antes. No creí que pudiéramos vencer a ese montón de españoles y árabes, pero quería ver los camellos y los elefantes, así que me presenté al día siguiente, que era sábado, en la emboscada; y cuando recibimos la señal, salimos corriendo del bosque y bajamos por la colina a toda velocidad. Pero no había ni españoles ni árabes, y no había camellos ni elefantes. No había más que una merienda de la escuela dominical, y encima no eran más que de primer curso. Se la reventamos y perseguimos a los niños hondonada arriba, pero no conseguimos más que rosquillas y mermelada; aunque Ben Rogers consiguió una muñeca de trapo y Jo Harper consiguió un himnario y un libro de salmos. Y después, el maestro se vino corriendo hacia nosotros y nos hizo soltarlo todo y largarnos. No vi ningún diamante, y así se lo dije a Tom Sawyer. Dijo que, aun así, allí había muchísimos; y dijo que también había árabes, y elefantes y más cosas. Le dije que, entonces, por qué no los veíamos. Me dijo que si no fuera tan ignorante y que si hubiera leído un libro que se llamaba Don Quijote, lo sabría sin tener que preguntarlo. Me dijo que todo era un encantamiento y que había cientos de soldados allí, y elefantes y tesoros y más cosas, pero que teníamos enemigos, a los que él llamaba magos, y que ellos lo habían convertido todo en una escuela dominical infantil, sólo por fastidiar. Le dije que si era así, entonces lo que teníamos que hacer era ir a por los magos y Tom Sawyer me dijo que yo era un zoquete.
Y me dijo:
—¡Anda! Un mago convocaría a un montón de genios y te harían picadillo como si nada antes de que te diera tiempo a abrir la boca. Son altos como árboles y anchos como iglesias.
Le dije:
—Bueno, pues supongamos que conseguimos que algunos genios nos ayuden a nosotros. ¿No podemos entonces darles a los de la otra panda?
—¿Y cómo los vas a conseguir?
—No lo sé. ¿Cómo los consiguen ellos?
—Pues ellos frotan una vieja lámpara de estaño o un anillo de hierro, y los genios vienen a toda velocidad, con truenos y relámpagos estallando por todas partes y rodeados por un humo ondulante, y están dispuestos a hacer todo lo que se les dice. No le dan ninguna importancia a arrancar una torre de perdigones de cuajo y pegarle en la cabeza al superintendente de la escuela dominical con ella, o a cualquier otro hombre.
—¿Quién los hace ir así de rápido por todas partes?
—Pues el que frota la lámpara o el anillo. Pertenecen a quien frota la lámpara o el anillo, y tienen que hacer todo lo que les diga. Si les dice que construyan un palacio de diamantes de cuarenta millas de largo y que lo llenen de goma de mascar, o de lo que tú quieras, o que se traigan a la hija del emperador de China para que te cases con ella, tienen que hacerlo; y, además, tienen que hacerlo antes de que salga el sol al día siguiente. Y más todavía, tienen que llevar ese palacio por todo el país a cualquier sitio al que tú quieras ir, ¿entiendes?
Yo dije:
—Bueno, pues yo creo que son un atajo de cabezas de chorlito por no quedarse ellos con el palacio, en vez de regalarlo tontamente de esa manera. Y es más, si yo fuera uno de ellos, me iría a Jericó a ver a un hombre antes que dejar mis cosas y venir a buscar al que ha frotado una vieja lámpara de estaño.
—¡Qué cosas dices, Huck Finn! Tendrías que venir cuando la frotara, tanto si quieres como si no.
—¿Siendo yo tan alto como un árbol y tan grande como una iglesia? Bueno, vale, pues vendría, pero te aseguro que obligaría a ese hombre a trepar el árbol más alto que hubiera en el país.
—¡Cáscaras! No sirve de nada hablar contigo, Huck Finn. Parece que no sabes nada de nada, eres tonto del todo.
Estuve pensando en todo esto dos o tres días y después llegué a la conclusión de que iba a averiguar si había algo de cierto. Cogí una vieja lámpara de estaño y un anillo de hierro y me fui al bosque y los froté y los froté hasta que me puse a sudar como un indio, planeando construir un castillo para venderlo. Pero no sirvió para nada; no vino ninguno de los genios. Así que llegué a la conclusión de que todo aquello no era más que una de las mentiras de Tom Sawyer. Supuse que él creía en los árabes y los elefantes, pero, por lo que a mí respecta, pienso de otro modo. Tenía toda la pinta de ser una escuela dominical.
Capítulo 4
Bueno, pues pasaron tres o cuatro meses y ya era bien entrado el invierno. Había estado yendo al colegio casi todo el tiempo y sabía deletrear, y leer, y escribir un poquito y sabía decir la tabla de multiplicar hasta seis por siete, treinta y cinco, y no creo que sea capaz de llegar más allá aunque viviera eternamente. De todas formas, tampoco les presto mucha atención a las matemáticas.
Al principio, odiaba la escuela, pero poco a poco conseguí soportarla. Cuando me hartaba más de la cuenta, hacía rabona y la paliza que me llevaba al otro día me hacía bien y me animaba. Así que mientras más iba a la escuela, más fácil se me hacía. También me estaba más o menos habituando a las costumbres de la viuda, y ya no me resultaban tan desagradables. Eso de vivir en una casa y dormir en una cama me resultaba casi siempre demasiado difícil de aguantar, pero antes del frío, a veces me escabullía y dormía en el bosque, y eso era un descanso. Me gustaban más mis viejas costumbres, pero ahora me estaban empezando a gustar las nuevas también, un poco. La viuda decía que iba progresando lento pero seguro y que estaba