A vuela pluma: colección de artículos literarios y políticos. Juan ValeraЧитать онлайн книгу.
tálamo de los dioses, el de los héroes, y aun el de cualquier hombre que se respeta, han de estar rodeados de impenetrable misterio. La prueba más evidente por donde Penélope reconoce á Ulises, es porque éste le describe su tálamo, que sólo él había visto entre los varones todos.
El espíritu de usted es recto por naturaleza y está sano: pero yo advierto en el Himno insanos extravíos y disparatadas disonancias. No extrañe usted que lo atribuya á la vaga lección de malos libros franceses, de los que están de moda, de cuyo pesimismo, naturalismo falso y caprichosa impiedad, se hace usted eco. Usted, de por sí, sería como Dios manda.
Supone usted que la religión de Cristo condena la carne, y luego dice usted para sí: pues voy á glorificar la carne, rebelándome contra la religión de Cristo. Parte usted de un error, fundado en el doble sentido de la palabra carne. Sin presumir de teólogo, sino como hombre de mundo, lego y profano, aunque no olvidado del Padre Ripalda, que aprendí en la escuela, digo que no tiene usted razón. La carne, considerada como enemigo del alma, es la concupiscencia, es el vicio, es la lujuria, que toda religión, no sólo la de Cristo, condena. Pero la carne, el cuerpo humano, considerado como obra de Dios, ¿dónde está condenado? El Verbo se hizo carne, y con cuerpo humano subió al cielo. Todos, según nuestra fe, hemos de resucitar con carne, y los cuerpos de los bienaventurados han de ser muy hermosos y gloriosos. Lo primero que manda Dios al hombre y á la mujer es que crezcan, se multipliquen y llenen la tierra. ¿Cómo, pues, ha de suponerse que Dios condena el amor sexual cuando ordena que nos multipliquemos? El ascetismo, la vida penitente, la virginidad como la más perfecta condición, no son tampoco exclusivos ideales cristianos. En todas las demás religiones se da algo semejante. En la gentílica, por ejemplo, hubo coribantes y vestales.
Lo que exigen la religión cristiana, y toda religión moral, y hasta sin religión y sin moral, la estética y el decoro, es el recato. En la naturaleza de las cosas está que sea cómica, y no seriamente bella, la exhibición ó la representación del abrazo amoroso, más ó menos apretado. Si el cínico Crates se une en público con Hiparca, á pesar de la licenciosa libertad de Atenas, los pilluelos de la calle le silban y escarnecen. Sólo en Otahiti, cuando llega allí el capitán Cook, se toma por lo serio el hacer en público tales actos como ceremonia religiosa.
Fuera de estos casos rarísimos, lo general es que el sigilo y el secreto presidan á los amores. Júpiter, aunque era tan desaforado y tan propenso á ponerse el mundo por montera, satisfaciendo su regalado gusto, elige para unirse á la ninfa Maya, haciéndola madre del dios de la elocuencia, inventor de la lira, alma de la danza, una noche obscurísima y un antro nemoroso y esquivo; y aun todavía, para ocultar mejor su unión á los dioses y á los hombres, les infunde antes dulce sueño. Jano bifronte, no menos precavido y púdico, cuando se propone dar ser á los briosos primitivos pueblos de Italia, se une á la gigantesca ninfa Camesena, en la desierta cumbre del Apenino, y circunda el agreste y amplio tálamo de tenebrosas tempestades.
En resolución, ya que sería cuento de nunca acabar el ir citando sucesos semejantes de hombres y dioses, yo vuelvo á prescindir de religión y de moral: no echo sermón, aunque ya estamos en Cuaresma; pero tratándose de arte, ¿cómo prescindir de lo artístico? No es artístico el describir prolijamente los placeres de la alcoba.
Admirable es la belleza del cuerpo humano. En otros mundos, sujeta la materia á otras condiciones y con otra conformación los sentidos, ¿quién sabe cómo podrá ser la aparición sensible de la belleza? Esto es lo relativo. Pero la esencial y sustancial belleza que se nos revela en el Apolo de Belvedere y en la Venus de Milo, es la belleza absoluta. Todo entendimiento, capaz de comprenderla, aunque venga del más extraño y lejano mundo de cuantos pueblan el éter, lo reconocerá y lo proclamará como nosotros.
Si imaginamos vivos, y no de mármol, sino de carne, á la Venus y al Apolo, hombres y mujeres los contemplarán con pasmo y se podrán enamorar de ellos; pero sería grosero no ver en tanta animada hermosura sino un instrumento de material deleite. Habría en ello algo de profanación sacrílega, no ya en virtud de la religión del espíritu, sino del respeto hasta religioso que la materia misma, tan bien organizada, debe infundir.
Ya usted notará que, en realidad, yo no voy contra usted en lo que digo. Voy contra la escuela mal llamada naturalista, que le pervierte y extravía. Si usted no valiese ya mucho y si no prometiese más de lo que ya vale, no me mostraría yo severo.
Demos por seguro que no hay bien, ventura, ni goce mayor que el de los amores; pero ¿todo bien, todo goce es para referido ó representado estéticamente por lo sublime? Esta es la cuestión. Este es el error del naturalismo; error que se ve más claro aún en las desventuras que en las venturas. Sobre la muerte de un amigo, sobre la ruina de la patria, sobre los suplicios y trabajos de un apóstol, está bien escribir elegías. Pero desventuras son, y no menores, que se le pudran las narices al Dr. Pangloss, que á otro le dé tiña y se le caiga el pelo, que á otro le sobrevenga una debilidad en las encías y escupa los dientes y que á otro le ocurra cada tres días una indigestión molesta y apestosa, y sin embargo, ¿son estos percances á propósito para componer versos elegíacos? Nosotros, en la vida real, nos compadeceremos en extremo del paciente, aunque sólo sea prójimo, y no amigo ó deudo; pero si hablamos en verso heroico de lo que acontece, haremos reir en vez de llorar.
Es indudable que hay desventuras y venturas, triunfos y derrotas, dolores y placeres grandísimos que en la vida real se lamentan ó se celebran; pero sobre los cuales hay que pasar con rapidez en la representación artística, si no queremos hacer reir con ellos.
Así, Ariosto, por ejemplo, no sería por su afición á lo moral y á lo decente, sino por estas reglas de estética, más ó menos reflexiva ó irreflexivamente percibidas, por lo que no cuenta con circunstancias íntimas lo que pasa entre Angélica y Medoro; pero cuando quiere dar en lo grotesco y provocar á risa, lo cuenta todo sin aprensión. Así, en el caso del viejo nigromántico ó mágico que adormece con sus malas artes á la hermosísima dama y la tiene á su talante. El chiste está en que el nigromántico, con toda su magia, si bien adormece á la dama, no atina á despertar en él ó á resucitar algo que hacía años dormía ó estaba muerto, y se lleva un chasco feroz, quedando en salvo la honestidad y entereza de la dama, con apacible risa y júbilo de los lectores. Si el Ariosto hubiera tratado el suceso trágicamente, lo hubiera errado.
Yo no recuerdo haber leído escena tan viva como la del nigromántico, referida con épica dignidad y que produzca efecto, sino una en El Bernardo de Valbuena; pero esto se explica, porque va todo acompañado de un poderoso elemento fantástico que lo dignifica, lo hace simbólico y hasta le da un valor moral. Hablo del tremendo lance de Ferragut con la hechicera Arleta. El héroe penetra en el maravilloso palacio tan estupendamente rico. La gallarda, joven y elegante princesa le recibe á solas y se entrega. Una sola lámpara de extraña luz ilumina la estancia, y sobre todos los objetos derrama encantados resplandores. Pero cuando la luz de la lámpara oscila, la portentosa beldad de la princesa se confunde; los perfiles, las sombras, los colores, todo se altera y se combina por tal arte, que Ferragut se asusta y cree tener un vestiglo entre sus brazos. Vuelve la luz á arder sin oscilación y la princesa recobra sus admirables atractivos. La luz, al fin, se apaga, y Ferragut se encuentra en inmunda caverna y entre los brazos de horrible y asquerosa vieja, cuya fealdad abominable ve á la luz de la luna, y cuyos secos brazos y cuyas manos, á modo de garras, le retienen sin dejarle escapar.
Dirá usted acaso que en sus sonetos hay algo parecido á la moral de la fábula de la hechicera Arleta; que de ello dan prueba las cuatro últimas palabras del último soneto ¡Que tétrica es la vida! Pero yo, en honor de la verdad, no descubro dicho sentimiento en usted, y si le descubro, es expresado débilmente y como ahogado en los pormenores que preceden á las dichas cuatro palabras.
No hay en el himno nada semejante á lo que hay en casi todos los poetas libertinos ó epicúreos de todos los tiempos; aquel sentimiento terrible que asalta el ánimo de ellos en medio de sus deleites; que hace exclamar á Lucrecio:
...Medio de fonte leporum Surgit amari aliquid quod in ipsis floribus angat;
que mueve á Catulo, entre los brazos de Lesbia, cubriéndola de besos, en noches