Cádiz. Benito Perez GaldosЧитать онлайн книгу.
y le vemos salvándose de la muerte por un esfuerzo de su naturaleza ágil y poderosa; nos describe los desiertos de Egipto, con sus noches claras como el día, con las pirámides, los templos derribados, el Nilo y los pobres árabes que arrastran miserable vida en aquellas soledades; nos pinta luego los lugares santos de Jerusalén y Belén, el sepulcro del Señor, hablándonos de los millares de peregrinos que le visitan, de los buenos frailes que dan hospitalidad al europeo; nos dice cómo son los olivares a cuya sombra oraba el Señor cuando fue Judas con los soldados a prenderle, y nos refiere punto por punto cómo es el monte Calvario y el sitio donde levantaron la santa Cruz.
»Después nos habla de la incomparable Venecia, ciudad fabricada dentro del mar, de tal modo, que las calles son de agua y los coches unas lanchitas que llaman góndolas; y allí se pasean de noche los amantes, solos en aquella serena laguna, sin ruido y sin testigos. También ha visitado la América, donde hay unos salvajes muy mansos que agasajan a los viajeros, y donde los ríos, grandísimos como todo lo de aquel país, se precipitan desde lo alto de una roca formando lo que llaman cataratas, es decir, un salto de agua como si medio mar se arrojase sobre el otro medio, formando mundos de espuma y un ruido que se oye a muchísimas leguas de distancia. Todo lo relata, todo lo pinta con tan vivos colores, que parece que lo estamos viendo. Cuenta sus acciones heroicas sin fanfarronería, y jamás ha mortificado el orgullo de los hombres que le oyen con tanta atención, si no con tanta complacencia como las mujeres.
»Ahora bien, Gabriel, desgraciado joven, ¿por lo que digo comprendes que ese inglés tiene atractivos suficientes para cautivar a una muchacha de tanta sensibilidad como imaginación, que instintivamente vuelve los ojos hacia todo lo que se distingue del vulgo enfatuado? Además, lord Gray es riquísimo, y aunque las riquezas no bastan a suplir en los hombres la falta de ciertas cualidades, cuando estas se poseen, las riquezas las avaloran y realzan más. Lord Gray viste elegantemente; gasta con profusión en su persona y en obsequiar dignamente a sus amigos, y su esplendidez no es el derroche del joven calavera y voluntarioso, sino la gala y generosidad del rico de alta cuna, que emplea sabiamente su dinero en alegrar la existencia de cuantos le rodean. Es galante sin afectación, y más bien serio que jovial.
»¡Ay, pobrecito! ¿Lo comprendes ahora? ¿Llegarás a entender que hay en el mundo alguien que puede ponerse en parangón con el Sr. D. Gabriel Tres-al-Cuarto? Reflexiona bien, hijo; reflexiona bien quién eres tú. Un buen muchacho y nada más. Excelente corazón, despejo natural, y aquí paz y después gloria. En punto a posición oficialito del ejército... bien ganado, eso sí... pero ¿qué vale eso? Figura... no mala; conversación, tolerable; nacimiento humildísimo, aunque bien pudieras figurarlo como de los más alcurniados y coruscantes. Valor, no lo negaré; al contrario, creo que lo tienes en alto grado, pero sin brillo ni lucimiento. Literatura, escasa... cortesía, buena... Pero, hijo, a pesar de tus méritos, que son muchos, dada tu pobreza y humildad, ¿insistirás en hacerte indestronable, como se lo creyó el buen D. Carlos IV que heredó la corona de su padre? No, Gabriel; ten calma y resígnate.
El efecto que me causó la relación de mi antigua ama fue terrible. Figúrense ustedes cómo me habría quedado yo, si Amaranta hubiera cogido el pico de Mulhacén, es decir, el monte más alto de España... y me lo hubiese echado encima.
Pues lo mismo, señores, lo mismo me quedé.
III
¿Qué podía yo decir? Nada. ¿Qué debía hacer? Callarme y sufrir. Pero el hombre aplastado por cualquiera de las diversas montañas que le caen encima en el mundo, aun cuando conozca que hay justicia y lógica en su situación, rara vez se conforma, y elevando las manecitas pugna por quitarse de encima la colosal peña. No sé si fue un sentimiento de noble dignidad, o por el contrario un vano y pueril orgullo, lo que me impulsó a contestar con entereza, afectando no sólo conformidad sino indiferencia ante el golpe recibido.
—Señora condesa—dije—, comprendo mi inferioridad. Hace tiempo que pensaba en esto, y nada me asombra. Realmente, señora, era un atrevimiento que un pobretón como yo, que jamás he estado en la India ni he visto otras cataratas que las del Tajo en Aranjuez, tenga pretensiones nada menos que de ser amado por una mujer de posición. Los que no somos nobles ni ricos, ¿qué hemos de hacer más que ofrecer nuestro corazón a las fregatrices y damas del estropajo, no siempre con la seguridad de que se dignen aceptarlo? Por eso nos llenamos de resignación, señora, y cuando recibimos golpes como el que usted se ha servido darme, nos encogemos de hombros y decimos: «paciencia». Luego seguimos viviendo, y comemos y dormimos tan tranquilos... Es una tontería morirse por quien tan pronto nos olvida.
—Estás hecho un basilisco de rabia—me dijo la condesa en tono de burla—, y quieres aparecer tranquilo. Si despides fuego... toma mi abanico y refréscate con él.
Antes que yo lo tomara, la condesa me dio aire con su abanico precipitadamente. Sin ninguna gana me reía yo, y ella después de un rato de silencio, me habló así:
—Me falta decirte otra cosa que tal vez te disguste; pero es forzoso tener paciencia. Es que estoy contenta de que mi hija corresponda al amor del inglés.
—Lo creo señora—respondí apretando con convulsa fuerza los dientes, ni más ni menos que si entre ellos tuviera toda la Gran Bretaña.
—Sí—prosiguió—, todo suceso que me dé esperanzas de ver a mi hija fuera de la tutela y dirección de la marquesa y la condesa, es para mí lisonjero.
—Pero ese inglés será protestante.
—Sí—repuso—, mas no quiero pensar en eso. Puede que se haga católico. De todos modos, ese es punto grave y delicado. Pero no reparo en nada. Vea yo a mi hija libre, hállese en situación tal que yo pueda verla, hablarla como y cuando se me antoje, y lo demás... ¡Cómo rabiaría doña María si llegara a comprender...! Mucho sigilo, Gabriel; cuento con tu discreción. Si lord Gray fuera católico, no creo que mi tía se opusiera a que se casase Inés con él. ¡Ay!, luego nos marcharíamos los tres a Inglaterra, lejos, lejos de aquí, a un país donde yo no viera pariente de ninguna clase. ¡Qué felicidad tan grande! ¡Ay! Quisiera ser Papa para permitir que una mujer católica se casara con un hombre hereje.
—Creo que usted verá satisfechos sus deseos.
—¡Oh!, desconfío mucho. El inglés aparte de su gran mérito es bastante raro. A nadie ha confiado el secreto de sus amores, y sólo tenemos noticias de él por indicios primero y después por pruebas irrecusables obtenidas mediante largo y minucioso espionaje.
—Inés lo habrá revelado a usted.
—No, después de esto, ni una sola vez he conseguido verla. ¡Qué desesperación! Las tres muchachas no salen de casa, sino custodiadas por la autoridad de doña María. Aquí doña Flora y yo hemos trabajado lo que no es decible para que lord Gray se franquease con nosotras, y nos lo revelara; pero es tan prudente y callado, que guarda su secreto como un avaro su tesoro. Lo sabemos por las criadas, por la murmuración de algunas, muy pocas personas de las que van a la casa. No hay duda de que es cierto, hijo mío. Ten resignación y no nos des un disgusto. Cuidado con el suicidio.
—¿Yo?—dije afectando indiferencia.
—Toma, toma aire, que te incendias por todos lados—me dijo agitando delante de mí su abanico—. Don Rodrigo en la horca no tiene más orgullo que este general en agraz.
Cuando esto decía, sentí la voz de doña Flora y los pasos de un hombre. Doña Flora dijo:
—Pase usted milord, que aquí está la condesa.
—Mírale... verás—me dijo Amaranta con crueldad—y juzgarás por ti mismo si la niña ha tenido mal gusto.
Entró doña Flora seguida del inglés. Este tenía la más hermosa figura de hombre que he visto en mi vida. Era de alta estatura, con el color blanquísimo pero tostado que abunda en los marinos y viajeros del Norte. El cabello rubio, desordenadamente peinado y suelto según el