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Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon TolstoiЧитать онлайн книгу.

Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi


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para vestirse, Kitty, contemplándose al espejo, comprobó con alegría que estaba en uno de sus mejores días. Se sentía tranquila, con pleno dominio de sí misma, y sus movimientos eran desenvueltos y graciosos.

      A las siete y media, apenas había bajado al salón, el lacayo anunció:–Constantino Dmitrievich Levin.

      La Princesa se hallaba aún en su cuarto y el Príncipe no había bajado tampoco. «Ahora… », pensó Kitty, sintiendo que la sangre le afluía al corazón. Se miró al espejo y se asustó de su propia palidez.

      Ahora comprendía claramente que si él había llegado tan pronto era para encontrarla sola y pedir su mano. Y el asunto se le presentó de repente bajo un nuevo aspecto. No se trataba ya de ella sola, ni de saber con quién podría ser feliz y a quién daría su preferencia; comprendía ahora que era forzoso herir cruelmente a un hombre a quien amaba. Y ¿por qué? ¡Porque él, tan agradable, estaba enamorado de ella! Pero ella nada podía hacer: las cosas tenían que ser así. «¡Dios mío! ¡Que yo misma tenga que decírselo! –pensó–. ¿Tendré que decirle que no le quiero? ¡Pero esto no sería verdad! ¿Que amo a otro? ¡Eso es imposible! Me voy, me voy… »

      Ya iba a salir cuando sintió los pasos de él.

      «No, no es correcto que me vaya. ¿Y por qué temer? ¿Qué he hecho de malo? Le diré la verdad y no me sentiré cohibida ante él. Sí, es mejor que pase… Ya está aquí», se dijo al distinguir la pesada y tímida figura que la contemplaba con ojos ardientes.

      Kitty le miró a la cara como si implorase su clemencia, y le dio la mano.

      –Veo que he llegado demasiado pronto –dijo Levin, examinando el salón vacío. Y cuando comprobó que, como esperara, nada dificultaría sus explicaciones, su rostro se ensombreció.

      –¡Oh, no! –contestó Kitty, sentándose junto a una mesa.

      –En realidad, deseaba encontrarla sola –explicó él, sin sentarse y sin mirarla, para no perder el valor.

      –Mamá vendrá en seguida. Ayer se cansó mucho… Ayer…

      Hablaba sin saber lo que decía y sin separar de Levin su mirada suplicante y acariciadora.

      Él volvió a contemplarla. Kitty se ruborizó y guardó silencio.

      –Le dije ya que no sé cuánto tiempo permaneceré en Moscú, que la cosa dependía de usted.

      Ella inclinó más aún la cabeza no sabiendo cómo habría de contestar a la pregunta que presentía.

      –Depende de usted porque quería… quería decirle que… desearía que fuese usted mi esposa.

      Había hablado casi inconscientemente. Al darse cuenta de que lo más grave había sido dicho, calló y miró a la joven.

      Ella respiraba con dificultad, apartando la vista. En el fondo se sentía alegre y su alma rebosaba felicidad. Nunca había creído que tal declaración pudiera producirle una impresión tan profunda.

      Pero aquello duró un solo instante. Recordó a Vronsky y, dirigiendo a Levin la mirada de sus ojos límpidos y francos y viendo la expresión desesperada de su rostro, dijo precipitadamente.

      –Dispénseme… No es posible…

      ¡Qué próxima estaba ella a él un momento antes y cuán necesaria era para su vida! Y ahora, ¡qué lejana, qué distante de él!

      –No podía ser de otro modo –dijo Levin, sin mirarla. Saludó y se dispuso a marchar.

      Capítulo 14

      Pero en aquel instante entró la Princesa. El horror se pintó en sus facciones al ver que los dos jóvenes estaban solos y que en sus semblantes se retrataba una profunda turbación. Levin saludó en silencio a la Princesa. Kitty callaba y mantenía bajos los ojos.

      «Gracias a Dios, le ha dicho que no», pensó su madre.

      Y en su rostro se pintó la habitual sonrisa con que recibía a sus invitados cada jueves.

      Se sentó y empezó a hacer a Levin preguntas sobre su vida en el pueblo. El se sentó también, esperando que llegasen otros invitados para poder irse sin llamar la atención.

      Cinco minutos después entró una amiga de Kitty, casada el invierno pasado: la condesa Nordston.

      Era una mujer seca, amarillenta, de brillantes ojos negros, nerviosa y enfermiza. Quería a Kitty y, como siempre sucede cuando una casada siente cariño por una soltera, su afecto se manifestaba en su deseo de casar a la joven con un hombre que respondía a su ideal de felicidad, y este hombre era Vronsky.

      La Condesa había solido hallar a Levin en casa de los Scherbazky a principios del invierno. No simpatizaba con él. Su mayor placer cuando le encontraba consistía en divertirse a su costa.

      –Me agrada mucho –decía– observar cómo me mira desde la altura de su superioridad, bien cuando interrumpe su culta conversación conmigo considerándome una necia o bien cuando condesciende en soportar mi inferioridad. Esa condescendencia me encanta. Me satisface mucho saber que no puede tolerarme.

      Tenía razón: Levin la despreciaba y la encontraba inaguantable en virtud de lo que ella tenía por sus mejores cualidades: el nerviosismo y el refinado desprecio a indiferencia hacia todo lo sencillo y corriente.

      Entre ambos se habían establecido, pues, aquellas relaciones tan frecuentes en sociedad, caracterizadas por el hecho de que dos personas mantengan en apariencia relaciones de amistad sin que por eso dejen de experimentar tanto desprecio el uno por el otro que no puedan ni siquiera ofenderse.

      La condesa Nordston atacó inmediatamente a Levin.

      –¡Caramba, Constantino Dmitrievich! ¡Ya le tenemos otra vez en nuestra corrompida Babilonia! –dijo, tendiéndole su manecita amarillenta y recordando que Levin meses antes había llamado Babilonia a Moscú–. ¿Qué? ¿Se ha regenerado Babilonia o se ha encenagado usted? –preguntó, mirando a Kitty con cierta ironía.

      –Me honra mucho, Condesa, que recuerde usted mis palabras –dijo Levin, quien, repuesto ya, se amoldaba maquinalmente al tono habitual, entre burlesco y hostil, con que trataba a la Condesa–. ¡Debieron de impresionarla mucho!

      –¡Figúrese! ¡Hasta me las apunté! ¿Has patinado hoy, Kitty?

      Y comenzó a hablar con la joven. Aunque marcharse entonces era una inconveniencia, Levin prefirió cometerla a permanecer toda la noche viendo a Kitty mirarle de vez en cuando y rehuir su mirada en otras ocasiones.

      Ya iba a levantarse cuando la Princesa, reparando en su silencio, le preguntó:

      –¿Estará mucho tiempo aquí? Seguramente no podrá ser mucho, pues, según tengo entendido, pertenece usted al zemstvo.

      –Ya no me ocupo del zemstvo, Princesa –repuso él–. He venido por unos días.

      «Algo le pasa» , pensó la condesa Nordston notando su rostro serio y concentrado. «Es extraño que no empiece a desarrollar sus tesis… Pero yo le llevaré al terreno que me interesa. ¡Me gusta tanto ponerle en ridículo ante Kitty!»

      –Explíqueme esto, por favor –le dijo en voz alta–, usted, que elogia tanto a los campesinos. En nuestra aldea de la provincia de Kaluga los aldeanos y las aldeanas se han bebido cuanto tenían y ahora no nos pagan. ¿Qué me dice usted de esto, que elogia siempre a los campesinos?

      Una señora entraba en aquel momento. Levin se levantó.

      –Perdone, Condesa; pero le aseguro que no entiendo nada ni nada puedo decirle –repuso él, dirigiendo su mirada a la puerta, por donde, detrás de la dama, acababa de entrar un militar.

      «Debe de ser Vronsky» , pensó Levin.

      Y, para asegurarse de ello, miró a Kitty, que, habiendo tenido tiempo ya de contemplar a Vronsky, fijaba ahora su mirada en Levin. Y Levin comprendió en aquella mirada que ella amaba a aquel hombre, y lo comprendió tan claramente como si ella misma le hubiese hecho la confesión. Pero, ¿qué clase de persona era?

      Ahora ya no se podía ir. Debía quedarse para saber a


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