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Tradiciones peruanas. Ricardo PalmaЧитать онлайн книгу.

Tradiciones peruanas - Ricardo  Palma


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a declararse abiertamente contra el magnate, y dieron tiempo al tiempo, que a la postre todo lo calma. Pero la gente de iglesia y el pueblo declararon excomulgado al orgulloso almirante.

      El insultado clérigo, pocas horas después de recibido el agravio, se dirigió a la Catedral y se puso de rodillas a orar ante la imagen de Cristo, obsequiada a la ciudad por Carlos V. Terminada su oración, dejó a los pies del Juez Supremo un memorial exponiendo su queja y demandando la justicia de Dios, persuadido que no había de lograrla de los hombres. Diz que volvió al templo al siguiente día, y recogió la querella proveída con un decreto marginal de Como se pide: se hará justicia. Y así pasaron tres meses, hasta que un día amaneció frente a la casa una horca y pendiente de ella el cadáver del excomulgado, sin que nadie alcanzara a descubrir los autores del crimen, por mucho que las sospechas recayeran sobre el clérigo, quien supo, con numerosos testimonios, probar la coartada.

      En el proceso que se siguió declararon dos mujeres de la vecindad que habían visto un grupo de hombres cabezones y chiquirriticos, vulgo duendes, preparando la horca; y que cuando ésta quedó alzada, llamaron por tres veces a la puerta de la casa, la que se abrió al tercer aldabonazo. Poco después el almirante, vestido de gala, salió en medio de los duendes, que sin más ceremonia lo suspendieron como un racimo.

      Con tales declaraciones la justicia se quedó a obscuras y no pudiendo proceder contra los duendes, pensó que era cuerdo el sobreseimiento.

      Si el pueblo cree como artículo de fe que los duendes dieron fin del excomulgado almirante, no es un cronista el que ha de meterse en atolladeros para convencerlo de lo contrario, por mucho que la gente descreída de aquel tiempo murmurara por lo bajo que todo lo acontecido era obra de los jesuítas, para acrecer la importancia y respeto debidos al estado sacerdotal.

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      El intendente y los alcaldes del Cuzco dieron cuenta de todo al virrey, quien después de oír leer el minucioso informe le dijo a su secretario:

      —¡Pláceme el tema para un romance moruno! ¿Qué te parece de esto, mi buen Estúñiga?

      —Que vuecelencia debe echar una mónita a esos sandios golillas que no han sabido hallar la pista de los fautores del crimen.

      —Y entonces se pierde lo poético del sucedido—repuso el de Esquilache sonriéndose.

      —Verdad, señor; pero se habrá hecho justicia.

      El virrey se quedó algunos segundos pensativo; y luego, levantándose de su asiento, puso la mano sobre el hombro de su secretario:

      —Amigo mío, lo hecho está bien hecho; y mejor andaría el mundo si, en casos dados, no fuesen leguleyos trapisondistas y demás cuervos de Temis, sino duendes, los que administrasen justicia. Y con esto, buenas noches y que Dios y Santa María nos tengan en su santa guarda y nos libren de duendes y remordimientos.

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      crónica de la época del decimocuarto virrey del perú

      (Al doctor Ignacio La-Puente.)

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      En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de Lima plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonaban salmos y preces.

      Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios en que, sesenta años después, el virrey conde de la Monclova debía construir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente a la puerta lateral de palacio.

      En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes, más o menos caracterizados.

      No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con importantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega y popular! o que, como en nuestros democráticos días, se estaba realizando uno de aquellos golpes de teatro a que sabe dar pronto término la justicia de cuerda y hoguera.

      Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con venia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodicha puerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarín de palacio.

      Hallábanse en él el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinos del Perú por S. M. don Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués de Corpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una puerta de escape, la que al abrirse dió paso a un nuevo personaje.

      Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna, zapatos de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo, pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimos sellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector conocido el perfecto tipo de un esculapio de aquella época.

      El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la ciencia que enseña a matar por medio de un récipe.

      —¿Y bien, don Juan?—le interrogó el virrey, más con la mirada que con la palabra.

      —Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña Francisca.

      Y don Juan se retiró con aire compungido.

      Este corto diálogo basta para que el lector menos avisado conozca de qué se trata.

      El virrey había llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tarde su bellísima y joven esposa doña Francisca Henríquez de Ribera, a la que había desembarcado en Paita para no exponerla a los azares de un probable combate naval con los piratas. Algún tiempo después se sintió la virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombre de terciana, y que era conocida por los Incas como endémica en el valle de Rimac.

      Sabido es que cuando, en 1378, Pachacutec envió un ejército de treinta mil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sus tropas a estragos de la terciana. En los primeros siglos de la dominación europea, los españoles que se avecindaban en Lima pagaban también tributo a esta terrible enfermedad, de la que muchos sanaban sin específico conocido, y a no pocos arrebataba el mal.

      La condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca de su oráculo don Juan de Vega, había fallado.

      —¡Tan joven y tan bella!—decía a su amigo el desconsolado esposo—. ¡Pobre Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volveríais a ver tu cielo de Castilla ni los cármenes de Granada? ¡Dios mío! ¡Un milagro, Señor, un milagro!...

      —Se salvará la condesa, excelentísimo señor—contestó una voz en la puerta de la habitación.

      El virrey se volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras.

      El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuíta. Este continuó:

      —Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto.

      El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.

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