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La vuelta al mundo en ochenta días. Julio VerneЧитать онлайн книгу.

La vuelta al mundo en ochenta días - Julio Verne


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una locura! Exclamó Andrés Stuart, que empezaba a resentirse por la insistencia de su compañero de juego . Más vale que sigamos jugando.

      Entonces, volved a dar, porque lo habéis hecho mal.

      Andrés Stuart recogió otra vez las cartas con mano febril, y de repente, dejándolas sobre la mesa, dijo:

      Pues bien, sí, míster Fogg, apuesto cuatro mil libras…

      Mi querido Stuart dijo Fallentin , calmaos. Esto no es formal.

      Cuando dije que apuesto respondió Stuart : es en formalidad.

      Aceptado dijo Fogg: y luego, volviéndose hacia sus compañeros, añadió : Tengo veinte mil libras depositadas en casa de Baring hermanos. De buena gana las arriesgaría.

      ¡Veinte mil libras! Exclamó John Suilivan . ¡Veinte mil libras, que cualquier tardanza imprevista os puede hacer perder!

      No existe lo imprevisto respondió sencillamente Phileas Fogg.

      ¡Pero, Míster Fogg, ese transcurso de ochenta días sólo está calculado como mínimo!

      Un mínimo bien empleado basta para todo.

      ¡Pero a fin de aprovecharlo, es necesario saltar matemáticamente de los ferrocarriles a los vapores y de los vapores a los ferrocarriles!

      Saltaré matemáticamente.

      ¡Es una broma!

      Un buen inglés no se chancea nunca cuando se trata de una cosa tan formal como una apuesta respondió Phileas Fogg . Apuesto veinte mil libras contra quien quiera a que yo doy la vuelta al mundo en ochenta días, o menos, sean mil novecientas veinte horas, o ciento quince mil doscientos minutos. ¿aceptáis?

      Aceptamos respondieron los señores Stuart, Falletín, Sullivan, Fianagan y Ralph después de haberse puesto de acuerdo.

      Bien dijo Fogg. El tren de Douvres sale a las ocho y cuarenta y cinco. Lo tomaré.

      ¿Esta misma noche? preguntó Stuart.

      Esta misma noche respondió Phileas Fogg . Por consiguiente añadió consultando un calendario del bolsillo : puesto que hoy es miércoles 2 de octubre deberé estar de vuelta en Londres, en este mismo salón del Reform Club, el sábado 21 de diciembre a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde, sin lo cual las veinte mil libras depositadas actualmente en la casa de Baring Hermanos os pertenecen de hecho y de derecho, señores. He aquí un cheque por esa suma.

      Se levantó acta de la apuesta, firmando los seis interesados. Phileas Fogg había permanecido sereno. No había ciertamente apostado para ganar, y no había comprometido las veinte mil libras mitad de su fortuna sino porque preveía que tendría que gastar la otra mitad para llevar a buen fin ese difícil, por no decir inejecutable proyecto. En cuanto a sus adversarios, parecían conmovidos, no por el valor de la apuesta, sino porque tenían reparo en luchar con ventaja.

      Daban entonces las siete. Se ofreció a míster Fogg la suspensión del juego para que pudiera hacer sus preparativos de marcha.

      ¡Yo siempre estoy preparado! Respondió el impasible caballero; y dando las cartas, exclamó : Vuelvo oros. A vos os toca salir, señor Stuart.

      A las siete y veinticinco, Phileas Fogg, después de habei ganado unas veinte guineas al whist, se despidió de sus honorables colegas y abandonó el ReformClub. A las siete y cincuenta abría la puerta de su casa y entraba.

      Picaporte, que había empezado a estudiar concienzudamente su programa, quedó sorprendido al ver a míster Fogg culpable de inexactitud acudir a tan inusitada hora, pues, según la nota, el inquilino de Saville Row no debía volver sino a medianoche.

      Phileas Fogg había subido primero a su cuarto y luego llamó.

      Picaporte no respondió, porque no creyó que pudieran llamarlo. No era la hora.

      Picaporte repuso míster Fogg sin gritar más que antes.

      Picaporté apareció.

      Es la segunda vez que os llamo dijo el señor Fogg.

      Pero no son las doce respondió Picaporte sacando el reloj.

      Lo sé, y no os reconvengo. Partimos dentro de diez minutos para Douvres y Calais.

      Al rostro redondo del francés asomó una especie de mueca. Era evidente que había oído mal.

      ¿El señor va a viajar? preguntó.

      Sí respondió Phileas Fogg . Vamos a dar la vuelta al mundo.

      Picaporte, con los ojos excesivamente abiertos, los párpados y las cejas en alto, los brazos caídos, el cuerpo abatido, ofrecía entonces todos los síntomas del asombro llevado hasta el estupor.

      ¡La vuelta al mundo! dijo entre dientes.

      En ochenta días respondió míster Fogg . No tenemos un momento que perder.

      ¿Y el equipaje? dijo Picaporte, moviendo, sin saber lo que hacía, su cabeza de derecha a izquierda y viceversa.

      No hay equipaje. Sólo un saco de noche. Dentro, dos camisas de lana, tres pares de medias, y lo mismo para vos. Ya compraremos en el camino. Bajaréis mi “mackintosh” y mi manta de viaje. Llevad buen calzado. Por lo demás, andaremos poco o nada. Vamos.

      Picaporte hubiera querido responder, pero no pudo. Salió del cuarto de míster Fogg, subió al suyo, cayó sobre una silla, y empleando una frase vulgar de su país dijo para sí:

      ¡Esto sí que es … ! ¡Yo que quería estar tranquilo!

      Y maquinalmente hizo sus preparativos de viaje. ¡La vuelta al mundo en ochenta días! ¿Estaba su amo loco? No… ¿Era broma? Si iban a Douvres, bien. A Calais, conforme. En suma, esto no podía contrariar al buen muchacho, que no había pisado el suelo de su patria en cinco años. Quizás se llegaría hasta París, y ciertamente que volvería a ver con gusto la gran capital, porque un gentleman tan economizador de sus pasos se detendría allí… Sí, indudablemente; ¡pero no era menos cierto que partía, que se movía ese gentleman, tan casero hasta entonces!

      A las ocho, Picaporte había preparado el modesto saco que contenía su ropa y la de su amo; y después, perturbado todavía de espíritu, salió del cuarto, cerró cuidadosamente la puerta, y se reunió con míster Fogg.

      Míster Fogg ya estaba listo. Llevaba debajo del brazo el “Brandshaw’s Continental Railway, Steam Transit and general Guide”, que debía suministrar todas las indicaciones necesarias para el viaje. Tomó el saco de las manos de Picaporte, lo abrió, y deslizó en él un paquete de esos hermosos billetes de banco que corren en todos los países.

      ¿No habéis olvidado nada? preguntó.

      Nada, señor.

      Bueno; tomad este saco.

      Míster Fogg entregó el saco a Picaporte.

      Y cuidadlo añadió . Hay dentro veinte mil libras.

      Por poco se escapó el saco de las manos de Picaporte, como si las veinte mil libras hubieran sido oro y pesado considerablemente.

      El amo y el criado bajaron entonces, y la puerta de la calle se cerró con doble vuelta.

      A la extremidad de Saville Row había un punto de coches. Pilileas Fogg y su criado montaron en un “cab”, que se dirigía rápidamente a la estación de Charing Cross, donde termina uno de los ramales del ferrocarril del Sureste.

      A las ocho y veinte, el “cab” se detuvo ante la verja de la estación. Picaporte se apeó. Su amo le siguió y pagó al cochero.

      En aquel momento, una pobre mendiga con un niño de la mano, con los pies descalzos en el lodo, y cubierta con un sombrero desvencijado, del cual colgaba una pluma lamentable, y con un chal hecho jirones sobre sus


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