Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva PalacioЧитать онлайн книгу.
y tomó la luz.
«Abrimos la tienda, y un comisario de la Inquisicion seguido de ocho ó diez familiares cubiertos con sus capuchones, estaban en la calle, traian varios faroles y se habian detenido ocupados en levantar las piedras que formaban el quicio de una de las puertas. Hicieron una seña á mi amo que se detuvo mientras terminaba la operacion.
«Levantaron algunas piedras, rascaron un poco la tierra, y mi amo dió un grito de espanto: un Santo Cristo grande de bronce estaba allí enterrado, precisamente en el lugar por donde entraban los marchantes.
—«¿Don José de Abalabide?—dijo con voz solemne el comisario del Santo Oficio.
—«Yo soy—dijo temblando mi amo.
—«Dese preso á la Inquisición.
«Mi amo quedó preso entre dos familiares, y los demas se entraron á registrar la casa, llevándome en su compañía.
«En el cuarto de mi amo, en un rincon, se encontró otro Cristo de madera grande con huellas de golpes y algunas disciplinas de alambre cerca de él, todo tirado en el suelo, y el Cristo aún sucio en el rostro, como de señales de salivas.
«En lo demas de la casa, nada: yo noté con asombro que solo Clara estaba allí, y que Luisa habia desaparecido.
«Un depositario se encargó de todo en nombre de la inquisicion; se pusieron los sellos del Santo Oficio en todas las puertas y ventanas, en todos los cajones y armarios, y mi amo y Clara, y yo, fuimos conducidos presos.
«Luisa estaba en mi pensamiento, sobre toda preocupacion, y al salir, acercándome á Clara, deslizé en su oido estas palabras:
—«¿Y Luisa?
—«Nada sé—me contestó.
—«Agaché la cabeza, y seguí á los familiares que me llevaban.»
XIV.
En que el negro continúa su historia.
«LLEGAMOS á las cárceles del Santo Oficio, y allí nos separaron á los tres.
«Algunos dias trascurrieron sin que se ocuparan de mí; al fin me sacaron á dar mi declaracion.
«Preguntáronme si era esclavo y cristiano—y contesté—que sí.
«Despues me interrogaron—¿si sabia que mi amo en las noches azotaba un Crucifijo y le escupia el rostro, y si sabia que en una de las puertas de la tienda habia enterrado otro Crucifijo, y á los que entraban por esa puerta, y pasando sobre él, les daba los efectos mas baratos; y mas caros á los que penetraban por la otra?
«Nada de esto sabia yo, y debieron conocer mi inocencia en mi rostro, y mis respuestas, porque me dieron libre mandando que fuese yo vendido para ayudar con mi precio los gastos del proceso de mi amo; además, como todos sus bienes estaban confiscados, era la suerte que debia caberme.
«Caminaba yo conducido por dos empleados encargados de llevarme al lugar en que debia vendérseme, cuando al atrave sar la Plaza principal vimos venir hácia nosotros dos mulas desvocadas que arrastraban una carroza: el cochero debia de haber caido, porque los animales iban solos.
«A medida que se acercaban oiamos grandes gritos, y por fin percibimos un caballero anciano y una niña que dentro de la carroza venian, y que sacando por ambos lados la cabeza imploraban auxilio, que nadie se atrevia á darles.
»No sé lo que sentí en aquel momento. Si moria por darles auxilio, me libertaba de una vida que, sin esperanzas de volver á ver á Luisa, me era insoportable: si salvaba aquellas dos vidas, Dios me lo tomaria en descargo del pensamiento de quitar la suya á mi amo, que era el punzante remordimiento de mi corazon.
«El carruaje venia muy cerca: me desprendí de los que me llevaban y me lanzé á su encuentro.
«El choque fué tan violento que perdí casi el sentido; pero me aferré instintivamente á las orejas de una de las mulas: desde muy niño he alcanzado una poderosa fuerza fisica, y en aquel momento apelé á toda la que Dios me habia concedido.
«La mula quiso desprenderse de mí, sacudió la cabeza y se detuvo conteniendo á su compañera, y luego comprendiendo tal vez que no podia luchar, se humilló y la carroza quedó parada.
El anciano bajó inmediatamente y sacó en sus brazos á la niña casi desmayada. Aquel señor y aquella niña eran Don Juan Luis de Rivera y su sobrina Doña Beatriz, mi ama y señora.
«Los curiosos se rodearon y se encargaron de las mulas.
Los empleados del Santo Oficio llegaron golpeándome con unas varas.
—¡Ladron!—me dijo uno—tú quieres robar al Santo Oficio; tú no te perteneces ni te mandas: si te han matado las mulas ó te han lastimado, ¿con qué pagas el perjuicio de lo que pueden dar por tí? ladron, pillo: toma, toma, y me golpeaban con las varas.
—«Mi sangre hirvió al verme tratado así, y quizá hubiera causado mi perdicion, atacando á aquellos hombres, pero en estos momentos llegó el dueño del carruaje.
—«Haber—dijo—¿quién es el que ha detenido á las mulas?
—«Este esclavo que pertenece al Santo Oficio, y que le llevamos para vender.
—«¿Esclavo es y va de venta? Yo le compro: ¿cuánto vale?
—«Señor, tenemos órden de darlo por mil quinientos pesos; tal vez parecerá muy caro á su señoría, pero es fuerte, sano...
—«Le tomo, le tomo, y decidme si preferís venir conmigo á mi casa, ó dejármele llevar y enviar por el dinero luego.
—«Puede su señoría llevarle, que bien conocemos á Don Juan Luis de Rivera, abonado en todo el comercio de esta Nueva España.
—«Entonces le llevo, y ocurrid por el precio, y para que se tire la escritura de venta.
«Don Juan Luis de Rivera dejó la carroza que las mulas habian roto, y tomando del brazo á la niña echó á andar, diciéndome:
—«Síguenos.
«Y caminamos hasta la casa de la calle de la Celada.
«Allí me hicieron entrar, y Don Luis me preguntó mi vida: contéle lo que habia ocurrido en la Inquisicion, sin mencionar en lo absoluto nada de Luisa, y quedé como esclavo de la casa, pero como propiedad esclusiva de mi ama Doña Beatriz.
«Desde aquel momento mi esclavitud fué solo de nombre, y la dulzura del carácter de mi ama hizo para mí tan amable el yugo, como la libertad.
«Confesé á mi ama el interes que tenia por la suerte de D. José de Abalabide, y me permitió salir á la hora que quisiese de dia ó de noche, con el objeto de averiguar el fin que tendria; y además me permitió hacer cuanto fuera de su parte para inquirirlo.
«Usando de esta libertad iba yo algunos dias, y algunas noches, á dar una vuelta por el edificio en que estaban las cárceles, creyendo en mi ignorancia que podria yo así saber alguna cosa de Don José; pero las semanas y los meses trascurrieron y yo no lograba tener ni la menor noticia.
«Una noche que habia yo ido á rondar por la Inquisicion, andaba por la orilla de la acequia de la traza que queda á la espalda del convento de Santo Domingo. Habia una escasa claridad de luna, y alcancé á ver delante de mí á pocos pasos de distancia, á una muger que caminaba con un niño en los brazos.
«Mas adelante habia un caballo muerto que devoraban muchos perros hambrientos: la muger pasó cerca de ellos, y apenas la sintieron todos ellos como rabiosos se arrojaron sobre ella. La muger espantada quiso huir, sin acordarse sin duda de la acequia, y cayó al agua desapareciendo casi en el momento.
«Yo