Hamlet. William ShakespeareЧитать онлайн книгу.
quiere matar al usurpador y asesina a Polonio; el rey Claudio trama la muerte de Hamlet y caen en la trampa sus mensajeros. Todas las maquinaciones ceden a un designio más poderoso que el individual. Hamlet lo reconoce gravemente, cuando le dice a Horacio:
There’s a divinity that shapes our ends,
Rough-hew them how we will.4
Mientras tanto, la vindicta de Hamlet se cumple, mas no por su impulso, ya que un mero accidente lo conduce a realizarla. Su mano, ya casi sin vida, ejecuta un mandato del destino que ya ha aprisionado a todos en su invisible tejido. El duelo con Laertes desencadena la hecatombe, y es ésa la más reflexiva de sus acciones. ¿Por qué va Hamlet al desafío?, ¿para demostrar a Laertes su arrepentimiento?, ¿para probar su amor hacia Ofelia?, ¿para decidir la apuesta del rey Claudio? Este acto de arrojo nada tiene que ver con el verdadero motivo de su obsesión: la venganza; más aún, es un ardid criminal del monarca usurpador. Pero por aquel instante de energía, repentino y fortuito, se verifica su propósito. ¿Y hasta qué punto ha sido el mismo destino, entonces, el que una vez y otra ha ido postergando la vindicta de Hamlet? El papel del fatum está tan inmerso en la hosca personalidad del príncipe, que se ha perdido ese punto de vista para estimar a la obra sólo como una tragedia del carácter.
Hamlet expresa confusiones inconscientes, fuerzas regresivas, un mundo subterráneo que no logra aflorar. El príncipe danés es un personaje inmaduro, se ignora a sí mismo, y en la búsqueda de su equilibrio y de su conocimiento, revela algunos de los matices más esquivos del espíritu. Hamlet se desdobla, es a la vez actor y espectador de sus actos o de sus inacciones. Sus monólogos expresan su inevitable silencio, su abismal soledad en una atmósfera que lo agobia. Su pena se hace dolor del mundo y piensa en el suicidio, si las leyes divinas no lo impidiesen. Los soliloquios le ayudan a afirmarse en su espíritu, para apartarse de ese contorno de bajeza.
La irresolución es el rasgo principal del carácter de Hamlet.5
Su patética debilidad es tan recóndita, que la obra, rica en acontecimientos y aventuras, cuando se la piensa, suscita una impresión primaria de aplastante inmovilidad. Esa sensación desconcertante tiene quizás explicación, pues aunque en la obra acontecen muchos sucesos, la vida aparece en ella como fuera de quicio, impedida, desbaratada. Los planes del sino —expresados en el mensaje del fantasma— son contrariados por Hamlet, y la fatalidad no admite que nadie se le interponga.
Hay una lenta transición entre el pensar y el actuar; poco a poco la acción envuelve a Hamlet y le dicta sus mandatos. Pareciera que todo ocurre sin su participación, pero él es el único poseedor de la verdad completa. Todo se convulsiona y Hamlet permanece estático, agitado sólo por su razón. Contribuye a dar esa impresión el hecho de que el conflicto real del príncipe, aunque lo suscitan causas externas, en realidad se confina en su propio yo. Hamlet no dialoga, habla consigo mismo. Es un abstraído, usa una lengua a menudo incomprensible, pues en sus palabras está cifrado el enigma. De ahí que su dramatismo surja, más que del choque con los otros, de su conflicto íntimo. Sus monólogos son verdaderos diálogos en que un Hamlet habla a otro Hamlet. Eso explica que los momentos de más henchida dramaticidad sean aquellos en que el Hamlet del “ser” enfrenta al del “no ser” en una horadante batalla interior.
Su misión es para él mucho más universal que la simple venganza. El llamamiento del fantasma paterno lo incita a purgar la culpa, y aunque maldice su destino, asume resuelto la tarea. Siente que el mundo está fuera de quicio y que él ha sido llamado a ordenarlo. Aquí confluye su tragedia personal con el papel de la fatalidad. Él es una criatura extraviada en esa época de efervescencia, de embriaguez y desborde; en vano buscará conducir a los hechos, porque hay algo más fuerte que los dirige.
En su soledad, en su terca afirmación de virtud —sin recaer en interpretaciones aventuradamente alejadas del texto— es posible ver cómo Hamlet proyecta una luz sobre épocas que están más allá de la suya. Es personaje nuevo: su ámbito no es la batalla, la acción, la lucha física. Es un héroe que maneja armas ingrávidas, palabras apenas, fuerzas del espíritu y de la inteligencia. Por eso está aislado en el corrupto Estado de Dinamarca: es la razón lúcida condenada por la vanidad, la violencia y el desenfreno sensual, pero al fin vencedora.6
Hamlet siente que su presencia no es estéril, que algún papel representa en esa lucha: su solo conocimiento es ya acción, aunque no lo comprendan las criaturas que lo circundan. Su venganza no es un acto de intrepidez —él sabe que no podrá encontrar alivio al ejecutarla—, antes constituye un sacrificio. Su fingida locura es el método para indagar la verdad: eso le permitirá replegarse más, velar su secreto, elegir su momento. Hamlet habla bajo el disfraz de la locura, y acaso el poeta habla bajo el disfraz de Hamlet: la condición humana, la corte, las mujeres, la vanidad, los vicios, todo lo que nos concierne más íntimamente es tamizado en sus quemantes aforismos.
En el soliloquio que cierra el acto segundo, cuando Hamlet ha preparado ya la representación de El asesinato de Gonzaga para poner a prueba los datos de la sombra, él mismo advierte que se trata de un mero recurso dilatorio, una manera de encubrir sus vacilaciones. Se insulta, se llama vil, miserable, falto de voluntad. Clama venganza y grita su cobardía en palabras reveladoras:
Prompted to my revenge by heaven and hell,
Must, like a whore, unpack my heart with words,
And fall a cursing, like very drab,
A scullion! 7
Desahogo mi corazón con palabras... He ahí su drama: todo se diluye en espirales meditativas, en discursos complejos. Su voluntad le manda: ¡venganza!, pero su cerebro la posterga, la somete a finos cernidores. Por eso, cuando ve marchar a los soldados de Fortinbrás alegres hacia la muerte por un día de gloria,8 y él, infamado, no se decide a la acción, vuelve a incriminarse su pasividad con cruel dureza.
Hamlet es un enfermo de irresolución. Matar, vengar al rey difunto, poner orden en la tremenda injusticia, le hubiese devuelto la calma, pero se sondea, reviste con palabras su pobreza de acción. Quiere refugiarse en el olvido del sueño, pero aun así le sobrecoge la posibilidad de que en el dormir profundo del no ser lo acosen las sombras del ensueño. Hasta de la muerte recela, pues también es incógnita. Ni siquiera en esa perspectiva encuentra paz su conciencia.9
Hamlet, sin embargo, no es sólo circunspección e inteligencia. Hay en él una energía virtual, reprimida. La escena con la madre lo muestra feroz con su diatriba; en acción rápida sacrifica a Polonio; junto a la tumba de Ofelia, enfrenta a Laertes con bravo arrojo; no vacila en ir al certamen con el mismo Laertes. Al final de la tragedia ya no titubea: afirma su amor por Ofelia, elogia la audacia, al contar sus peripecias al fiel Horacio, y cuando la obra está a punto de llegar a su horrendo desenlace, encuentra que la osadía sirve mejor que los planes discretos.10 Experimenta visible gozo al referir a Horacio el ataque de los piratas, la artimaña con que frustró el ardid del rey Claudio, las aventuras de su regreso a Dinamarca. Parece contento por haber dejado que brotara su reprimido amor por Ofelia. Su conducta no es lastimera; aunque su dolor esté replegado en su alma, hay siempre algo de arrogancia en su comportamiento.
Hamlet vive en un mundo de sueño y con la máscara de la locura parece ahondarse el aislamiento de su alma. Se envuelve en discursos como en un manto protector. Las palabras son la razón de su existencia, el tónico para su voluntad, al mismo tiempo que la causa de su extravío. Los críticos han reiterado la circunstancia de que Hamlet sea el personaje de Shakespeare que ha hablado