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No te daré mi voto. Miguel Ángel Martínez LópezЧитать онлайн книгу.

No te daré mi voto - Miguel Ángel Martínez López


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Isidro Jarabo relajándose un poco−, si en una familia varios trabajan en la empresa, incluyo en la lista al más joven, creo que es lo más justo, dentro de la injusticia. Para los demás, si no hay ningún expediente disciplinario, que son la mayoría, pues a ojo, por intuición, sin más criterio que si echara una moneda al aire. Dos tercios se quedan y un tercio se va. Esas son las órdenes, por ahora.

      Isidro Jarabo apartó el plato de paella a medio terminar. El tema de la conversación le había quitado el apetito.

      −¿Por qué estábamos hablando de esto? −Preguntó a su amigo, buscando una buena excusa para salir de ese tema.

      −Hablabas de una entrevista con un tipo curioso− le recordó Agustín.

      −Sí, ya recuerdo. El único, hasta ahora, que ha levantado un poco la cabeza en medio del rebaño.

      −¿Cuál ha sido tu informe?

      Isidro tardó unos segundos en responder.

      −Prescindible.

      Agustín se estiró como un resorte, sorprendido por la respuesta de su amigo, que entendió claramente el gesto como un reproche.

      −Estoy seguro de que ese chico sufriría cada día más si se queda en este infierno. Creo que con esto le doy la oportunidad de buscar algo mejor.

      Todos los lunes, Moisés, camino del trabajo, se acercaba a la parroquia para recoger el dinero de los cepillos del fin de semana e ingresarlo en el banco. Tenía bastante confianza con don Pedro, el viejo párroco, y le hacía el favor de evitarle el trámite. Ese lunes, Moisés llegó un poco antes a la iglesia y estuvo arrodillado unos minutos antes de entrar en la sacristía, donde el párroco preparaba todo para la misa de las ocho.

      −¿Qué tal don Pedro? ¿Dónde están los millones?

      −¡Eso me gustaría saber a mí! Si te vale con las treinta mil pesetas de este fin de semana, las tienes ahí. ¿Cómo te va todo?

      −Sobreviviendo. Esperando a que el banco decida si cambio de trabajo.

      −No te agobies, sabes que la mano de Dios lleva a los que confían en él.

      −Sí, pero el banco no está entre los que confían en él −Moisés recogió el paquete cargado de monedas y ya se marchaba cuando le contestó el viejo sacerdote.

      −Dios es más fuerte que un banco. Seguramente, si los salmistas hubieran conocido a los bancos modernos hubieran escrito algo así como “Más poderoso que los bancos es el Señor”.

      −Pero para eso hace falta mucha fe −respondió Moisés mientras se alejaba.

      En la estrecha carretera los coches se amontonaban. Sus conductores miraban repetidamente sus relojes, estiraban sus cuellos intentado otear la marcha de la caravana. Las ocho y cuarenta y tres. Arturo se movía nervioso frente al volante de su SEAT Ibiza azul. Llegaba tarde al trabajo. Un desgarrador chirrido le llegó por la espalda. Él se encogió esperando un golpe, pero sólo llegó el ruido del crujir de la chapa y cristales estallando. Echó un vistazo por el retrovisor mientras oyó un segundo golpe. Uno de los coches que veía por su espejo se zarandeo bruscamente. Bajó rápidamente del coche. Tres vehículos más atrás había sido el choque. El ocupante del último salía pálido como un muerto. El penúltimo lo ocupaba una chica que se mantenía quieta con la cabeza sobre el volante. Del siguiente, que había recibido el coletazo del impacto, apareció un hombre joven lanzando maldiciones. El causante del accidente casi no acertaba a hablar, pero intentaba desesperadamente entender el daño que había producido a la mujer, inmóvil, que permanecía agarrada al volante.

      −¿E..está usted bien? Hay que llamar a una ambulancia. Lo siento…

      La chica le hizo un gesto con la mano para que esperara, levantó la cabeza intentando contener los nervios, con el rostro contraído por el llanto que le anudaba la garganta.

      Con Arturo se congregaron algunos curiosos.

      −¿Alguien puede llamar al 112?

      −Sí, yo tengo un móvil.

      −¡Ese criminal se olvidó de frenar! ¿Es que no vio que estábamos parados?

      −Es que no es normal estar parados en medio de una carretera.

      −¿Qué no es normal? ¡Pues así estamos todos los días!

      La chica rompió a llorar ruidosamente mientras se cubría el rostro. Varios coches se habían incorporado a la accidentada caravana y sus conductores se bajaban para ver lo ocurrido. Arturo se acercó a la joven que seguía llorando.

      −¿Está herida, señorita? Será mejor que no se mueva hasta que vengan los servicios médicos. Por precaución, ya sabe. Quite la llave de contacto e intente relajarse.

      Ella obedeció sus órdenes y eso le liberó de su confusión, se recostó en el asiento y miró hacia su interlocutor.

      −Muchas gracias, ya estoy más tranquila.

      Los otros conductores seguían sus comentarios en corros, contándose repetidamente lo mismo.

      −Si hubieran construido la avenida, aquí habría dos o tres carriles y no este embudo.

      −Venía como loco, ni frenó ni nada.

      −Yo le vi venir y ya me dije, éste no para, no le da tiempo.

      −Hace diez días, lo mismo, pero cinco coches porque llovía.

      −Hasta que maten a alguien, entonces verás como corren para arreglar esto.

      −¿Qué ha ocurrido con el tema de la avenida?− El almuerzo había llegado a los postres y la conversación había derivado a asuntos de la política local. Isidro intentaba ponerse al día de los vaivenes municipales.

      −Nada −respondió Agustín−, nunca pasa nada. Ese es el problema. Esa avenida tenía que estar construida hace diez años, antes de urbanizar la zona, pero las rencillas entre el Ministerio, la Junta y el ayuntamiento han paralizado los tres o cuatro acuerdos que se han ido alcanzando, incumpliendo y olvidando, sistemáticamente, durante todos estos años. El alcalde tiene una reunión con el consejero el próximo martes, pero yo ya sé que será inútil. Tengo un amigo en la oposición que me contó que, entre amigos, el consejero había dicho que por encima de su cadáver, que nunca va a darle ese triunfo al alcalde porque es un inútil y un chulo.

      −Poderosos argumentos.

      −Esos son los argumentos habituales en la política municipal. También en la nacional, pero ésta es en la que ahora yo estoy más metido. En estos momentos hay más de mil familias viviendo en un barrio que depende de una vieja y saturada carretera convertida en calle. Todos los días se torturan con un atasco al salir y otro al llegar. Y por si fuera poco, el atasco se suele formar después de una curva a la que los forasteros llegan después de tres kilómetros de bajada, normalmente más rápido de lo permitido y se encuentran el pastel antes de poder frenar. El otro día le dije a un concejal de la oposición que la ciudad necesitaba una solución a ese problema, y ¿sabes lo que me contestó? –Isidro le miraba con los ojos muy abiertos– Que lo que necesita esta ciudad es un cambio en la alcaldía −Agustín calló un momento mientras miraba fijamente a su amigo arqueando las cejas. Tras unos segundos de silencio, prosiguió−. Eso es lo que te encuentras en política. El objetivo es destruir al otro, no construir un mundo mejor. Tú te quejas de tu empresa, pero al menos ellos lo hacen por dinero, estos lo hacen por el deseo de poder. Son unos muertos de hambre llenos de ambición. No sé qué será peor, si la avaricia o la ambición.

      La sala de profesores del Instituto estaba casi vacía y los últimos profesores salían ya para sus clases. Arturo entró rápidamente, dejó el abrigo y alcanzó a Gema, la última profesora que abandonaba la sala.

      −Arturo, llegas tarde y habíamos quedado para ver qué hacíamos en la semana cultural −le reprochó Gema sin apenas mirarle.

      −Tienes razón, perdona, ha sido por un accidente en la carretera,


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