Tu rostro buscaré. Fundación José RiveraЧитать онлайн книгу.
impulso interior del Espíritu Santo. En la moción de Cristo Cabeza la iniciativa no es nuestra. Y también el aumento de las virtudes es también un don de Dios. Así todo en la vid cristiana procede de Dios por la acción del Espíritu Santo, pues con respecto a Jesucristo sólo podemos recibir.
Como una manera de ilustrar esta iniciativa divina en la que insistía continuamente, recuerdo la homilía de final en mi curso de espiritualidad, el curso 1983-84; en esa homilía nos contó dos historias, de las que ahora les voy a contar una, pues dejo la segunda para el final. Nos quiso ilustrar esta iniciativa de la gracia divina en la vida cristiana con la historia de un concurso de vagos: nos contó que había un concurso de vagos, y se presentaron unos cuantos y cada uno tuvo que contar su historia; el que ganó el concurso había contado la historia de mayor vagancia y al final le dicen que tiene que pasar a recoger el premio, y él responde: “No, a mí que me entren. Yo no entro, que me entren”. Y decía don José: ésa es la vida cristiana, que consiste en dejarnos llevar por el Espíritu Santo, dejarnos mover por él, como nos recuerda tantísimas veces la Palabra de Dios. Está bien claro en la Palabra divina y en el magisterio de la Iglesia, pero el testimonio de don José hacía entender que lo que dicen ambos es real, no son solamente ideas o frases.
“Sin mí no podéis hacer nada” dice Jesucristo en el capítulo 15 de san Juan. Quienes no lo vivimos, lo tomamos como una palabra que no se corresponde con la vida. Es verdad que lo dice el Señor en el Evangelio, pero planteamos nuestra vida como si pudiéramos actuar sin Él, como si fuéramos nosotros los artífices, los protagonistas, los sujetos de nuestra vida cristiana. “Los que se dejan mover por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” dice san Pablo; pues don José enseñaba a entender y a vivir que realmente somos movidos, que la iniciativa de la vida es la iniciativa de la gracia.
Cuando él explicaba en clase las virtudes infusas, recordaba que hay dos opiniones teológicas. Una es la opinión de Santo Tomás de Aquino –a quien él seguía en muchísimas, en casi todas o en todas sus enseñanzas–: santo Tomás de Aquino opina –y así pensaba también don José– que todas las virtudes cristianas son infusas. Es de fe que las que llamamos las virtudes teologales –la fe, la esperanza y la caridad– son infusas, pero no es de fe que también las virtudes morales lo sean; esta doctrina tomista sobre las virtudes morales infusas, don José la veía totalmente coherente con la manera de entender y plantear la vida cristiana como totalmente receptiva de la acción de Dios. San Pablo dice: “qué tienes que no hayas recibido”. Todo lo que podemos, lo que hacemos, lo estamos recibiendo de Dios, porque es Él –recuerda también San Pablo– “quien activa en nosotros el querer y el obrar para realizar su designio de amor”.
La fe nos dice que, realmente, si algo podemos, a Dios se lo debemos. Que si podemos rezar, creer, amar, perdonar, si podemos confiar en Dios, si podemos experimentar arrepentimiento de nuestros pecados, si podemos desear a Jesucristo, lo estamos recibiendo. No tenemos nada, no podemos hacer nada, que no estemos recibiendo. Es la primacía absoluta de la iniciativa de la gracia de Dios.
PRINCIPALIDAD DE LAS VIRTUDES TEOLOGALES
En tercer lugar, querría hablar de la principalidad de las virtudes teologales. Cuando don José enseñaba cómo vivir la vida virtuosa y crecer en ella, centraba la vida cristiana en la fe, la esperanza y la caridad, las virtudes teologales. Recuerdo haberle escuchado más de una vez hablar de esto en la preparación de la confesión. Él recordaba cómo el catecismo que muchos de nosotros que estudiamos de pequeños hablaba de los cinco actos para prepararse a confesar: el examen de conciencia, el dolor de los pecados, el propósito de la enmienda, el decir los pecados al confesor y el cumplir la penitencia. Y decía que no hiciéramos mucho caso, no porque esos actos no tengan sentido, sino porque no son los principales. Así decía que tendemos a hacer de la confesión un ejercicio de las virtudes morales, olvidando que lo principal en la confesión –como en todo en la vida cristiana– son las virtudes teologales. Es imposible tener arrepentimiento, contrición, dolor de los pecados y propósito de la enmienda, si no partimos de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.
Por lo tanto –decía– hay que hacer de la preparación a la confesión un ejercicio de las virtudes teologales. En primer lugar, de la fe: no darla por supuesta, recordarla, actualizarla –tantas veces hablaba él de la actualización de la fe–. Actualizar la fe significa caer en la cuenta de que el protagonista de la confesión es Jesucristo y con él el Padre y el Espíritu Santo; que la iniciativa es de ellos y el deseo de perdonarnos es de ellos; que la acción es suya, que si nosotros queremos confesar, si podemos reconocer nuestros pecados, si podemos dolernos de ellos y tener esperanza en el perdón, es porque las personas divinas lo están poniendo en nosotros.
Además hay que hacer de la confesión un acto de esperanza unida a la fe. Por la fe sabemos que el perdón es el ofrecimiento de la gracia de la renovación real de nuestra vida, no una mera disculpa de lo que hemos hecho mal, no un hacer la vista gorda y permitirnos volver a empezar, como decimos a veces. El perdón que Jesucristo nos ofrece es la gracia de una restauración, de una renovación de nuestra vida.
Y también preparar la confesión desde la caridad, desde la certeza de ser amado, de que se hace presente para nosotros en el sacramento de la confesión el mismo amor con el que Jesucristo subió al leño cargado con nuestros pecados; y dejar que se apodere de nosotros la gratitud y el asombro. Y a partir de ahí, y solo a partir de ahí, brotará en nosotros el dolor de los pecados, el propósito de la enmienda, el decir sinceramente los pecados al confesor y el cumplir la penitencia.
Por tanto, lo principal en la vida cristiana son las virtudes teologales y las virtudes morales son el fruto y la consecuencia de ellas y no son el centro de la vida cristiana. Releía hace poco, en un libro del cardenal Daniélou esta frase que me recordaba a esta enseñanza de don José: “No seremos juzgados por las virtudes morales, sino por las virtudes teologales”.
Además de esta principalidad de las virtudes teologales, don José hablaba de la radicalidad en la fe. Dentro de estas tres virtudes principales en la vida cristiana, la fe es la raíz y el principio de la santidad, la raíz y el principio de la vida cristiana. Toda la vida cristiana brota de la fe. Lo ilustra la frase que San Pablo toma del profeta Habacuc del Antiguo Testamento: “El justo vivirá por su fe”. No basta con tener fe, sino que es necesario vivir de la fe. Como decía don José, usando una analogía: No basta con tener inteligencia, sino que hay que usarla, hay que vivir inteligentemente. Una persona que tiene una gran capacidad intelectual, en muchos momentos de su vida puede vivir tontamente, estúpidamente, porque no pone en juego su inteligencia a la hora de tomar decisiones, en sus juicios, en sus reacciones. No basta con que tenga inteligencia, sino que tiene que usarla, vivir inteligentemente. De modo semejante no basta con tener fe, sino que es necesario vivir de la fe.
La principalidad de la fe con respecto a las demás virtudes, la ilustraba él a propósito de la caridad. La caridad, siendo la cumbre de las virtudes, como la recuerda San Pablo en la primera carta a los corintios: “Quedan tres: la fe, la esperanza y la caridad. La más grande es la caridad”. Pasará la fe, pasará la esperanza, la caridad permanecerá para siempre. Siendo pues la caridad la virtud culminante de la vida cristiana, es con respecto a la fe una virtud consecuente: no podemos tener caridad, no podemos crecer en caridad, si no es desde la fe. Y recuerdo haberle escuchado a él este ejemplo, esta aplicación práctica a propósito de la relación entre la fe y la caridad: ¿cómo crecer en caridad hacia alguien por quienes nos sentimos ofendidos o que nos cae sencillamente antipático? Decía él que no se trata del esfuerzo de la voluntad, que no va a conseguir nada, diciéndose uno a sí mismo: “¡tengo que tener caridad, tengo que amarlo con caridad, tengo que superar la antipatía!”. La caridad no nos la damos a nosotros mismos, no nos la aumentamos a nosotros mismos, por mucho que nos empeñemos, por mucho que nos concentremos, pues por mucho esfuerzo que hagamos tenemos la caridad que tenemos. Se trata de recibirla de Dios. ¿Y cómo la recibimos de Dios? Partiendo de la fe, parándonos, deteniéndonos a mirar con fe a aquellas personas que queremos amar con caridad. Cuando hay una persona por la que nos hemos sentido ofendidos dejamos que se haga presente la luz de la fe la verdad de esa persona, es decir, miramos quién es para Jesucristo, para que podamos compartir la mirada que Dios tiene hacia esa persona, que podamos recordarnos que puede habernos