Los libertadores. Gerardo López LagunaЧитать онлайн книгу.
Cuando Raquel procedió a soltar el pelo, Edita no pudo evitar que dos generosas lágrimas corrieran por sus mejillas. Don Ángelo se dio cuenta, se acercó y le puso la mano en la cabeza, de modo cariñoso, mientras le decía:
-Edita, acuérdate, «cortar las amarras»... y en tu caso -le sonrió alegremente- es casi una realidad que se puede tocar, ¿verdad?
La chica también sonrió a Don Ángelo. Éste le siguió diciendo:
-No te preocupes... te crecerá otra vez, antes de lo que imaginas.
Por último le tocó el turno a Raquel. Cuando Yuri terminó, Rodín recogió los cabellos de manos de las muchachas y salió fuera para echarlos en el hoyo. Yuri le pasó las tijeras a Tasunka y le dijo:
-Es mejor que se lo cortes tú a las niñas.
Tasunka asintió, se levantó y dirigiéndose a los niños, que miraban curiosos cómo Rodín echaba el pelo en el pequeño agujero, les dijo a Marinova y a Sara:
-Ahora os toca a vosotras, como a las mayores... Es que vamos a plantar un árbol de pelo.
Voilov preguntó:
-¿Sí? Y eso ¿qué es?
Tasunka se acercó a Marinova y a Sara:
-Tú, Sara, a lo mejor no te acuerdas, pero Marinova tiene que recordarlo. Cuando vinieron aquellos dos señores que trajeron a José, ¿recuerdas cómo tenía la cabeza uno de ellos? ¿a que no tenía pelo?
Voilov, que se acordaba, se rió y dijo:
-Sí... parecía un culo...
Y todos se rieron, incluidos los pequeños que no podían acordarse de nada. Tasunka intervino:
-Voilov, no seas guarro. Mirad, cuando crezca el árbol de pelo ese señor podrá cortar todo el que quiera para su cabeza.
Las niñas actuaron con despreocupación. Tasunka no sabía si las había convencido o es que sencillamente no les importaba que las tijeras pasaran por sus cabezas...
Mientras, en el interior de la choza, Don Ángelo procedía a dar instrucciones a Tonino y a los de su grupo. El rollo que estaba desplegado encima de la mesa era un mapa rudimentario, con una ruta señalada con bastante claridad. Don Ángelo lo guardaba desde hacía muchos años, en previsión de alguna circunstancia por la que tuvieran que abandonar el lugar en el que vivían.
La marcha del grupo de los niños iba a ser larga. La ruta indicada en el mapa conducía a los Pirineos, concretamente al monte Vignemale. Las indicaciones no culminaban ahí sino que señalaban también la ubicación del monasterio de Nuestra Señora de Lourdes, cuyo abad, el Padre Bernard, era un viejo amigo de Don Ángelo.
El monasterio existía desde mucho antes de la destrucción de la gruta de Lourdes, y tenía otro nombre; pero nadie se acordaba ya de aquella antigua denominación... Días antes de la voladura de la gruta, uno de los que iban a participar en la acción, cumpliendo órdenes -como siempre-, sintió escrúpulos, y en una taberna, borracho, lo contó compungido a un desconocido con el que se sentó para descargar sus penas. El hombre que recibió la confidencia, profundamente dolorido, quiso acercarse a lo que quedaba del santuario: ruinas y la gruta con la imagen todavía intactas. Había gente armada por el lugar, miraban a los escasos peregrinos con cierta indiferencia, alguno con desprecio. Aquel hombre vio a dos de los monjes del monasterio que ahora regía el P. Bernard. Estaban rezando en la entrada misma de la gruta. Les abordó y les contó lo que había dicho el soldado, una indiscreción providencial pues allí mismo aquellos tres hombres pensaron en hacer algo para salvar la imagen. En los dos días siguientes los monjes reclutaron a más voluntarios, incluido uno que puso a su disposición un pequeño camión. La noche del tercer día fueron llegando a la gruta; el vehículo estaba preparado muy cerca. Como habían convenido, seis de los conjurados, en tres parejas, habían recorrido el lugar unas horas antes entablando conversación con los escasos soldados que se aburrían en medio de aquel paraje ruinoso. Les regalaron vino en abundancia, y en poco tiempo todos, sin excepción, estaban como cubas. Sin más problema tomaron la imagen, llenaron un cántaro del agua del manantial, echaron unas piedras y algo de tierra de la gruta en un saco, y se lo llevaron todo al camión. Los dos monjes y el dueño del vehículo emprendieron la marcha hasta el monasterio. Al día siguiente los soldados se dieron cuenta de la desaparición y para ocultar ante sus jefes su responsabilidad optaron por adelantar la voladura. Dijeron que fue un fallo del material explosivo que estaban instalando...
Aquel acontecimiento quedaba muy lejos en el tiempo, pero mostraba el poder de los pequeños gestos realizados en el corazón mismo de las grandes épocas desastrosas. La imagen se veneraba desde entonces en aquel monasterio al que poco después daría nombre. Hasta hoy.
Cuando Don Ángelo llegó al lugar que ahora, años después y en cuestión de una hora aproximadamente abandonaría con todos aquellos muchachos y con los niños, pensó desde el principio en que debía prever dónde conducirlos en el caso de que tuvieran que marchar. Fue en una de las primeras visitas cuando encomendó a quienes le había traído a Miriam la misión de contactar con el abad Bernard para entregarle una carta en la que le narraba lo acontecido, cómo monseñor Virás le había encargado la custodia de aquellos niños abandonados y en la que le solicitaba asilo si fuera necesario. Meses después, cuando le entregaron a un pequeño vivaracho de origen africano al que llamaría Kizito, recibió la contestación generosa del P. Bernard. Entonces, Don Ángelo, que conocía bien toda aquella región, procedió a confeccionar el mapa, fiado de su memoria y de las informaciones que iba recibiendo de las personas que le traían a los niños.
Tonino escuchaba con atención, y los demás se ponían de puntillas o se agachaban para meter la nariz, a fin de ver ellos también el mapa y los movimientos de las manos de Don Ángelo sobre él.
-Mira Tonino, tenéis que llegar al istmo cuanto antes. Te voy a dar la brújula aunque ahora no os va a hacer falta; vais al sur, en línea recta, pero bordeando el mar... siempre, hasta llegar al istmo.
-Pero Don Ángelo, por allí hay pasos muy peligrosos... Lo digo por los niños...
-Ya lo sé, Tonino. Sois suficientes para encargaros de un niño cada uno. Iván ha dicho que se dirigían al este, justo en dirección del Aduar, pero si no bordeáis el mar tendríais que pasar por algunas zonas altas y peladas. No sabemos si esa gente va a hacer algún alto en el camino, o si van a cambiar sus planes... A pesar de las arboledas os podrían ver desde lejos. Aunque sea muy arriesgado es necesario que vayáis por la senda del mar. Cuando lleguéis a la altura del arroyo del oeste, donde cogieron a Bo, tened mucho cuidado...
-De acuerdo, Don Ángelo -respondió Tonino con resolución.
-Cuando crucéis el istmo, tenéis que seguir estas indicaciones. Usa la brújula... Los caminos están bien señalados, ¿lo ves?... Tenéis que evitarlos. Algunos de los poblados que ves aquí es posible que ya no existan...
Tonino escuchaba estas advertencias mientras en su interior se iban agolpando imágenes y pensamientos que le hablaban de un mundo hostil... al que no sabría hacer frente. Interrumpió a Don Ángelo para preguntarle tímidamente:
-¿Podremos contar con la ayuda de alguien? Quiero decir que si podremos confiar en alguien.
Don Ángelo se dio cuenta del temor del muchacho. Le pareció que Tonino tenía miedo por la responsabilidad encomendada, es decir, por el cuidado de los niños, sobre todo, y de sus compañeros.
-Tonino -le respondió Don Ángelo-, el mundo está lleno de contrastes y por eso también está lleno de bondad. Tú estás acostumbrado a tomar decisiones, todos estáis habituados a discutirlas en el Consejo de La Casa. Sabéis que en nuestra vida de aquí yo no tomo siempre decisiones por vosotros. Tonino, en este viaje también vais a tener que elegir qué hacer. Yo ahora sólo puedo daros consejos porque conozco ese mundo en el que os vais a adentrar.
Tonino volvió a interrumpir a Don Ángelo para preguntarle algunos detalles concretos:
-Debemos evitar también los poblados, ¿verdad?
-En