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El imperativo estético. Peter SloterdijkЧитать онлайн книгу.

El imperativo estético - Peter  Sloterdijk


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Ibid., pp. 111, 113 y 112.

      II

      EN LA LUZ

      El claro y la iluminación. Notas sobre metafísica, mística y política de la luz

      Omnia quae sunt lumina sunt.

      Metafísica como metaóptica

      El ser humano, el animal pensativo, puede dar razón de su existencia en la luz y el sonido del mundo porque se halla al frente de una evolución cósmica que puede interpretarse, de acuerdo con su nota esencial predominante, como un «ojo» audiovisual abierto al ser. El complejo de inteligencia que opera en la especie Homo sapiens, encarna el resultado de una evolución biológico-cognitiva improbable por aventurada. Esta culmina en la creación de seres vivos, cuya relación con el mundo circundante se materializa en una integración compleja, cerebralmente coordinada, de ojo, oído, mano y lenguaje. La posición especial del hombre en el cosmos es así un hecho que ya no sólo salta a la vista de los teólogos, sino más aún a la de los biólogos que indagan en las incógnitas de la apertura sensorial en los humanos al mundo. La primacía cognitiva del género humano en el conjunto de las especies naturales parece guardar relación, de una manera aún no del todo comprendida, con la primacía sensorial de lo audiovisual en el ser humano.

      El ecólogo de Harvard Edward O. Wilson ilustra estas consideraciones imaginándose que nos encontráramos en plena noche en medio de la selva tropical brasileña:

      De noche, la selva, oscura y silenciosa como la zona más interior de una cueva, es todo un experimento de deprivación sensorial durante la mayor parte del tiempo. La vida sigue allí en toda su abundancia. La jungla rebosa de ella, pero generalmente de una manera que queda fuera del alcance de los sentidos humanos. El noventa y nueve por ciento de los animales encuentra su camino por los rastros químicos que dejan en la superficie, nubes de olores que se esparcen por el aire o el agua, de olores emitidos por pequeñas glándulas ocultas que el viento difunde. Los animales son maestros en estos canales químicos, mientras que, en esto, nosotros somos perfectos idiotas. Pero somos genios del canal audiovisual, sólo igualados en esta modalidad por unos pocos y excéntricos grupos (ballenas, monos, aves). Nosotros esperamos a que amanezca, mientras que ellos esperan la caída de la noche; y como la visión y el sonido son prerrequisitos para la evolución de la inteligencia, sólo nosotros hemos conseguido reflexionar sobre cosas como las noches amazónicas y las modalidades sensoriales[1].

      Continuando con estas consideraciones, se puede decir que la inteligencia humana, especialmente en sus formas contemplativas y científicas, es un éxtasis de la audiovisualidad. La representabilidad del mundo en formas humanas de saber se funda en la modalidad especial de la vista –en lo que sigue, haré abstracción de los componentes auditivos de nuestra apertura al mundo–, que surgió cuando el hombre se apartó del curso de la evolución puramente biológica. No en vano, la gran mayoría de los filósofos de Occidente propusieron analogías ópticas para conceptuar la esencia del conocimiento y la razón de la cognoscibilidad del mundo. Mundo, intelecto y conocimiento se hallan en una relación similar a la de cuerpo luminoso, ojo y luz en la esfera física. Sí, incluso el propio«fundamento del mundo», Dios o una inteligencia focal creadora, era a veces representado como un sol activo e inteligible cuya radiación producía formas, cosas e intelectos, como un teatro de autoobservación, que todo lo abarcase, de una inteligencia absoluta en la que contemplar y crear fueran una misma cosa. Está así justificada la afirmación de que, debido a su constante fascinación por los motivos oculares, la metafísica occidental fue una especie de metaóptica. El filosofar posmetafísico sería entonces el intento de superar el idealismo óptico y devolver a la condition humaine la amplitud real de su apertura al mundo.

      El claro

      A la «luz» de una interpretación posmetafísica del modo humano de encontrarse en el mundo se aprecia que los seres humanos son animales adventicios –seres que sobrevinieron–. Esta es una idea clásica que aún no se ha pensado hasta el final, y cuyas anteriores formulaciones ya no satisfacen las necesidades del pensamiento contemporáneo. En la tradición judeocristiana se concibió la venida al mundo de la criatura humana como prueba de que el hombre fue originalmente engendrado por Dios; de ello resultó que el ser engendrado dentro del mundo era algo secundario respecto al original ser pasivamente puesto en el mundo. De hecho, el mundo cristiano medieval estaba más interesado en el orden y la permanencia que en el advenimiento de algo nuevo. La modernidad poscristiana, en cambio, realzó los momentos activos e innovadores en la relación humana con el mundo. Desplazó el acento de ser creado a la fuerza creadora del hombre mismo, de ahí que venir al mundo significara, desde la perspectiva moderna, ante todo producir el mundo al que «el ser humano» va a venir usando un poder adquirido; traer algo a un mundo en el que los sueños de la vida humanamente digna se realizan universalmente. En ambas antropologías –en la interpretación cristiana del ser humano como criatura y vasallo de Dios, y en la concepción moderna del ser humano ingeniero del mundo productor de sí mismo– se manifiestan visiones reducidas de la fundamental inspiración humana. La aventura de la especie adventiva no ha encontrado aún una adecuada autodescripción.

      El ser humano como ser adventicio es esencialmente un animal que viene de un interior. «Interior» significa aquí fetalidad, no manifestación o latencia, retiro, agua, familiaridad, recogimiento y domesticidad. Su venir al mundo debe entonces entenderse de cinco maneras distintas: ginecológicamente, como nacimiento; ontológicamente, como apertura de un mundo; antropológicamente, como cambio de elemento, es decir, de líquido a sólido; psicológicamente, como hacerse adulto, y, políticamente, como acceso a campos de poder. De cualquier lugar donde hay humanos no hablamos de un espacio donde hay una especie como cualquiera otra retozando bajo el sol, sino que allí se abre un claro de cuyos habitantes se puede decir que para ellos «existe un mundo». Por eso, advenimiento y claro son esencialmente inseparables. La luz que cae sobre todo lo que existe no es un hecho más entre otros. Es más bien la venida del hombre como acceso a un mundo lo que hace posible el amanecer del mundo. La llegada del hombre es en sí misma el «abrir los ojos» al ser, con el cual el ente se ilumina. Desde esta perspectiva podría entenderse el advenimiento de la especie en su conjunto –incluida su culminación epistémico-técnica– como una aventura luciferina cósmica. La historia de la humanidad sería así el periodo del claro; la era de la humanidad es la de la iluminación que formó el mundo, y que no vemos porque, estando en el mundo, estamos en su luz.

      La luz como garante del conocimiento de los entes

      No obstante, los seres humanos obtienen su certeza de conocer suficientemente su lugar de la experiencia de una visibilidad estable del mundo y, como criaturas diurnas, tienden a interpretar el sentido de ser como ser-a-la-luz-del-día. Así, el mundo será ya para los primeros metafísicos y filósofos naturales de Occidente todo lo que acaece a la luz del día, y hasta se puede decir con cierta legitimidad que la filosofía occidental es esencialmente heliología, es decir, metafísica solar o fotología-metafísica de la luz. El que los egipcios hicieran los primeros intentos de instaurar el monoteísmo como la monarquía del dios solar, guarda relación con esta concepción metafísica racionalizada de la luz, cuyas huellas se extienden en la historia de la religión hasta los cultos de la Roma imperial al Sol Invictus y la adoración de Mitra, y filosóficamente hasta las metamorfosis cristiano-medievales del platonismo. Platón había proporcionado con la célebre alegoría del sol en el sexto libro de la República, que prepara el mito de la caverna, el motivo básico de toda la posterior metafísica de la luz. En él decía que, además del ojo y la cosa visible, era necesario un tercero para que hubiera efectiva visión: la luz. La luz es un don de Helios, el dios del cielo, que, como señor de la luz, nos concede el sentido de la vista y, a las cosas, la visibilidad. El sentido de la vista es, por naturaleza, el sol en su otro estado –fluido y energía solar– y, por lo tanto, la razón de que el ojo solar se abra al sol. La visión es en el fondo la continuación de la radiación solar por otros medios: los ojos, a semejanza del sol, irradian las cosas visibles y las «reconocen» en virtud de esa irradiación. Y pensar no es entonces sino otra forma de ver: ver en el reino de las cosas invisibles, es decir, de las ideas. Del mismo modo que Helios es la fuente de luz en el mundo visible, en el mundo de las ideas es agathon, el bien,


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