El imperativo estético. Peter SloterdijkЧитать онлайн книгу.
de la naturaleza y de la conciencia Arthur Young, quien, en The Reflexive Universe (1976), ve en el presente el vértice inferior de la curva que ha descrito la evolución de la luz. Tras el descenso de la luz al mundo de las partículas y las moléculas, al reino vegetal, al reino animal y al reino humano, dicha curva ha alcanzado el punto desde el cual podemos suponer que volverá a ascender para retornar a la luz. Con este modelo del vértice o del arco de la evolución, Young copia de una manera antes sintomática que original las doctrinas emanatistas de la Antigüedad tardía, según las cuales el cosmos se formó por emanaciones del Uno. Ideas asiáticas y europeas medievales sobre la «iluminación» como meta última del alma reaparecen en versiones científicas, en su mayoría con elementos de la teoría evolucionista. Los nuevos evolucionistas de la re-ascensión de la luz presentan como algo probable que la humanidad, cuyo statu quo debe entenderse como resultado interino de la evolución cósmica después de una inicial catástrofe hiperluminosa (big bang), culmine, a través de futuros grandes arcos, en una iluminación universal. Con esta clase de ideas que combinan evolución e iluminación se ha hecho célebre un autor como Ken Wilber (por ejemplo, con su libro Up From Eden, 1987[8]). Allí donde este tipo de especulaciones ejerció una influencia social, como en ciertas subculturas californianas, se proclamó una nueva era de la luz o Light-Age con resonancias en determinados círculos de la neosofística y la filosofía doctrinaria centroeuropeas.
Las viejas preguntas por lo que al final de la historia veremos son también importantes, bien que con diversos acentos, para la humanidad moderna. ¿No será la visión última otra cosa que el eterno parpadeo de los últimos seres humanos que miran el sol del crepúsculo? ¿Es como la experiencia de los mortales según el Libro tibetano de los muertos, que habla de una transición a la luz blanca de la extinción? ¿O es la última visión de un cegador huracán de luz nuclear cual realización tecnológica del tránsito místico a la luz? Si es cierto que nada hay en la tecnología que no haya estado ya presente en la metafísica, una humanidad previamente formada en la metafísica de la luz tendrá en perspectiva la posibilidad de contemplar finalmente una gran luz –«más brillante que cien soles»– creada por ella misma. ¿O la esencia del proceso de civilización es someter la visión final de todas las cosas a constantes aplazamientos? La diferencia entre visiones últimas y penúltimas carecerá de sentido si el mundo está abierto a los ojos de los artistas. «El ojo realiza el milagro de abrirle al alma lo que el alma no es, el mundo radiante de las cosas y su Dios, el Sol»[9].
Iluminación en la caja negra. Sobre la historia de la opacidad
La historia del pensamiento radical, o pensamiento enfocado a los orígenes, que surgió de la filosofía, sólo reconoce dos puntos de partida del pensamiento, a los que llamaremos blanco y negro. En el punto de partida blanco asumimos muchas cosas, tantas como nos sea posible, tendencialmente todas, y en el punto de partida negro las menos posibles, y en el límite, ninguna. Quien prefiere el blanco, apuesta por la apertura del mundo, se deja guiar por la certeza de que, si mantenemos los ojos abierto, siempre se nos mostrará el universo relevante en su totalidad autosuficiente. Esto corresponde a la forma de entender el mundo en el modo olímpico; se comprende que este modo aparezca en la historia de la inteligencia en una etapa relativamente tardía, pues da por sentado que los hombres pueden concebir un Dios que ni trabaja ni interviene; es el célebre Dios de los filósofos, que bajo el nombre clave de «observador» adquiere hoy relativo predicamento entre el público interesado por la ciencia. La mejor manera de describir su relación con el mundo es la iluminación en la caja blanca. Para entender esto, aconsejaría representarse al dios-padre Zeus, el inventor de la jovialidad, saliendo a la veranda del gran mirador de los dioses después de una siesta, con sus ojos bien abiertos, inspeccionándolo todo con ligero malhumor y abarcando su amplia mirada el archipiélago de las cosas. Tener esta visión general supone no advertir muchas cosas; y supone también estar conforme con todo tal como es. Aquí, el mundo es una caja blanca, y nosotros estamos dentro de ella como en una esfera de luz. En esa esfera, la inteligencia se mueve libremente y mira a su alrededor como si viese un entorno completamente abierto e incuestionablemente iluminado. Como allí todo está hecho, el pensamiento no puede sino celebrar lo que ve a su alrededor. Nada hay en la caja que indique la existencia de técnicas y problemas; los dioses son demasiado felices para construir y resolver nada, para que puedan afectarles asuntos urgentes. El dios olímpico es aquel que bajo la clara luz del día no ve razón alguna para distinguir lo visible. El filósofo Ernst Mach describió en las «Consideraciones preliminares antimetafísicas» de su obra capital Análisis de las sensaciones una experiencia iniciática con rasgos de esta panorámica visión olímpica:
Siempre he pensado que fue un singular golpe de suerte el que, muy temprano en mi vida (contaría unos 15 años), cayera en mis manos un ejemplar de los Prolegómenos a toda metafísica futura de Kant, que mi padre tenía en su biblioteca. El libro me produjo entonces una impresión tan honda e imborrable como nunca volví a experimentar con ninguna de mis demás lecturas filosóficas. Unos dos o tres años después, me di de pronto cuenta de que el papel de la «cosa en sí» era superfluo. Fue un radiante día de verano al aire libre, cuando el mundo y mi yo parecieron de repente constituir una masa coherente de sensaciones, sólo que más coherente en el yo. Aunque no llegué a reflexionar verdaderamente sobre aquella experiencia hasta tiempo después, aquel momento fue determinante de toda mi visión[10].
Mach testimonia aquí la típica posición de caja blanca que encontramos en místicas y fenomenologías. Esta subyace también en la doctrina de Parménides de Elea, que, con la doctrina de que el ser y el percibir son lo mismo, elevó el comienzo blanco del pensamiento bañado en luz a norma europea. De ello se sigue una satisfacción inalterable del pensamiento con su participación en el universo percibido, que no es sino otra forma de decir que de él nada se sigue. Las consecuencias son sólo de segundo orden: de lo supremo, nada se sigue. Quien fuese capaz de fundirse con la caja blanca, daría al pensamiento vacaciones permanentes; gozaría de la felicidad de los dioses o de los idiotas, y, entre unos y otros, la de los fenomenólogos, si la fenomenología es el arte de describir explícitamente todo lo dado a la conciencia sin la menor operatividad.
A esto se opone, por ejemplo, en las escuelas de meditación orientales, pero también en el pensamiento occidental, como en Descartes y en Ernst Bloch, el comienzo negro. Aquí, la inteligencia se sumerge en una oscuridad artificial causada por la renuncia a toda certeza sobre el mundo y la duda radical respecto a los datos de los sentidos. El sujeto medita con los ojos cerrados en la oscuridad del momento vivido y explora una situación ficticia en la que aún no existen saber alguno ni operaciones, sino sólo impulso y presentimientos indefinidos. Esto corresponde, para decirlo con Kafka, a una vida de vacilación como la de antes del nacimiento. Ernst Bloch dio en sus célebres introducciones, como en la Introducción a la filosofía de Tubinga, una formulación clásica de este comenzar cartesiano en la caja negra del presentimiento:
Yo soy. Pero no me poseo a mí mismo.
Por eso nos vamos haciendo.
El soy está dentro. Todo dentro es
en sí oscuro. Para verse a uno mismo,
y hasta para ver lo que hay alrededor,
hay que salir de uno mismo.
El resultado es una filosofía del éxodo de la oscuridad original. Ella no interpreta el mundo como algo ya abierto de por sí, sino como algo que hay que predecir y construir; tal es la profética posición del constructivismo, del que hoy circulan mayoritariamente variantes pasteurizadas, pasadas por la teoría de sistemas. A su lado también se ha desarrollado desde la oscuridad una tradición de pensamiento cartesiano en el que el sujeto logra, mediante una reconstrucción radical de sus convicciones conforme a criterios lógicos, un completo control procedimental de sus representaciones. Sin duda, el cogito cartesiano creó el prototipo de las cajas negras subjetivas de la era moderna; ofreció un procedimiento atractivo para triturar las cajas blancas y acceder de nuevo al mundo desde la negra celda pensante. Se podrá opinar que esto fue el inicio de la construcción subjetiva de máquinas con la que la época moderna acabó siendo la era de los ingenieros. El cogito fue una patente