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Dublineses. Джеймс ДжойсЧитать онлайн книгу.

Dublineses - Джеймс Джойс


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no del todo inocentemente, se dedicó a explicarle a Jimmy los triunfos de los mecánicos franceses. La resonante voz del húngaro iba a imponerse ridiculizando los falsos laúdes de los pintores románticos cuando Ségouin encauzó al grupo hacia la política. Había aquí terreno concurrente para todos. Jimmy, bajo benéficas influencias, sintió despertar en su interior el sepultado entusiasmo de su padre: despabiló por fin al aletargado Routh. La estancia se caldeó doblemente y la tarea de Ségouin se hizo más difícil a cada instante: incluso hubo peligro de animosidad personal. Cuando la oportunidad se presentó, el sagaz anfitrión alzó su copa por la humanidad, y cuando concluyó el brindis, abrió significativamente la ventana.

      —André.

      —¡Una noche excelente, señor!

      —Ho! Ho! Hohé, vraiment!

      Se subieron a una lancha de remos en el malecón y partieron hacia el yate del americano. Iba a haber cena, música, cartas. Villona dijo con convic­ción:

      —¡Es precioso!

      El yate tenía piano en la cabina. Villona tocó un vals para Farley y Rivière, Farley hacía de caballero y Rivière de dama. Luego una cuadrilla improvisada, en la que idearon figuras originales. ¡Qué diversión! Jimmy aceptó su papel con entusiasmo; esto era vivir la vida, por fin. Entonces Farley perdió el aliento y gritó ¡Parad! Un individuo trajo una cena ligera, y los jóvenes se sentaron por guardar las formas. Bebieron, no obstante: era bohemio. Bebieron por Irlanda, por Inglaterra, por Francia, por Hungría, por los Estados Unidos de América. Jimmy hizo un discurso, un largo discurso, y Villona decía ¡Escuchad! ¡Escuchad! cada vez que se producía una pausa. Hubo muchas palmas cuando se sentó. Debía haber sido un buen discurso. Farley le dio unas palmadas en la espalda y rio con fuerza. ¡Qué tipos tan joviales! ¡Qué buena compañía eran!

      ¡Cartas! ¡Cartas! Se despejó la mesa. Villona volvió tranquilamente al piano e improvisó para ellos. Los otros jugaron un juego tras otro, precipitándose temerariamente a la aventura. Bebieron a la salud de la reina de corazones y de la reina de diamantes. Jimmy notó nebulosamente la ausencia de público: el ingenio centelleaba. El juego iba fuerte y empezaron a intercambiarse papel. Jimmy no sabía con exactitud quién ganaba pero sabía que estaba perdiendo. Pero era culpa suya, pues equivocaba las cartas con frecuencia y los otros tenían que calcularle sus pagarés. Estos tipos eran unos auténticos diablos, pero quería que frenaran: se estaba haciendo tarde. Alguien brindó por el yate La bella de Newport y luego alguien propuso un juego a lo grande para acabar.

      El piano había callado; Villona debía haber subido a cubierta. Fue un juego terrible. Pararon justo antes de la conclusión para brindar por la suerte. Jimmy se dio cuenta de que el juego estaba entre Routh y Ségouin. ¡Qué nervios! Jimmy también estaba nervioso; él perdería, desde luego. ¿Cuánto había firmado en pagarés? Se levantaron para jugar las últimas manos en pie, hablando y gesticulando. Routh ganó. La cabina se estremeció con los gritos de júbilo de los jóvenes y se juntaron las cartas. Empezaron a reunir lo que habían ganado. Farley y Jimmy eran los que más habían perdido.

      Sabía que por la mañana se arrepentiría pero en ese momento se alegraba de lo demás, se alegraba por el oscuro sopor que cubría su insensatez. Apoyó los codos en la mesa y la cabeza en las manos, contando los latidos de sus sienes. La puerta de la cabina se abrió y vio al húngaro en pie en medio de un haz de luz gris:

      —¡El amanecer, caballeros!

      Westland Row, Dublín, ca. 1912.


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