Dublineses. Джеймс ДжойсЧитать онлайн книгу.
de aparcería no muy lejano de las condiciones feudales. Una tierra de pequeñas granjas con una economía de subsistencia pasó en pocos años a ser una tierra de latifundios, sembrada de pequeños pueblos empobrecidos. La deforestación para la construcción naval y de tonelería esquilmó las ancestrales extensas zonas boscosas de la isla. La agricultura decrecía constantemente en favor del pastoreo. Todo ello provocó que desde el siglo XVII se iniciaran las masivas emigraciones a América que resultarían tan características de la Irlanda de los siglos XVIII y XIX. La población rural, católica y de ascendencia irlandesa, que en estos siglos constituía hasta un 90 por 100 del total de los habitantes de la isla, era propietaria de apenas un 10 por 100 de la tierra, y estaba privada de los derechos más básicos. Los terratenientes angloirlandeses, por contra, en su inmensa mayoría de confesión protestante, formaban junto con los funcionarios y representantes del gobierno, la llamada protestant ascendancy, el 10 por 100 de la población que gozaba de derechos completos.
El desarrollo de la moderna Dublín está marcado por el dominio de esta elite protestante y del gobierno inglés, instalado en el castillo que domina la ciudad. Desde mediados del siglo XVII esta se expandió a ambas orillas del río Liffey, pasó por una remodelación urbanística masiva, con la demolición de barrios enteros y la creación de grandes plazas y avenidas, e incorporó algunos de sus lugares más característicos, como los parques Phoenix y St. Stephen’s Green. En 1700, con más de 60.000 habitantes, era la segunda ciudad del Imperio británico, la quinta de Europa, y a todo lo largo del siglo XVIII siguió gozando de una moderada prosperidad. Se construyeron suntuosos edificios para albergar las instituciones y los servicios, así como puentes y monumentos, y Dublín llegó a ser considerada una «capital en la sombra» de Londres. También culturalmente fue el siglo XVIII una época de esplendor para la ciudad, con la fundación de la Royal Dublin Society y la actividad de un selecto grupo de intelectuales entre los que destacan Jonathan Swift, Edmund Burke, Oliver Goldsmith o George Berkeley. Pero aun en estos sus años de mayor esplendor, Dublín sigue siendo en el fondo lo que fue desde sus inicios: un asentamiento colonial. Sus dos catedrales daban servicio a la fe de la minoría dominante (no existía catedral católica, y las iglesias de esta confesión no tenían campanarios por la prohibición expresa de propagar así su liturgia), los planes urbanísticos y los edificios representativos habían sido diseñados por técnicos ingleses, el gobierno municipal estaba en manos de una cerrada camarilla protestante, el comercio dominado por la comunidad angloirlandesa, el castillo era el centro del gobierno británico sobre toda la isla, y las calles, plazas y puentes principales llevaban los nombres de personalidades inglesas. La comunidad católica autóctona no contaba en la vida de la ciudad, y la elite angloirlandesa no podía evitar despreciarla por provinciana. Un curioso y significativo ejemplo de ello es el título de una de las Queries de Berkeley: «Sobre si un caballero que ha visto algo de mundo, y observado cómo viven los hombre en otros lugares, puede sentarse satisfecho en una fría, húmeda y sórdida vivienda, en mitad de un país desolado habitado por ladrones y mendigos».
Las diferencias, tanto económicas como sociales o culturales, entre las comunidades católica y protestante, no dejaron de aumentar. Las condiciones del campesinado empeoraron. De ahí que Dublín atrajera mucha inmigración rural. Pero dado su carácter casi exclusivo de centro administrativo, la ciudad difícilmente pudo absorber a estos inmigrantes. Se generaron así unos suburbios degradados, peores incluso que los de Londres o Liverpool. En ellos las condiciones de salubridad eran infames, las tasas de mortalidad altísimas –a mediados del siglo XIX la esperanza media de vida en Dublín era de veinte años–, el desempleo era la norma y el alcoholismo hacía estragos. El consumo masivo de whisky, que se inicia en la primera mitad del siglo XIX, llegó a estar tan extendido que las autoridades, para contrarrestarlo, fomentaron la creación de industrias cerveceras, una de ellas la emblemática Guinness, que significativamente se convertiría en la industria más importante, y casi única, de la ciudad.
Los inmigrantes, de confesión católica, hicieron que la balanza de la población de Dublín volviera a ser favorable a esta fe. Los católicos, no obstante, eran gravemente discriminados por las llamadas Leyes Penales, que entre otras cosas, privaban a los no anglicanos del derecho al voto, el acceso a puestos en la administración pública, el empleo en el ejército, la tenencia de armas de fuego, el desempeño de la enseñanza, el acceso al Trinity College –la universidad católica creada por Isabel I a imagen de las de Oxford y Cambridge–, e incluso el matrimonio con personas de confesión anglicana. Estas leyes irán siendo gradualmente revocadas gracias a la presión de dos fuerzas muy distintas: por un lado el propio Parlamento irlandés de la época –el llamado «Parlamento patriótico»–, cuyos miembros, aunque de confesión anglicana y descendencia inglesa, eran ya irlandeses de segunda o tercera generación, y por otro el primer movimiento abiertamente separatista y republicano, que bajo la inspiración de las revoluciones norteamericana y francesa agrupaba a una mayoría de católicos junto con una parte de la población angloirlandesa presbiteriana, e incluso a algunos anglicanos. La constitución formal del movimiento, bajo el significativo nombre de Society of United Irishmen –Sociedad de Irlandeses Unidos–, se produjo en 1791.
Los acontecimientos que se suceden a lo largo de la última década del siglo XVIII reflejan la profunda disgregación y discordia existentes en la sociedad irlandesa. Ante la creciente influencia y la progresiva radicalización de las posturas de la Sociedad de Irlandeses Unidos, el gobierno decretó su disolución, lo que lejos de colaborar a solucionar el problema, lo agravó. La Sociedad buscó entonces apoyo en la Francia revolucionaria. El planeado desembarco del ejército francés en 1796 para apoyar una rebelión nacionalista fracasó a causa del legendario «viento protestante» –el mismo que también habría impedido a los buques de la Armada Invencible arribar a la costa inglesa–. Sin la ayuda francesa, la rebelión fracasó, y su fracaso provocó una violenta reacción gubernamental.
Hacía ya tiempo que en el ámbito rural, y especialmente en el Úlster, los enfrentamientos de las comunidades católica y protestante habían generado unos grupos civiles armados de autodefensa compuestos por voluntarios y conocidos por llamativos nombres, como The Defenders, por parte católica, o el Yeomanry, o los Peep O’Day Boys (del que surgirá la hasta hoy activa Orden de Orange), por parte protestante. Tras el fracaso de la rebelión de 1796 el gobierno permitirá y fomentará que estas milicias armadas protestantes lancen una serie de ataques indiscriminados especialmente crueles contra propiedades católicas. Ante ello, la Sociedad de Irlandeses Unidos organizó una nueva insurrección a escala nacional en 1798. Aunque la rebelión no logró triunfar en Dublín a causa de los «informadores» gubernamentales –los famosos delatores, omnipresentes en la sociedad irlandesa del siglo XIX–, se extendió por todo el país antes de ser final y cruelmente sofocada.
Las rebeliones de finales del siglo XVIII provocaron una radicalización a la defensiva de las fuerzas protestantes –los historiadores hablan de una orangeización–, pero también la asociación del nacionalismo irlandés con los grupos violentos de autodefensa. Entre la comunidad católica se extendió además una conciencia nacionalista que, apoyada en la revolucionaria idea de la soberanía popular, fue ganando terreno a todo lo largo de todo el siglo XIX hasta convertirse en la imparable idea de la moderna nación irlandesa, la fuerza dominante de la actividad social y política en la Irlanda del cambio de siglo.
Pero la consecuencia formal más importante de la rebelión de 1798 fue la desaparición del reino de Irlanda como tal. En 1801 el gobierno británico proclamó la Irish Act of Union, una ley por la que, en lugar de los reinos independientes de Gran Bretaña y de Irlanda, se creaba un único Estado: el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. La ley, emanada del Parlamento inglés, fue ratificada por el Parlamento irlandés en una curiosa votación en la que se suprimió a sí mismo y a su país como nación independiente.
La desaparición del Parlamento supuso un duro golpe para la ciudad de Dublín. La financiación que la capitalidad atraía desapareció de la noche a la mañana, y lo mismo ocurrió con la aristocracia y con la clase política que constituían la alta sociedad dublinesa, así como con los muchos sirvientes y una gran parte de los funcionarios que prestaban servicio al gobierno irlandés. El comercio y los servicios se resintieron y en pocos años las elegantes mansiones georgianas de la clase alta se convirtieron en casas de alquiler, ocupadas en el mejor de los