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Sangre en Atarazanas. Francisco MadridЧитать онлайн книгу.

Sangre en Atarazanas - Francisco Madrid


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en las maneras y mi repugnancia. Cuando entré, mi sensibilidad quedó en la puerta. Junto a mí, a un metro de distancia, duerme completamente desnudo, con las reliquias del sexo al aire, con unos pies tan negros que no se sabe, en la semiobscuridad en que me hallo y sin llevar las gafas, si es que está sucio o no se ha sacado aún los calcetines. Tiene una cara feroz y unos bigotes puntiagudos; duerme con las piernas abiertas y las manos estiradas como Cristo en la cruz. Al otro lado se está desnudando un obrero del muelle. Este hombre levanta la colchoneta y pone doblado cuidadosamente el pantalón, la americana y el sombrero. Como aquí no hay perchas –pero hay ladrones–, esconde las ropas y todo el petate debajo de la colchoneta, teniendo cuidado que los zapatos queden a la altura de la cabeza, para que sirvan de almohada. Aquel obrero se queda en calzoncillos y camiseta. Se echa de bruces y duerme. Yo no me desnudo. Ni me saco la gorra ni las alpargatas. Me tumbo nada más. Supongo que las pulgas y los piojos deben brincar de una cama a otra con la misma elegancia que los poetas mediocres dicen que va la mariposa de flor en flor... No duermo: observo. Ha entrado un borracho que saluda reverenciosamente a todos los durmientes:

      –Ja veurà, ja veurà. A mi en Vendrell no m’agrada –dice al dependiente que le acompaña a dormir–. Jo ho faig millor: “Sola en la vida, soltera y sola en la vida...” –canta con una voz ronca y resquebrajada...

      –Au, a dormir. I no cridi, perquè sinó el treurem... –le dice el dependiente.

      –¿A dormir? Bueno, bueno.

      Se sienta en la cama y se deja caer en ella. Queda panza arriba, y ríe. Luego eructa dos o tres veces y aplaude. El cliente de al lado le dice:

      –Mec...! Vols callar? Deixa’ns dormir!... Mec...! No sé per què t’han deixat entrar.

      –A mi m’han deixat entrar per què puc... Saps...?

      Callan los dos compinches. Pasa un pobre cojo, con muletas; llega a la cama. Se sienta en ella y deja a un lado las maderas ortopédicas; se saca la chaqueta y se rasca debajo de los sobacos con verdadera fruición... Empiezo a rascarme también. Y desde este momento hasta dentro de unas horas siento como si las pulgas y los piojos se pasearan libremente entre mis ropas y por mi cuerpo. Un viejo empieza a escupir a su alrededor. Es una cosa repugnante. Han entrado dos otros borrachos más; han cruzado unos chorizos vulgares, y cerca de las dos de la madrugada, dos invertidos. Antes de despedirse se han dado un beso brutal y ruidoso en la boca.

      –¡Adiós, Ramona!

      –¡Que descanses, Raquel!

      ... A las ocho de la mañana el dependiente se ha puesto un pito en la boca, y ha salido vibrante y enérgico el aviso. Silba repetidamente y los clientes de la casa se despiertan y se dirigen a los lavabos... Aquello es un jazz-band repugnante. Se escupe, se suenan, se gritan, se insultan... El dependiente pasa revista, y a los que no despertaron les sacude violentamente. Si quieren continuar durmiendo tienen que volver a pagar. El borracho de las canciones y los invertidos pagan de nuevo sus sesenta céntimos.

      En el patio de La Mina hay una animación extraordinaria. Los pobres sacan un mendrugo de pan y un tomate, o compran en la taberna de al lado unos embutidos extremeños fabricados en la calle del Cid. El patio de La Mina da a la calle del Cid. La calle del Cid con la del Mediodía forman el corazón del barrio chino. Ahí está toda el alma, todo el espíritu de los barrios bajos.

      Salí rascándome y me dirigí al mar. Tomé un baño y dejé abandonada la ropa de mecánico en el cuarto. A pesar de la ropa limpia y el traje nuevo; a pesar de la fricción de alcohol y de colonia, aún tenía tal sugestión que pasé veinticuatro horas rascándome, como si me picara la sarna.

      Ya estamos en el Arco de Cirés. El Arco de Cirés tiene su mayor animación a las seis de la tarde. A esa hora todos los pilletes de Barcelona se reúnen allí. Asaltan al transeúnte ofreciéndole relojes, cadenas, pañuelos, monederos, agujas de corbata, sábanas aún húmedas, que pocas horas antes estaban sobre las cuerdas de las azoteas... Son nuestros raterillos jóvenes. Tienen 18, 20 años. Llevan envuelto el cuello con un pañuelo de seda blanco y se encasquetan la gorra como Douglas Fairbanks. Las tabernas están animadas, y las tiendas de comestibles y las panaderías se ven asediadas. Se acerca un pequeño que me ofrece una libra esterlina.

      –No sé el que val, pero com que no hi puc anar, a canviar-la enlloc, dongui-me’n el que vulgui. Amb deu pessetes ja em contenta.

      Otro que está parado cerca de nosotros y que escucha nuestro diálogo dice:

      –A veure. Sí que ho és, una lliura esterlina. No te la venguis pas per deu pessetes. En val molt més. Demana’n el doble.

      –No, no, tingui: li venc per deu pessetes...

      Me canso de la comedia y les digo:

      –Pero, muchachos, que soy de Barcelona. Esto no es una libra, esto es una medalla... ¡Hala, a paseo...!

      –Bueno, bueno, dispensi... No s’enfadi, home, no s’enfadi...

      En la calle del Cid hay una taberna, mejor dicho, un bar, que se llama La Criolla. La Criolla es un bar con pianola, luces eléctricas lechosas y espejos muy grandes que cubren las sábanas de la pared. El piano eléctrico ha sido hasta hace poco un mueble de familias distinguidas. Se hablaba de las casas elegantes, diciendo: “Tiene cuarto de baño y piano eléctrico”. Ahora no hay bar, casa prohibida, ni taberna que se precie un poco, que no tenga piano mecánico. A veces, son unos pianos eléctricos imponentes, que tienen un pequeño escenario, en el cual se ve un molino que da vueltas, o un río que corre acompasando un aire de vals...

      –Dom deu cèntims! –dice la peripatética horrible, con una boca que parece un túnel y un cigarro puro enorme entre las manos, a los clientes del lupanar–. Tocarem ‘La caretita’!

      La Criolla es un bar grande y nuevo. Hay unos anaqueles bien provistos, una mesa de burro arrastrado, unas mesas de mármol redondas y un espacio libre para bailar al son del piano eléctrico, imponente como una catedral. La Criolla está establecida en los bajos de lo que fue una fábrica de hilados y tejidos. El dueño de la finca la ha industrializado. Las enormes naves de los pisos superiores las ha convertido en piezas. Cada pieza es un piso. En estas piezas hay de todo: la cocina, el comedor, la alcoba. Son bastante grandes, y viven en ellas familias murcianas, cartageneras, andaluzas y gitanas. Estas familias que viajan en tercera cargadas de paquetes, de mantas y de chicos; estas familias que van a hacer la vendimia al sur de Francia y que trabajan en el muelle de la aurora al atardecer. En cada pieza viven arracimadas dos, tres familias. Hay colchones por el suelo, y junto a un matrimonio que de vez en cuando siente las necesidades fisiológicas consabidas, duerme la pequeña de 14 o 15 años que se asombra de los espasmos de la madre y que llora a veces temiendo que aquellos gritos sean producto de la brutalidad del padre. Viven en estas piezas algunas gitanas que van vendiendo telas y encajes por las ferias de los pueblos y que lucen unos peinados admirables en negrura y rizado... Estos inquilinos pagan por estas piezas tanto como por un piso: cincuenta pesetas, sesenta pesetas. El dueño de la finca ha industrializado también dos corredores que le quedaban junto a La Criolla. Se trata de dos corredores largos y estrechos. Hay en cada corredor seis o siete cuartos, y en ellos un camastro, un lavabo y una silla. Son para las damas de honor de la acera de la calle del Cid. Ocupar una cama durante un rato vale treinta céntimos. Lo grande de todo esto es que los chicos de la calle, por la tarde, cuando juegan al escondite o a ladrones y serenos, entran por el corredor. Las puertas de estos cuartos están abiertas en los días de calor y los pequeños ven lo que no deberían ver... Esto es francamente horrible.

      En la acera de enfrente de La Criolla está Cal Sagristà o el bar Nou. Al bar Nou concurren muchos marinos y muchos obreros del puerto. Acuden también los limpiabotas que quieren aprovisionarse de cocaína, y beben en el mostrador unas copas cuatro invertidos. Yo no sé si los dueños del bar lo saben, lo que sí sé es que por las mesas de ese bar han pasado algunos kilos de cocaína de las manos de dos seres misteriosos que creo que son alemanes a las de algunas limpiabotas que frecuentan los bares de la calle del


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