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Sangre en Atarazanas. Francisco MadridЧитать онлайн книгу.

Sangre en Atarazanas - Francisco Madrid


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y aquello porque, al atravesar de nuevo las galerías y pensar que los que habían hablado con él estarían ya en la calle, le preocupaba hondamente...

      Leía Las Noticias y La Vanguardia dos o tres veces. Se enteraba de los telegramas del Japón y de los países balcánicos que no sabía dónde estaban, ni cómo eran; se enteraba de que Venizelos estaba en Milán y no sabía quién era Venizelos ni dónde estaba Milán, pero leía y hasta llegaba a aprenderse de memoria los anuncios...

      Joan Sebastiá pasó a Francia por Bourg-Madame. Primero fue en tren directamente hasta Planolas. En Planolas se apeó, pasó a la fonda, dejó parte del equipaje y volvió a tomar otro billete hasta Puigcerdá. Cuando la policía le pidió los papeles dijo que era de Planolas, que iba a Puigcerdá y enseñó el billete de Planolas a Puigcerdá. Al llegar a Puig­cerdá cargó con unos aparejos de trabajo campesino y sin nada en la cabeza atravesó el puente internacional, saludó a la policía como si se conocieran de tiempo y al pisar tierra francesa echó carretera adelante. Unos compañeros le esperaban en un auto en un lugar convenido, y llegó a Perpiñán a tomar parte en las tareas de aquel misterioso congreso internacional formado por catorce delegados.

      

      ... A los pocos días regresó Joan Sebastiá a Barcelona. Al llegar a la ciudad y para tantear el terreno de la lucha social debía pasar unos cuantos días en un radio de acción que nadie pudiera estorbarle. No fue a vivir a su casa, ni quiso ir a la de ningún compañero ni a ningún hotel o fonda. Todo esto podía dar que sospechar a la policía. Comía en cualquier parte y por las noches recogía una ramera cualquiera de la Rambla o de la calle de Barbará y se acostaba en la casa de ella o en cualquier hotel meublé, en donde no exigían papeles de identificación, y se pasaba sin dejar rastro.

      Fue así como Joan Sebastiá conoció a Ivonne Norguerés, una petite blonde que se enamoró de aquel muchacho moreno y fuerte, que tenía la cara y la ternura de un niño y el corazón y la fortaleza de un hombre. Joan Sebastiá no se limitó a pensar solamente en la misión que tenía de preparar la revolución social, sino que también pensó en la compañera nueva. Joan Sebastiá no había tenido nunca novia. No sabía lo que era el diálogo femenino, ni jamás puso los labios en las mejillas de una mujer honesta. Joan Sebastiá se había sentido muchas veces picado por la lujuria, y entonces entraba en cualquier lupanar del Arco del Teatro o seguía a las busconas de la calle del Hospital. Después de calmado el cerdo que llevaba dentro, salía escupiendo del asco que le acababa de producir el contacto con el cuerpo mercenario y se juraba no volver a reincidir en acto semejante hasta que otro día, sintiéndose aprisionado por el lamentable pecado, repetía la fácil conquista.

      Ivonne fue para Joan Sebastiá una esperanza nueva. Se enfrontó con una francesita delicada y tierna que antes de dormir leía Le Matin –Le Matin es el diario de las pecadoras francesas distinguidas–, que cantaba graciosamente en castellano, que tenía en su alcoba unas novelas y unos jarros con flores y que le acarició y le besó como ninguna otra mujer. Joan Sebastiá cayó enamorado de la francesita, y la francesita casi casi de él. Pero Ivonne era mujer y además francesa, es decir, un poco egoísta y desconfiada. “Acaso podía ser un maquereau en ciernes, acaso un gigoló comediante...”, pensó. Pero, en cuanto Ivonne vio que Joan Sebastiá dejaba su monedero abandonado y aun pagaba con largueza dándola a guardar dinero –¡el pobre dinero que tenía que reunir para hacer la revolución mundial!– comprendió que Joan Sebastiá era un niño. El anarquista solitario fue retrasando la fecha de la reunión del grupo, dando la excusa de la vigilancia policíaca unas veces, otras del estudio del plan. Y Joan Sebastiá se encerraba en el piso que Ivonne tenía alquilado en una callejuela de Gracia y se entregaba a las expansiones sensuales con una felicidad intensa.

      –Pauvre enfant! –exclamaba Ivonne cada vez que le pasaba la mano por la cabeza o se dejaba besar con pasión por aquel muchacho que en el momento más íntimo sentía como una cierta timidez de ignorante y como una precocidad pecadora..

      Ivonne y la revolución mundial eran las dos preocupaciones de Joan Sebastiá.

      

      Una tarde entró en una pastelería de la calle del Conde del Asalto a comprar unos dulces para Ivonne, y la policía le echó el guante...

      –¡Ah! Por fin te hemos cogido! Pero esta vez no te vamos a soltar tan pronto como tú crees... Vas a tener que dar cuenta de tu participación en el asesinato de Jaume Ros...

      –¿Yo?

      Y, por primera vez, Joan Sebastiá no sonrió de aquella manera que sabía hacerlo para alterar los nervios de los inspectores. Se puso serio mientras le ataban codo con codo... Por temor a que gritara le metieron en un pequeño portal de la calle del Este. Se arremolinaron los curiosos, una pareja de guardias los dispersó, y bien custodiado salió hacia la calle Nueva Joan Sebastiá con la cabeza gacha y seguido por dos guardias y dos policías. No iba muy tranquilo y pensó en su madre y en Ivonne. La cara de la vieja y el rostro pintarrajeado infamemente se juntaron en el interior de Joan Sebastiá.

      De los bares salían para ver pasar el grupo compacto.

      –Algun lladregot! –decía uno.

      –No és pas un sindicalista? –preguntó una mujer gruesa.

      –Sembla que és un pistolero! –contestó un dependiente de un colmado.

      Y una vieja que vendía castañas en una esquina, al ver pasar al pobre Joan Sebastiá, se limitó a exclamar tiernamente:

      –Pobret! –y con la pala dio dos o tres vueltas a las castañas que se tostaban lentamente.

      

      Aquel Pedro Ferrer que quedó preso mientras los demás salieron a la calle y que estaba acusado de ser uno de los delegados que pidieron medidas violentas en la reunión de la calle del Olmo, era una buena persona. Entre todo el rebaño de locos que se creía dueño de la situación porque ganaba algunas huelgas y porque “la organización” atemorizaba a las gentes, Pedro Ferrer era el juicio, recto y sereno.

      –Muchachos, hay que ir con cuidado. Esto no puede ser así; hay que ir más despacio –solía decir.

      Y los jóvenes luchadores, más o menos luchadores, le despreciaban porque le creían viejo de años y de corazón, y los hombres modernos le miraban de soslayo porque estaban convencidos de poseer la verdad.

      Pedro Ferrer era capaz de mil valentías, pero mil valentías de hombres. Odiaba los valentonismos y las chulapadas. Estaba casado y vivía honestamente de su trabajo. La detención no le asombró, ni le pesó. Esperaba ser detenido cualquier día por cualquier futesa. Era un escéptico y era un hombre que comprendía. Se hacía cargo de que la policía tenía que amarrarle, que los carceleros tenían que tratarle mal, que el juez, el alcalde de barrio, el guardia municipal y el inspector tenían el deber de ser adustos groseros y malcarados... La vida se le hacía más dulce tomando las cosas tal como venían. Si la Policía le trataba severamente sin llegar a la brutalidad le parecía que incluso habían estado correctos. Pedro Ferrer era un buen pedazo de pan y fue a la cárcel sintiendo la pena que le producía a su mujer; se encogió de hombros y exclamó:

      –Què hi farem!

      Pedro Ferrer también fue encartado en el proceso por el asesinato de Jaume Ros. Ninguno de los que habían sido detenidos parecía autor del crimen, y sin embargo la policía estaba persuadida de que entre ellos estaba el culpable.

      La zona roja de Barcelona no permitía obrar a la Policía de otra manera. Se detenía a este, a esotro, a aquel, y después, si resultaba inocente del crimen que se le imputaba, volvía a la calle y a la libertad. Acaso con una limitación eterna de la libertad porque al próximo atentado volvería a ser detenido, ya que por el otro se tuvieron sospechas de su criminalidad. Pero la policía no podía obrar de otro modo en una época en que el terrorismo se confundía con los crímenes vulgares y cotidianos...

      

      ... La muerte de Jaume Ros juntó en la cárcel a Miquel, Joan Sebastiá y Pedro Ferrer.

      El Xato de Sóller, Castellanos


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