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El juguete rabioso. Roberto ArltЧитать онлайн книгу.

El juguete rabioso - Roberto Arlt


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las casas deshabitadas. Esto sucedía así:

      Después de almorzar, a la hora en que las calles están desiertas, discretamente trajeados salíamos a recorrer las calles de Flores o Caballito.

      Nuestras herramientas de trabajo eran:

      Una pequeña llave inglesa, un destornillador y algunos periódicos para empaquetar lo hurtado.

      Donde un cartel anunciaba una propiedad en alquiler, nos dirigíamos a solicitar referencias; compuestos los modales y compungido el rostro. Parecíamos los monaguillos de Caco.

      Una vez que nos habían facilitado las llaves, con objeto de conocer las condiciones de habitabilidad de las casas en alquiler, salíamos presurosamente.

      Aún no he olvidado la alegría que experimentaba al abrir las puertas. Entrábamos violentamente; ávidos de botín recorríamos las habitaciones tasando de rápidas miradas la calidad de lo robable.

      Si había instalación de luz eléctrica, arrancábamos los cables, portalámparas y timbres, las lámparas y los conmutadores, las arañas, las tulipas y las pilas; del cuarto de baño, por ser niqueladas, las canillas y las de la pileta por ser de bronce, y no nos llevábamos puertas o ventanas para no convertirnos en mozos de cordel.

      Trabajábamos instigados de cierta jovialidad dolorosa, un nudo de ansiedad detenido en la garganta, y con la presteza de los transformistas en las tablas, riéndonos sin motivo, temblando por nada.

      Los cables colgaban en pingajos de los plafones desconchados por la brusquedad del esfuerzo; trozos de yeso y argamasa manchaban los pisos polvorientos; en la cocina los caños de plomo deshilachaban un interminable reguero de agua, y en pocos segundos teníamos la habilidad de disponer la vivienda para una costosa reparación.

      Después Irzubeta o yo entregábamos las llaves y con rápidos pasos desaparecíamos.

      El lugar del reencuentro era siempre la trastienda de un plomero, cierto cromo de Cacaseno con cara de luna, crecido en años, vientre y cuernos, porque sabíase que toleraba con paciencia franciscana las infidelidades de su esposa.

      Cuando indirectamente se le hacía reconocer su condición, él replicaba con mansedumbre pascual que su esposa padecía de los nervios, y ante argumentos de tal solidez científica, no cabía sino el silencio.

      Sin embargo, para sus intereses era un águila.

      El patizambo revisaba meticulosamente nuestro hatillo, sopesaba los cables, probaba las lámparas con objeto de verificar si estaban quemados los filamentos, oliscaba las canillas y con paciencia desesperante calculaba y descalculaba, hasta terminar por ofrecernos la décima parte de lo que valía lo robado a precio de costo.

      Si discutíamos o nos indignábamos, el buen hombre levantaba las pupilas bovinas, su cara redonda sonreía con sacarronería, y sin dejarnos replicar, dándonos festivas palmaditas en las espaldas, nos ponía en la puerta de la calle con la mayor gracia del mundo y el dinero en la palma de la mano.

      Pero no se vaya a creer que circunscribíamos nuestras hazañas sólo a las casas desalquiladas. ¡Quiénes como nosotros para el ejercicio de la garra!

      Avizorábamos continuamente las cosas ajenas. En las manos teníamos una prontitud fabulosa, en la pupila la presteza de ave de rapiña. Sin apresurarnos y con la rapidez con que cae un gerifalte sobre cándida paloma, caíamos nosotros sobre lo que no nos pertenecía.

      Si entrábamos en un café y en una mesa había un cubierto olvidado o una azucarera y el camarero se distraía, hurtábamos ambas; y ya en los mostradores de cocina o en cualquier otro recoveco, encontrábamos lo que creíamos necesario para nuestro común beneficio.

      No perdonábamos taza ni plato, cuchillos ni bolas de billar, y bien claro recuerdo que una noche de lluvia, en un café muy concurrido, Enrique se llevó bonitamente un gabán y otra noche yo un bastón con puño de oro.

      Nuestros ojos giraban como bolas y se abrían como platos investigando su provecho, y en cuanto distinguíamos lo apetecido, allí estábamos sonrientes, despreocupados y dicharacheros, los dedos prontos y la mirada bien escudriñadora, para no dar golpe en falso como rateros de tres al cuarto.

      En los comercios ejercitábamos también esta limpia habilidad, y era de ver y no creer como engatusábamos a los mozuelos que atienden el mostrador en tanto que el amo duerme la siesta.

      Con un pretexto u otro, Enrique llevaba el muchacho a la vidriera de la calle, para que le cotizara precio de ciertos artículos, y si no había gente en el despacho yo prontamente abría una vitrina y me llenaba los bolsillos de cajas de lápices, tinteros artísticos, y sólo una vez pudimos sangrar de su dinero a un cajón sin timbre de alarma, y otra vez en una armería llevamos un cartón con una docena de cortaplumas de acero dorado y cabo de nácar.

      Cuando durante el día no habíamos podido hacernos con nada, estábamos cariacontecidos, tristes de nuestra torpeza, desengañados de nuestro porvenir.

      Entonces rondábamos malhumorados, hasta que se ofrecía algo en que desquitarnos.

      Mas cuando el negocio estaba en auge y las monedas eran reemplazadas por los sabrosos pesos, esperábamos a una tarde de lluvia y salíamos en automóvil. ¡Qué voluptuosidad entonces recorrer entre cortinas de agua las calles de la ciudad! Nos repantigábamos en los almohadones mullidos, encendíamos un cigarrillo, dejando atrás las gentes apuradas bajo la lluvia, nos imaginábamos que vivíamos en París, o en la brumosa Londres. Soñábamos en silencio, la sonrisa posada en el labio condescendiente.

      Después, en una confitería lujosa, tomábamos chocolate con vainilla, y saciados regresábamos en el tren de la tarde, duplicadas las energías por la satisfacción del goce proporcionado al cuerpo voluptuoso, por el dinamismo de todo lo circundante que con sus rumores de hierro gritaba en nuestras orejas:

      “¡Adelante, adelante!”

      Decía yo a Enrique cierto día:

      —Tenemos que formar una verdadera sociedad de muchachos inteligentes.

      —La dificultad está en que pocos se nos parecen —argüía Enrique.

      —Sí, tenés razón; pero no han de faltar.

      Pocas semanas después de hablado esto, por diligencia de Enrique, se asoció a nosotros cierto Lucio, un majadero pequeño de cuerpo y lívido de tanto masturbarse, todo esto junto a una cara tan de sinvergüenza que movía a risa cuando se le miraba

      Vivía bajo la tutela de unas tías ancianas y devotas que en muy poco o en nada se ocupaban de él. Este badulaque tenía una ocupación favorita orgánica, y era comunicar las cosas más vulgares adoptando precauciones como si se tratara de tremebundos secretos. Esto lo hacía mirando de través y moviendo los brazos a semejanza de ciertos artistas de cinematógrafo que actúan de granujas en barrios de murallas grises.

      —De poco nos servirá este energúmeno —dije a Enrique; mas como aportaba el entusiasmo del neófito a la reciente cofradía, su decisión entusiasta, ratificada por un gesto rocambolesco, nos esperanzó.

      Como es de rigor no podíamos carecer de local donde reunirnos y le denominamos, a propuesta de Lucio, que fue aceptada unánimemente, el Club de los Caballeros de la Media Noche.

      Dicho club estaba en los fondos de la casa de Enrique, frente a una letrineja de muros negruzcos y revoques desconchados, y consistía en una estrecha pieza de madera polvorienta, de cuyo techo de tablas pendían largas telas de araña. Arrojados por los rincones había montones de títeres inválidos y despintados, herencia de un titiritero fracasado amigo de los Irzubeta, cajas diversas con soldados de plomo atrozmente mutilados, hediondos bultos de ropa sucia y cajones atiborrados de revistas viejas y periódicos.

      La puerta del cuchitril se abría a un patio oscuro de ladrillos resquebrajados, que en los días lluviosos rezumaban fango.

      —¿No hay nadie, che?

      Enrique cerró el enclenque postigo por cuyos vidrios rotos se veían grandes rulos de nubes de estaño.

      —Están


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