Antropología de la integración. Antonio Malo PéЧитать онлайн книгу.
unos de otros, desarrollándose según un determinado orden cronológico (así, primero se forma el aparato gastrointestinal, después, el corazón, y, más tarde, los pulmones; posteriormente, los órganos sensibles, como los ojos, las orejas, etc.). El autodesarrollo es, por tanto, una modificación guiada por un principio interno que actualiza las posibilidades innatas del ser vivo, definiendo su forma externa y organización interna. El conjunto de fuerzas que producen estos cambios es el pattern o principio configurador[2], que actúa, por ejemplo, en la semilla de girasol o en el embrión de un gato. Cuando este principio haya configurado el cuerpo física y funcionalmente, entonces el ser vivo alcanzará su fin: la planta de girasol o el gato adulto, respectivamente. Como hemos visto, Aristóteles llama a este principio configurador entelecheia o alma, es decir, la forma específica del viviente.
El grado más bajo de autodesarrollo corresponde al crecimiento del cuerpo, mientras que el más alto se refiere a la diferenciación del círculo de la vivencia[3]. En el animal, este círculo se halla limitado por el medio ambiente y por la experiencia, que es sólo sensible; por eso, las primeras experiencias de los animales refuerzan sus instintos innatos y, en ciertas ocasiones, como en la del imprinting[4], los troquelan de modo permanente. En el hombre, el círculo de la vivencia es prácticamente ilimitado tanto por la flexibilidad de las tendencias y la riqueza afectiva, como por la apertura al ser y a los trascendentales. Por eso, la conducta humana presenta una amplia gama de posibilidades: reacciones inmediatas, aprendizaje, comportamiento intuitivo, inteligente y voluntario, etc., que se basa en la comprensión de relaciones reales y de razón, la invención de instrumentos, y el uso de la libertad. De ahí que, a través de las acciones libres, la persona desarrolle una serie de hábitos, sobre todo el ético —la virtud—, y el dianoético —la ciencia—.
b) La integración consiste en la unión de lo que originalmente no está completamente ligado, o solo lo está de modo potencial, no actual. Como puede deducirse de la definición anterior, los tipos de integración dependen de los grados de unidad. Así, puede hablarse de integración del círculo de la vivencia, basada en los elementos que la constituyen (tendencias, afectos, razón-voluntad, acción); de integración personal, fundada en la unidad sustancial; e, incluso, de integración familiar y social, a partir de la pluralidad de las personas, sus relaciones y diferencias.
El concepto de integración permite, por un lado, entender cómo se alcanza una unión más profunda entre los elementos que constituyen el ser vivo, las diferentes comunidades y la sociedad; por otro, descubrir la función que la unidad alcanzada desempeña en el desarrollo armónico de las diferencias. Por ejemplo, las tendencias, los afectos y las facultades espirituales, a pesar de ser elementos diferentes del círculo de la vivencia, pueden integrarse en la acción humana. A su vez, la acción humana buena puede dar lugar a la virtud, produciendo de este modo mayor integración de los diferentes elementos de la vivencia, lo que favorece, por otro lado, la humanización de las personas, comunidades y, en general, de la sociedad. De hecho, al igual que un corazón sano facilita el buen funcionamiento de los demás órganos favoreciendo la salud del cuerpo, la acción buena aumenta la capacidad para el bien de todos aquellos elementos que ha integrado (tendencias, afectos, razón y voluntad), pues introduce en ellos una connaturalidad cada vez mayor con el bien querido y realizado. En cierto sentido puede decirse que la integración, al unir lo que antes estaba poco ligado entre sí, se comporta como la forma sustancial que organiza el cuerpo; de ahí que la unidad producida por la integración no sea externa, sino interna, pues permite personalizar la naturaleza humana. La integración logra, pues, no sólo desarrollar la unidad ontológica de la persona, sino también introducir novedades, como las virtudes y las buenas relaciones interpersonales (los llamados bienes relacionales), en los que se supera la perfección inicial de la persona, es decir, la que corresponde a su unión sustancial. De todas formas, el mayor grado de integración y, por tanto, de novedad se encuentra en el don de sí; en efecto, a través del vínculo de amor personal se unifican las tendencias, la afectividad y las potencias espirituales, así como se generan y regeneran las relaciones familiares, comunitarias y sociales.
c) La autoconservación es la tendencia a preservar la propia vida. A través de los procesos metabólicos de autorregulación —tales como la regeneración de la cola de la lagartija— el organismo vivo intenta afrontar la pérdida de energía, las disfunciones y los daños producidos por esos mismos procesos, cuando no por la enfermedad o el influjo negativo del medio ambiente. A medida que ascendemos en la escala de los seres vivos, la autoconservación deja de tener como fin la simple supervivencia del individuo y la especie, para ponerse al servicio de la individualización, diferenciación y perfeccionamiento del individuo. Ya en el círculo de la vivencia animal, la autoconservación alcanza estratos muy profundos del individuo; por ejemplo, mediante la memoria, el animal logra conservar algunas experiencias del pasado, aumentando así su capacidad para vivencias cada vez más complejas. En la persona, además de las experiencias del pasado, la autoconservación preserva el bien realizado y el conocimiento alcanzado mediante las virtudes éticas y dianoéticas, respectivamente. Pues, las virtudes éticas aumentan la facilidad y placer para actuar bien, mientras que las científicas mejoran nuestro conocimiento de la realidad, permitiéndonos vivir y transformar el mundo de acuerdo con nuestra dignidad de personas.
d) La comunicación consiste en una relación adecuada con la alteridad. Sus formas básicas son los procesos metabólicos, en los que hay un intercambio de sustancias químicas entre los seres vivos y el medio ambiente. Pues, por un lado, el viviente asimila las sustancias para compensar el desgaste de la actividad de su organismo; por otro, elimina las que ya no son útiles o incluso se han vuelto dañinas. Una forma más compleja de comunicación son los cambios con que el ser vivo se adapta al medio ambiente; por ejemplo, el heliotropismo o movimiento de las plantas hacia el sol, la aceleración del ritmo de corazón ante algo que atemoriza, el acercamiento al alimento, la adaptación del organismo a las nuevas condiciones climáticas, como en el caso del ganado en el desierto que es capaz de sobrevivir tres o cuatro días sin beber agua[5]. Todos esos movimientos y acciones no son un mero mecanismo de reacción ante un estímulo o una situación dada, como en cambio sostienen los conductistas, sino más bien una comunicación entre el medio ambiente y el ser vivo, lo que implica por parte de este último la existencia de una autorregulación interna de procesos en relación con variables externas[6]. En el caso del hombre, la comunicación trasciende la relación con el medio ambiente, pues lo conocido por él es la realidad en cuanto tal, es decir, en cuanto real; este tipo de conocimiento permite la formalización de los diferentes ámbitos de la realidad mediante un lenguaje simbólico, así como su transmisión a través de las diversas ciencias, la tecnología y, sobre todo, los mass media o medios de comunicación de masa. La comunicación interpersonal se realiza, sobre todo, a través del diálogo. Pues, a la vez que nos consiente participar de forma más plena en el mundo humano, afina nuestra conciencia de responsabilidad respecto de las comunidades, sociedades y culturas propias y ajenas.
e) La temporalidad es una propiedad del ser vivo en tanto que puede asimilar los cambios. Pues, además de padecerlos físicamente, es capaz de experimentarlos como propios. En efecto, a diferencia de una piedra que no puede asumir el tiempo sino sólo padecerlo, el ser vivo es una realidad que se temporaliza física y psíquicamente, ya que para alcanzar su fin necesita desarrollarse, es decir, requiere tiempo. El viviente no es, sin embargo, puro devenir, sino que asume el pasado en un presente abierto al futuro. Por esta razón, en el viviente no hay involución biológica: el adulto no puede volverse niño sino sólo seguir envejeciendo, ni tampoco saltos en el vacío: el niño no puede convertirse directamente en anciano, pues para llegar a serlo debe pasar por una serie de etapas: preadolescencia, adolescencia, juventud y madurez. Y esto por dos razones: la primera, porque en el presente del adulto se contiene la infancia como un elemento constitutivo, un elemento del que no se puede prescindir; la segunda, porque la niñez es una preparación a la adolescencia, pero no a la vejez. Por otro lado, la temporalidad de la persona, además de biológica y psíquica, es de naturaleza espiritual. A diferencia de la temporalidad biológica, la psíquica y la espiritual se caracterizan por cierta reversibilidad, como se aprecia en el fenómeno de la regresión en campo psíquico y en el de la conversión en el campo espiritual. En efecto, mediante la regresión, la persona que, por ejemplo, no es capaz de afrontar una situación difícil o una crisis puede refugiarse