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Mitología azteca. Javier TapiaЧитать онлайн книгу.

Mitología azteca - Javier Tapia


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tras mucho discutir, corta en trozos a la desobediente Coyolxauhqui y la manda a ser la luna.

      Por fin se hace el orden.

      Todo vuelve a la normalidad.

      Poco a poco se recuperan las cosechas y torna la abundancia.

      Los maseuali viven una época de esplendor.

      Los señores de nuestra carne están complacidos, pero no todos.

      Tezcatlipoca está resentido porque tanto los maseuali como los nuevos dioses ya no se acuerdan de él, y los que se acuerdan de él lo hacen de mala manera y lo alejan de sus pensamientos como a un proscrito.

      Nadie le hace caso, nadie se deja corromper ni engañar.

      Pero Tezcatipotla busca la manera, y una noche en el cerro del Altépetl, encuentra sola a la Coatlicue y la hace llorar contándole el futuro que le espera a su hijo, el presuntuoso Huitzilopochtli.

      “Te abandonará y te olvidará, y tras mucho peregrinar y luchar será derrotado de forma cruel y oprobiosa, y ya no lucirá orgulloso los calzones de henequén que le confeccionaste”, le dijo, y la Coatlicue rompió a llorar, porque vio el futuro que le mostraba Tezcatipotla claramente, como si ya estuviera sucediendo.

      Lloró tanto la señora de nuestra carne, que lo inundó todo, y sin querer casi borra la obra de los dioses, maseuali incluidos, de la faz de Tlaltipak.

      Cuando Tezcatipotla se puso contento, pronto volvió a su enfado al ver que los señores de nuestra carne, sus hermanos y entenados, habían convertido a todos los maseuali en peces.

      Esta vez no quedó un solo humano, y aunque el mundo renació y floreció, no quedó nadie para adorar a los dioses.

      Los señores de nuestra carne se reunieron.

      Tezcatipotla pidió perdón de corazón, pues también quería ser venerado, y se encontraba muy triste por haberse portado mal.

      Solo Mictlantecuhtli disfrutaba de tener lleno de huesos al Mictlán. “Si quieren vida”, les dijo, “tendrán que recurrir a la muerte”.

      Nadie quería bajar al Mictlán, porque aunque dioses, los cuatro hermanos del principio de los tiempos le tenían miedo a la muerte.

      Xipetotec no quiso porque, de hecho, él casi no se metía en las cosas de los humanos y la Tierra.

      Tezcatipotla dijo que esas cosas no eran para él.

      Huitzilopochtli declinó el honor.

      Y a Quetzalcóatl no le quedó más remedio que bajar, seducir a Mictlantecuhtli con su belleza, engañarlo, robarle huesos de antiguos maseuali, sembrarlos y esperar a que los humanos renacieran de sus propios huesos y cenizas.

      Y renacieron, y por fin quedaron creados los cielos, la tierra y los verdaderos y nuevos humanos que veneran y venerarán a sus dioses por los siglos de los siglos.

      De cómo se crearon los cielos y la Tierra

      Al principio solo había agua por todos lados, ni cielos ni tierra.

      Los señores de nuestra carne no tenían donde poner el pie.

      Cuatro eran los señores de nuestra carne, uno por cada costado.

      Había muchos otros dioses, pero no querían saber nada de poner el pie en ninguna parte.

      Tezcatipotla el Rojo, también llamado Xipetotec, Tezcatipotla el Negro, Ehecatl y Quetzalcóatl sí querían.

      Dos de ellos, Xipetotec y Quetzalcóatl, fueron a visitar a Tlaltisihuatl, que era muy grande y muy fiera, pero de arena, piedras y roca. Si te acercabas y no estaba de humor, te mordía y te arrancaba el cacho, y si no corrías te comía.

      Los señores de nuestra carne se acercaron con sigilo, pues sabían que con palabras no podrían convencerla, y uno la agarró de un brazo y una pierna, y el otro la agarró del otro brazo y la otra pierna, doblándola como una hoja de amate, y así la llevaron hasta las aguas y la amarraron de sus propios brazos y de sus propias piernas haciendo una bola sobre las aguas.

      Ella gritaba y maldecía, y tiraba bocados, pero nada mordía más que agua.

      Poco a poco le fueron saliendo árboles de los dedos y plantas de jitomate, y luego tierras y plantas de maíz, y así se fue cubriendo toda de verde, y ya no estuvo enojada, sino que se puso contenta, y ahí la dejaron.

      Luego vieron que todo estaba oscuro, que hacía falta luz, y entonces pensaron que se necesitaba un sol y una luna que alumbraran aquella tierra porque si no todo lo que había brotado se moriría.

      Llamaron a muchos otros dioses para ver cuál le entraba a ser sol, y muchos no quisieron porque había que meterse a una luminaria muy caliente para serlo.

      Fue pasando el turno hasta que Tecucciztecatl, el que traía colgado un caracol marino, se animó a ser sol, y miró a todos con desprecio.

      Luego le tocó el turno a Nanahuatzin, el de la madre buena, que era pequeño y buboso, que aceptaba ser luna para que no dijeran que los pequeños y feos no valían para nada.

      Los señores de nuestra carne hicieron el ayuno penitente de trece días y prepararon la ceremonia para crear al sol y a la luna con esmero. Así trajeron las luminarias a la calzada de los muertos, lo engalanaron todo con plumas y flores, y pusieron muchas viandas para celebrar terminada la ceremonia.

      Llegado el momento de entrarle a las luminarias, Tecucciztecatl, que se había adornado para la ocasión, vio que la del sol quemaba mucho y que era muy ardiente, así que se echó para atrás, pero como los demás lo presionaban y lo empujaban para que cumpliera su palabra, se arrojó a la luminaria menor y quedó como la luna antes de que los demás pudieran detenerlo o meterlo a la fuerza a la luminaria del sol.

      Nanahuatzin (que para algunos era claramente, y por el nombre, una diosa y no un dios), con sus granos y sus bubas, y sin ropas hermosas y brillantes, humilde y cumplidor, vio que no le quedaba otro remedio que meterse a la luminaria del sol, y así lo hizo para sorpresa de sus hermanos.

      En la luminaria del sol se metieron junto a Nanahuatzin un ocelote y un águila.

      Y en la luminaria de la luna se metieron junto con Tecucciztecatl un tecolote y un jaguar.

      Al principio las dos brillaban con fuerza, y aunque el sol era más radiante, la luna también resplandecía, pues Tecucciztecatl no quería ser menos que el dios buboso Nanahuatzin, al que ahora le salían rayos de las bubas.

      Ehecatl se enfadó con Tecucciztecatl al verlo tan pomposo, cogió de las orejas a un tochtli (conejo) que por ahí pasaba, y se lo lanzó con tal fuerza, que le apagó las luces e hizo que se encogiera, no fuera a ser que el señor de nuestra carne le lanzara una piedra.

      Así fue como la luna tuvo la imagen del conejo plantada en su cara para siempre.

      Ahora la luna solo brillaba mucho cuando el sol la veía desde el otro extremo, y Tecucciztecatl pensó que sería bueno quedarse quieto para brillar siempre aunque se enfadara Ehecatl, con lo que el sol y la luna parecía que no se movían, y todo estaba igual de iluminado siempre.

      Entonces Ehecatl empezó a soplar muy fuerte, y Tecucciztecatl fue separándose de su posición a soplidos, hasta que solo pudo verse de frente con el sol tres días al mes, y así quedaron el sol y la luna persiguiéndose siempre.

      Por fin todo quedó en orden, se hizo la fiesta y los dioses comieron y bebieron.

      Al terminar la fiesta nadie estaba contento, porque unos se llamaban cobardes a los otros, y los que antes no querían saber nada de poner un pie en la tierra, ahora que tenía de todo y sol y luna andaban repartiéndose terrenos.

      Los cuatro primeros entraron en cólera, y decidieron matar a los otros dioses por ser unos inútiles y aprovechados.

      Ehecatl pasó a casi todos por el cuchillo de obsidiana, Xólotl se le escapó, y alguno solo fue desollado, pero el resto de los asistentes al convite murieron.

      Cuentan


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