Los sellos secretos. Rafael VidalЧитать онлайн книгу.
matiz cálido y misterioso a este bosque de gigantescos troncos y de suelo cubierto de hojas secas. El rumor de una suave brisa penetraba por las aberturas de mi casco, y fue entonces cuando me di cuenta de que vestía una armadura como un caballero de la edad media.
Me hallé de inmediato embargado por una sensación de orgullo personal ante mi envestidura, seguramente la de un importante guerrero. Sin embargo, estaba solo y desarmado. ¿Dónde estarían los demás miembros de mi ejercito? ¿Dónde estarían mis armas y mi monta? No lo sabía. Solo sabía que tenía que ascender a la cumbre de la montaña. Pero, qué montaña, ¡si hasta donde alcanzaba mi vista lo único que lograba ver eran los troncos de inmensos pinos y árboles cuyas copas se perdían en las alturas del cielo!
Seguí caminando, como orientado por una fuerza sobrenatural, como guiado por una inteligencia superior, mientras los tonos de carmesí del cielo le dieron paso al oscuro negro de la noche. De golpe, el bosque llegó a su fin y me encontré ante una aldea de campesinos, sus casas de piedra y madera iluminadas por la titilante luz de las hogueras encendidas dentro y fuera de las mismas. Pero no hubiera hecho falta prender fuego para poder ver. ¡La luna estaba llena y era como una gran lámpara que iluminaba la aldea, y por detrás de esta una vasta pradera, y más allá de esta última la montaña!
Al verla supe de inmediato que el destino de mi largo viaje estaba en su cumbre. No sabía por qué. No sabía qué buscaba. Pero era como si la montaña me llamara a gritos y yo no pudiera sino responder caminando hacia ella.
Entré en la aldea y me acerqué a algunos campesinos buscando algo de comida y un sitio para descansar, pero todos me miraban como si me conocieran y pensaran que estaba loco. Había una mezcla de miedo y burla en sus ojos. Les dije que no se preocuparan, que estaba de paso puesto que en verdad iba a la montaña, pero esto lejos de tranquilizarlos los agitó aún más. Escuché algunas risas, y hasta una insolente carcajada en la oscuridad entre algunas casas, lo cual llenó aún más de pánico el rostro de quienes tenía enfrente, quizás temiendo una respuesta violenta de mi parte.
Me limité a pedir comida y refugio una vez más, y ellos, con esa mezcla de ironía y temor en sus voces y en sus miradas, me dieron de comer, al tiempo que me preguntaban el porqué de mi viaje a la montaña. Les conté sobre el llamado incesante de la montaña, y ellos casi con lágrimas en los ojos me respondieron, que ya antes habían conocido a otros como yo. Desde tiempos incontables se habían acercado a esa misma aldea otros caballeros y guerreros que habían llegado a esas tierras con la pretensión de coronar la cumbre de la montaña. Ellos habían logrado disuadir a muchos de sus locas intenciones, pero algunos habían insistido y habían subido, y jamás se había vuelto a saber de ellos. Porque esa montaña era la muerte.
Las leyendas de la aldea contaban que las almas en pena de quienes habían pretendido subir a la cumbre maldita, vagaban eternamente por los laberínticos caminos de la montaña, pidiendo a gritos que los rescataran, y que veces el viento venía cargado con el eco de sus voces. Los ancianos de la aldea me pidieron que desistiera de la idea de ascender la montaña, que me diera media vuelta y regresara a la seguridad de mi hogar, que no cambiara todo lo que tenía por una muerte segura.
Las palabras de los campesinos estaban cargadas de un profundo terror, y parecían implorar que los escuchara y les permitiera salvarme la vida. En mi mente, sin embargo, retumbaba el llamado de la montaña, y aunque debo reconocer que por momentos dudé de mi loca empresa, esa llamada hacía que nada de lo que dejaba atrás tuviera sentido alguno, si no lograba llegar hasta su fuente misma en la cumbre.
Terminé de comer y decidí emprender mi camino de una vez, lo cual pareció enfurecer a mis anfitriones. Ahora sus súplicas de que no siguiera adelante se transformaron en una retahíla de insultos y de acusaciones de traición a mi reino y a mi dios. A empujones tuve que abrirme paso entre la muchedumbre que parecía pensar que para salvarme la vida quizás tendría que matarme.
A la salida de la aldea, y ya habiéndome quitado de encima a todos mis “salvadores”, se me acercó una pequeña niña que me dijo que la montaña estaba habitada por demonios, y que la muerte no estaba en la montaña sino en los demonios mismos. Solo existía un camino para llegar a la cumbre de la montaña y todos los demonios harían lo posible para que abandonara ese camino y llevarme por caminos que no conducen a ningún lado. Si no enfrentaba a los demonios no podría jamás llegar a la cumbre, pero si los enfrentaba y no los vencía mi castigo sería la locura y la oscuridad eterna. Dicho esto, la niña se dio media vuelta y regresó a la aldea desapareciendo entre las sombras.
Me quedé pensando en las palabras de la niña. Me inspiraron miedo, pero al mismo tiempo me llenaron de la fuerza necesaria para vencerlo. Esa niña me había impactado. Algo en ella parecía diferente del resto de la gente de la aldea. Su mirada era diferente. Me resultaba de alguna manera familiar.
Dando una última mirada a la aldea emprendí mi camino hacia la montaña, y poco a poco la luminiscencia de las hogueras de los campesinos se perdió en la oscuridad de la noche.
La Montaña
Caminé toda la noche por la inmensa pradera que separaba la aldea de la base de la montaña, mientras la luna llena iluminaba mi camino entre un mar de espigas peinadas por la suave brisa. Con los primeros rayos del alba alcancé la base de la montaña y me detuve para contemplar, lleno de respeto y admiración, las diferentes caras de la imponente montaña, algunas de ellas iluminadas ya por los rojizos rayos del amanecer, mientras que otras permanecían todavía sumidas en la oscuridad de la noche.
La montaña parecía infinita, elevándose hacia el cielo y atravesando las nubes en su camino. Ante su inmensidad me sentí como un enano, como un microbio, y por un momento mis pensamientos volvieron a las palabras de los ancianos de la aldea la noche anterior. ¿Qué habría de verdad en todo lo que dijeron? ¿No sería mejor dejar toda esta locura así y volver a casa, a lo conocido, a lo seguro? Me acordé de las palabras de la niña y un escalofrío recorrió mi cuerpo. De verdad estaba loco. ¿Quién me había metido a mí en este problema? ¿Y qué si por buscar algo que ni siquiera sé qué es, pierdo la vida?
Sumido en ese torbellino de dudas y de inseguridades, y casi a punto de devolverme, un rumor repentino me hizo volver en mí. Era como un rugido profundo que parecía provenir de las entrañas de la montaña misma. De pronto me sentí observado por la montaña, sentí como si estuviera viva, como si por los tiempos de los tiempos me hubiera estado esperando y no tuviera intenciones de dejarme ir. Y justo cuando el miedo comenzaba ya a tornarse en un pánico desmesurado, volví a escuchar el llamado de su cumbre, y como cuando los ojos de la niña le hablaron a mi alma, este llamado me llenó de fuerza y decidí emprender la marcha.
El camino hacia la cumbre parecía un ascenso sin mayor complicación. No había desvíos. Estaba marcado. Una trilla única dominaba colina tras colina hasta perderse en la cumbre misma. Y así, con la cumbre como objetivo único, comencé mi ascenso.
Al principio me mantuve alerta, un poco temeroso quizás, recordando las historias de los demonios de la montaña, pero conforme pasó el tiempo, y al no presentarse ninguno, me fui olvidando de las advertencias de los aldeanos y me entregué a caminar.
Las primeras colinas fueron una conquista fácil. Un sol radiante y un cielo azul habían sido mis compañeros de viaje en el ascenso. Había estado caminando por un buen tiempo, varias horas con seguridad, y cuando más o menos sentí que había completado posiblemente la mitad de mi recorrido, me detuve para dar un vistazo atrás.
La visión de lo que había quedado a mi espalda me sobrecogió. El camino del cual yo venía parecía perderse en un abismo mortal. ¿Cómo subí yo todo esto? La verdad que el ascenso no me había parecido tan difícil y peligroso como se veía ahora desde aquí. Y de pronto un pequeño punto de movimiento a lo lejos llamó mi atención. Se trataba de la aldea en la que había estado la noche anterior. Apenas si podía distinguirse la estructura de las casas y el correr de sus habitantes en un día más de trabajo. Pero lo que en verdad llamó mi atención fue lo estéril de las tierras en las cuales estaba asentada la aldea. ¿Por qué viviría esa gente allí? ¿Por qué no buscarían tierras fértiles? ¿Por qué no escucharía ninguno de sus habitantes el llamado de la montaña?
Pensando