Dásele licencia y privilegio. Fernando BouzaЧитать онлайн книгу.
Sin duda, es Lope de Vega el autor mejor representado en estas series, llegándose a contabilizar más de una quincena de expedientes relacionados de una u otra forma con obras suyas, de las Rimas Sacras de 1614 a la póstuma Vega del Parnaso de 1637, pasando por varias partes de sus comedias (Dozena, Catorze y Décima séptima, además de dos contrahechas en Cádiz por Juan de Borja[16]), la Filomena, la Circe, los Soliloquios o varias reediciones de su Arcadia.
Mención especial merece la existencia de expedientes en los que se tasan obras de las que no parece haberse conservado ningún ejemplar o, siquiera, noticia de su edición. Su paso por las prensas es, sin embargo, indudable, pues el Consejo fijó el precio al que se podían vender, circunstancia que exigía su previa impresión. Es el caso de un número no pequeño de pronósticos, almanaques, relaciones y coplas, como la Relación de las fiestas que la ciudad de Badajoz celebró al nacimiento del serenísimo Príncipe Baltasar Carlos de Francisco Mascareñas que fue tasada en 1630[17]. Pero también de algunas reediciones de obras de enorme fortuna editorial, así como de libros de obra nueva, como, por ejemplo, una Práctica del arrepentimiento de los pecados que, en 1612, Alonso de Arboleda y Cárdenas presentó «coregido por el corector nombrado por V.Alteça i las eratas que ai en él están inpresas como consta deste testimonio que ago presentación juntamente con el original del dicho libro»[18].
Algunos de esos expedientes también corresponden a obras que, habiéndoseles concedido los preceptivos permisos de licencia y privilegio, no llegaron entonces a imprimirse o, que sepamos, no lo han hecho nunca. Entre las primeras, a título de ejemplo, pueden señalarse El culto sevillano de Juan de Robles, cuyo manuscrito se presentó en 1631 y en cuyo expediente se conserva la censura de Francisco de Quevedo, o la Historia de la recuperación del Brasil de Eugenio de Narbona y Zúñiga, que pasó por el Consejo en 1626[19]. Entre las que permanecieron inéditas y que cabe considerar perdidas, se encuentran la antes mencionada Historia de la religión de San Juan de Diego de Yepes[20], la Primera y segunda parte del Príncipe Fenisbel y cercados del desacuerdo de Antonio Prieto de Zabala, con una singular censura de Lope de Vega firmada en julio de 1633[21], y una traducción de la Civil conversatione de Stefano Guazzo hecha por Diego de Ágreda y Vargas, a la que se concedió licencia en 1621[22].
Esta posibilidad de testimoniar documentalmente la existencia de nuevos títulos parece relevante para el mejor conocimiento de las letras hispanas del Siglo de Oro, pues los expedientes de escribanías de cámara revelan algunos capítulos ignorados de su producción. Entre ellos, mencionaremos unos enigmáticos Naipes espirituales de mucha devoción para religiosos y personas de todos estados, obra presentada por Juan Márquez de Mansilla y aprobada en 1618[23]; un De ludo et spectaculo taurorum apud Hispanos usitato del presbítero Diego de Cisneros que empezó a tramitarse en 1636[24] [véase imagen 3]; o una Minerva arquitectónica del monje bernardo Pedro García, de 1648[25].
Por último, entre los mencionados expedientes figuran también los de obras que el Consejo Real consideró inoportuno que llegasen a editarse, negándose a conceder la licencia solicitada, como, entre otras, el Huerto del celestial esposo de Constanza de Acuña, cuyo manuscrito pugnaba por recuperar la autora en 1616 [véase imagen 22]. Al no haber sido beneficiadas con la licencia que pedían, su paso por este organismo de gobierno de la Monarquía no ha dejado huella en los libros de cédulas del Consejo Real, donde, recuérdese, sí se registraban las licencias de las obras autorizadas que no llegarían a imprimirse más tarde y cuya importancia para la historia del libro y la lectura ha sido destacada, entre otros, por el magistral Jaime Moll[26].
De la riqueza de esos fondos se irá dando cuenta en las páginas siguientes, intentando ofrecer ejemplos –los cómos del Consejo– que sirvan para demostrar la importancia de los expedientes de cámara para la historia del libro y de la lectura en la cultura escrita del Siglo de Oro. Quedémonos ahora con la imagen de un autor que espera, con mayor o menor paciencia, que se le permitiera llegar a las prensas.
[1] La primera noticia del hallazgo se dio en Bouza 2008c, donde se reproducían tanto la petición original por la que se solicitaba licencia y privilegio de impresión para la obra como la censura de Antonio de Herrera. Véanse también Rico 2008a y Bouza y Rico 2009. El original del expediente se encuentra en Archivo Histórico Nacional [AHN], Consejos suprimidos, legajo 44826-1.
[2] Sobre el uso del término expediente para los asuntos cuya causa se determinaba en las escribanías de cámara del Consejo, véase el clásico Santiago Agustín de Riol citado en Álvarez-Coca González 1992. El pasaje de Riol se transcribe infra en nota 6. Algunos de los legajos a los que se pasa revista en estas páginas van rotulados «espidientes», como el AHN Consejos suprimidos, legajo 47050, de 1623.
[3] Sobre su carrera en el Consejo, Pelorson 1980. Don Gil prefería firmarse Remírez de Arellano.
[4] Véase Rico 2005.
[5] Sobre esta normativa, remitimos al completísimo Reyes 2000 y a García Martín 2003, quien hace referencia a los señores de la encomienda como antecedentes de los jueces de imprentas.
[6] Para la historia de los archivos de las escribanías de cámara, que «siempre mantuvieron una trayectoria independiente del resto de los archivos del Consejo de Castilla», véase Álvarez-Coca González 1992 (lo citado, en p. 19). En este magnífico estudio se describe la situación en la que se encontraban originalmente los archivos de cada oficio de escribanía, llamando la atención sobre un expresivo pasaje del clásico Santiago Agustín de Riol que explicaba el triste estado en el que quedaron cuando las escribanías se enajenaron, papeles incluidos. Escribía Riol: «Estos tenientes o arrendadores [de las escribanías de cámara del Consejo] procuran tener sus oficios en las calles del comercio, donde cuestan mucho los alquileres de las casas y necesitándolas grandes para la multitud de papeles y escritos, no sólo los ponían en cuebas y desvanes, donde la humedad, el polvo y los ratones los consumían o los hurtaban para tiendas o coheteros, sino que llevaban los pleitos y expedientes fenecidos a casas de los arrabales, donde, mudando de mano, o se olvidaban o perdían» (cito por Álvarez-Coca González 1992, pp. 19-20).
[7] Con carácter general, véase Cayuela 1996.
[8] Lo ha observado Rico 2008.
[9] AHN Consejos suprimidos, legajo 45219.
[10] Es sumamente interesante el uso del término «pueblo», así como de «popular», en la documentación relativa a imprentas durante el Siglo de Oro, incluso sorprendente para una historiografía que, convenientemente alerta contra el vicio del actualismo, suele recelar de su empleo para esta época. Así, las palabras de Herrera y Tordesillas