La reina de los caribes. Emilio SalgariЧитать онлайн книгу.
—dijo con tono irónico Carmaux.
—¡Llamen al Corsario Negro!
—¿Qué quieres de tal caballero, señor oficial, si puede saberse?
—Deseo parlamentar con él
—Lo siento, pero en estos momentos está ocupadísimo.
—Estará herido.
—Nada de eso, querido señor. Está mejor que yo y que vos.
—Te he dicho que deseo parlamentar con él.
—Y yo te he dicho que está ocupadísimo. Pero puedes decirme a mí, que soy su ayudante de campo, lo que deseas.
—¡Los intimo a que se rindan!
—¡Oh!
—¡Y pronto!
—¡Uf! ¡Qué furia!
—El comandante de la ciudad les promete respetar sus vidas.
—¿Con tal que nos vayamos? ¡Si no deseamos otra cosa!
—Pero con una condición.
—¡Ah! ¿Hay condición?
—Que nos cedan su nave con armas y municiones.
—Queridísimo señor, has olvidado tres cosas.
—¿Cuáles? —preguntó el oficial.
—Que tenemos nuestras casas en las Tortugas; que nuestra isla está muy lejos, y, finalmente, que no sabemos andar sobre las aguas, como San Pedro.
—Se les dará una barca para que se vayan.
—¡Hum! ¡Son tan incómodas las barcas! Prefiero volver a las Tortugas en el Rayo, y creo que el caballero de Ventimiglia es de mi opinión.
—Entonces, los ahorcaremos —dijo el oficial, que hasta entonces no se había dado cuenta de la ironía del filibustero.
—Bueno, pero tengan cuidado con los doce cañones del Rayo. Lanzan unos confetti capaces de no dejar una casa en pie, y, si es preciso, hasta de aniquilar vuestro fuerte.
—¡Lo veremos! ¡Echen abajo esta puerta!
—Compadre Saco de carbón, vamos a cortar la escalera —dijo Carmaux volviéndose al negro.
Subieron ambos al piso superior, y con pocos hachazos despedazaron la escalera, hacinando los maderos. Hecho esto, cerraron el hueco, colocando encima una pesada caja.
—¡Ya está! —dijo Carmaux—. ¡Ahora, suban si pueden!
—¿Han entrado ya los españoles? —preguntó el Corsario Negro, que había empuñado su espada y se preparaba a lanzarse del lecho, no obstante las heridas que lo atormentaban.
—Todavía no, capitán —dijo Carmaux—. La puerta es sólida, y les costará mucho trabajo echarla abajo.
El Corsario quedó un momento en silencio, y luego preguntó:
—¿Qué hora tenemos?
—Las seis.
—Debemos resistir hasta las ocho de esta noche para hacer las señales a Morgan.
—Resistiremos, señor.
—¿Podremos? Esta torre es independiente de la casa, y los españoles podrán incendiarla sin amenazar al palacio.
—¡Por cien mil diablos! —exclamó Carmaux.
—Has hecho mal en cortar la escalera, amigo mío. Toda la resistencia debía oponerse detrás de la barricada. Es necesario impedir a los españoles la entrada en el torreón.
—Tendremos tiempo. Aún no han echado abajo la puerta; pero la escalera ya está cortada.
—Aún puede servirnos.
—¡No pierdan tiempo, mis bravos!
—¡Vamos, Saco de carbón! —dijo Carmaux cogiendo su arcabuz.
—Yo seré también de la partida —dijo el hamburgués—. Entre los tres haremos prodigios e impediremos a los españoles la entrada, por lo menos hasta esta noche.
Los tres valientes volvieron a abrir el boquete y, apoyando uno de los largueros de la escalera, se dejaron deslizar al piso inferior, decididos a hacerse matar antes que rendirse. Los españoles, en tanto, habían comenzado a asaltar la puerta y golpeaban las tablas con la culata de sus mosquetes, sin buen éxito. Habrían sido precisas hachas y catapultas para abrir una brecha en aquella maciza barricada.
—¡Apostémonos tras este entredós, y apenas veamos la menor rendija, hagamos fuego! —dijo Carmaux.
—Ya estamos preparados —contestaron el negro y Wan Stiller.
Los golpes menudeaban contra las tablas de la puerta. Los españoles golpeaban hasta con sus espadones, tratando de abrir alguna brecha que les permitiese introducir las armas de fuego. Los tres filibusteros los dejaban hacer, seguros de poder rechazar fácilmente el primer ataque, no obstante la desigualdad del número. Así, Carmaux había liado tranquilamente un cigarrillo, y entre chupada y chupada gritaba:
—¡Más fuerte! ¡Pero cuiden de los mosquetes, que se les van a romper!
Los soldados, enfurecidos por tan irónicas palabras, arreciaron en sus golpes, haciendo tal estrépito que retemblaban las paredes del torreón. Pasado un cuarto de hora se oyó una voz gritar fuera:
—¡Basta!
—¿Algún nuevo refuerzo? —preguntó el negro frunciendo el ceño.
—Me temo algo peor —repuso Carmaux, algo inquieto.
Se oyó un golpe tremendo seguido de un crujido prolongado.
—¡Apelan a las hachas! —dijo el hamburgués.
—¡Se ve que les corre prisa prendernos! —dijo el negro.
—¡Oh! ¡Lo veremos! —exclamó Carmaux montando su arcabuz—. Espero que les haremos frente hasta que las tinieblas nos permitan hacer las señales a Morgan.
—Pero si golpean con tanta furia acabarán por abrir alguna brecha.
—Déjalos, Wan Stiller. Luego hablará la pólvora.
Los españoles continuaban su tarea con verdadera saña. Además de las hachas hacían uso de las espadas y de las culatas de los mosquetes, tratando de derribar la puerta. Los tres filibusteros, no pudiendo por el momento rechazar aquel ataque, los dejaban hacer. Se habían arrodillado detrás del entredós, teniendo a mano los arcabuces y las espadas.
—¡Qué furia! —dijo al cabo de un rato Carmaux—. Me parece que ya han abierto una raja.
—¿Será el momento de abrir el fuego? —preguntó el hamburgués poniéndose en pie.
—¡Espera un poco! —replicó el filibustero—. Aún tienen que atravesar el entredós.
—¡Yo veo un agujero! —dijo Moko alargando rápidamente su arcabuz.
Iba a disparar cuando se oyó una detonación. Una bala fue a romper un viejo candelabro que había en un rincón.
—¡Ah! ¡Ya empiezan! —gritó Carmaux—. ¡Por Baco! ¡Nosotros también debemos hacer algo!
Se acercó al sitio por donde había pasado la bala y miró con precaución, cuidando de no exponerse a recibir un balazo. Los españoles habían logrado abrir un boquete en la puerta y habían introducido ya otro mosquete.
—¡Muy bien! —murmuró Carmaux—. Esperemos a que hagan fuego.
Con una mano agarró el arcabuz, y trató de separarlo. El soldado que lo empuñaba, sintiendo la presión, dejó escapar el tiro y lo retiró instantáneamente para dejar el puesto a otro. Carmaux, más rápido, avanzó el suyo