La reina de los caribes. Emilio SalgariЧитать онлайн книгу.
huido los españoles?
—Nos esperan en el corredor.
—¿Y Moko?
Carmaux se asomó a la ventana.
Un vivo resplandor se extendía por encima de la torre rompiendo las tinieblas, que ya envolvían la tierra con la rapidez propia de las regiones intertropicales.
Carmaux miró hacia la bahía, en la cual se veían brillar los grandes fanales rojos y verdes de las dos fragatas.
Un cohete azul se elevaba en aquel momento tras el pequeño islote que amparaba al Rayo. Subió muy alto, hendiendo las tinieblas con fantástica rapidez, y terminó en medio de la bahía, lanzando en su derredor una lluvia de chispas de oro.
—¡El Rayo contesta! —gritó Carmaux, gozoso—. ¡Moko, responde a la señal!
—Sí, compadre blanco —repuso desde lo alto el negro.
—¡Carmaux! —interrogó el Corsario—. ¿De qué calor era el cohete?
—Azul, señor.
—Con lluvia de oro; ¿no es cierto?
—Sí, capitán.
—Sigue mirando.
—¡Otro cohete, capitán!
—¿Verde?
—Sí.
—Entonces Morgan se prepara a venir en socorro nuestro. Da orden a Moko de descender. Me parece que los españoles vuelven a la carga.
—¡Ya no les temo! —replicó el bravo filibustero—. ¡Eh, compadre; deja tu observatorio y ven a ayudarnos!
El negro echó al fuego cuanta leña le quedaba, con el fin de que la llama sirviese de guía a los hombres de Morgan, y, agarrándose a las vigas del techo, se dejó caer con precaución. Carmaux estuvo pronto a ayudarle a bajar, cogiéndole entre sus brazos.
En aquel momento se oyó gritar a Wan Stiller:
—¡Ohé, amigos! ¡Vuelven al asalto!
—¿Todavía? —exclamó Carmaux—. ¡Son muy obstinados esos señores! ¿Se habrán dado cuenta de las señales que nos ha hecho nuestra nave?
—Es probable, Carmaux —repuso el Corsario Negro—. Pero dentro de diez o quince minutos nuestros camaradas estarán aquí. Por tan poco tiempo podemos hacer frente hasta a un ejército; ¿no es cierto, amigos?
—¡Hasta a una batería! —dijo Wan Stiller.
—¡Cuidado! ¡Vienen! —gritó Moko.
Los españoles habían vuelto al piso inferior e hicieron una descarga tremenda sobre el parapeto. Carmaux y sus amigos apenas habían tenido tiempo de echarse al suelo. Las balas, silbando por encima de su cabeza, fueron a incrustarse en las paredes, haciendo caer trozos de yeso sobro el lecho del capitán. Después de aquella descarga, valiéndose de dos escaleras, se habían lanzado intrépidamente al asalto.
—¡Abajo el parapeto! —gritó Carmaux.
—¿Y luego? —preguntó Wan Stiller.
—Taparan el agujero con mi lecho —repuso el Corsario Negro, que ya se había dejado caer al suelo.
Los trastos que formaban el parapeto fueron precipitados por el agujero, cayendo sobre los españoles que subían por las escaleras. Un grito terrible siguió a aquella operación. Hombres y escaleras cayeron entremezclados con ensordecedor estrépito. Entre los ayes de los heridos, los feroces gritos de los supervivientes y las órdenes de los oficiales, resonaron tres disparos de fusil y dos de pistola.
Los filibusteros y el Corsario Negro, para hacer mayor la confusión y el terror, habían descargado sobre sus enemigos todas sus armas.
—¡Pronto! ¡Vuelquen el lecho! —gritó el Corsario.
Moko y Carmaux estuvieron prontos a obedecer. Con un irresistible esfuerzo, el lecho, aunque muy pesado, fue colocado sobre el agujero, obturándolo completamente. Apenas habían terminado, cuando a breve distancia se oyeron gritos y detonaciones.
—¡Avante, hombres del mar! —había gritado una voz—. ¡El capitán está aquí!
Carmaux y Wan Stiller se precipitaron a la ventana. En la calle un grupo de hombres con antorchas se adelantaba a paso de carga hacia la casa de don Pablo, disparando tiros en todas direcciones, acaso con la idea de aterrorizar a la población y obligar a todo el mundo a permanecer en su casa.
Carmaux reconoció pronto al hombre que guiaba aquel grupo.
—¡El señor Morgan! ¡Capitán, estamos salvados!
—¡Él! —exclamó el Corsario haciendo un esfuerzo para levantarse.
Y frunciendo el entrecejo murmuró:
—¡Qué imprudencia!
Carmaux, Wan Stiller y el negro habían separado el lecho y reanudaban el fuego contra los españoles, que intentaban un último y desesperado ataque.
Oyendo, sin embargo, el estampido de los disparos en la calle, temieron verse cogidos entre dos fuegos, y de repente huyeron en precipitada fuga, salvándose por el pasaje secreto.
Los marineros del Rayo habían entretanto echado abajo la puerta de entrada, y subían gritando:
—¡Capitán! ¡Capitán!
Carmaux y Wan Stiller se habían dejado caer al piso inferior, y después de haber colocado una escalera en el agujero se lanzaron por el corredor.
Morgan, el lugarteniente del Rayo, avanzaba al frente de cuarenta hombres elegidos entre los más audaces y vigorosos marineros de la nave filibustera.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó el lugarteniente con la espada en alto, creyendo tener ante sí españoles.
—¡Encima de aquí; en el torreón, señor! —repuso Carmaux.
—¿Vivo?
—Sí, pero herido.
—¿Gravemente?
—No, señor; pero no puede tenerse en pie.
—Quédense ustedes de guardia en la galería —gritó Morgan volviéndose a sus hombres—. ¡Que bajen a la calle y que continúen el fuego contra las casas! —agregó y seguido de Carmaux y Wan Stiller, subió al piso superior del torreón.
El Corsario Negro, ayudado por Moko y Yara, se había puesto en pie. Viendo entrar a Morgan, le tendió la mano diciéndole:
—Gracias, Morgan; pero no puedo menos que hacerte un reproche: tu sitio no es este.
—Es cierto, capitán —repuso el lugarteniente—. Mi puesto es a bordo del Rayo; pero la empresa reclamaba un hombre resuelto para llevar a los míos a través de una ciudad llena de enemigos. Espero que me perdonarás esta imprudencia.
—Todo se perdona a los valientes.
—Entonces, partamos pronto, mi capitán. Los españoles pueden haberse dado cuenta de lo escaso de mi banda y caer encima de nosotros por todas partes. ¡Moko, coge ese colchón! Servirá para acostar al capitán.
—Déjame a mí eso —dijo Carmaux—. Moko, que es más fuerte, llevará al capitán.
El negro había levantado ya con sus nervudos brazos al Corsario, cuando este se acordó de Yara. La joven india, acurrucada en un rincón, lloraba en silencio.
—Muchacha, ¿no nos sigues? —le preguntó.
—¡Ah, señor! —exclamó Yara, poniéndose en pie.
—¿Creías que te había olvidado?