La reina de los caribes. Emilio SalgariЧитать онлайн книгу.
—Sí —contestó el viejo con voz que parecía un soplo.
—¿Dónde se hallaba esa chalupa?
—Muy lejos de las costas de Venezuela.
—¿En qué sitio?
—Al sur de la costa de Cuba, a cincuenta o sesenta millas del cabo de San Antonio, en el canal del Yucatán.
—¡A tanta distancia de Venezuela! —exclamó el Corsario, golpeando el suelo con el pie—. ¿Cuándo encontraron la chalupa?
—Dos días después de la partida de las naves filibusteras de las playas de Maracaibo.
—¿Y estaba aún viva?
—Sí, caballero.
—¿Y aquel miserable no la recogió?
—La tormenta arreciaba, y su nave ya no podía resistir el embate de las aguas.
Un grito de desconsuelo salió de los labios del Corsario. Se cogió la cabeza entre las manos, y durante unos instantes el viejo solo oyó ahogados sollozos.
—¡Tú la has matado! —dijo el señor de Ribeira con voz grave—. ¡Qué tremenda venganza has cometido, caballero! ¡Dios te castigará!
Oyendo aquellas palabras, el Corsario Negro levantó vivamente la cabeza. Toda señal de dolor había desaparecido de su rostro para dejar lugar a una espantosa alteración. Su palidez era mortal, mientras una terrible llama animaba sus ojos.
—¡Dios me castigará! —exclamó con voz estridente—. Yo maté a aquella mujer a quien tanto amaba, pero ¿de quién fue la culpa? ¿Acaso ignoras las infamias cometidas por el duque, tu señor? Uno de mis hermanos duerme allá…, bajo el Escalda; los otros dos reposan en el báratro1 del mar Caribe. ¿Sabes quién los mató? ¡El padre de la mujer que yo amaba!
El viejo guardaba silencio y permanecía con los ojos fijos en el Corsario.
—Yo había jurado odio eterno a aquel hombre que había matado a mis hermanos en la flor de su edad, que había hecho traición a la amistad y a la bandera de su patria adoptiva, y que por oro había vendido su alma y su nobleza, mancillando infamemente su blasón, y he querido mantener mi palabra.
—¿Condenando a muerte a una joven que no podía hacerte ningún mal?
—La noche que abandoné a las aguas el cadáver del Corsario Rojo había jurado exterminar a toda su familia, como él había destruido la mía, y no podía faltar a mi palabra. Si no lo hubiera hecho, mis hermanos habrían salido del fondo del mar para maldecirme. ¡Y el traidor vive todavía! —repuso con ira tras una pausa—. El asesino no ha muerto, y mis hermanos me piden venganza. ¡La tendrán!
—Los muertos nada pueden pedir.
—Te engañas. Cuando el mar riela2, yo veo al Corsario Rojo y al Verde surgir de los abismos del mar y huir ante la proa de mi Rayo: y cuando el viento silba entre el cordaje de mi nave oigo la voz de mi hermano muerto en tierras de Flandes. ¿Me comprendes?
—¡Locuras!
—¡No! —gritó el Corsario—. Hasta mis hombres han visto muchas noches aparecer entre la espuma los esqueletos del Corsario Rojo y del Verde, que todavía me piden venganza. La muerte de la joven a quien yo adoraba no ha sido bastante para calmarlos, y sus almas atormentadas no reposarán hasta que yo haya castigado al asesino. Dime: ¿dónde está Wan Guld?
—¿Aún piensas en él? —exclamó el intendente—. ¿No te basta con su hija?
—No. Ya te he dicho que mis hermanos no están todavía satisfechos.
—El duque está muy lejos.
—¡Hasta el infierno iría a buscarle el Corsario Negro!
—Ve, pues, a buscarle.
—¿Adónde?
—Se dice que está en México.
—¿Se dice? ¿Tú que eres su intendente, el administrador de sus bienes, lo ignoras? ¡No seré yo quien lo crea!
—Sin embargo, no sé dónde se halla.
—¡Me lo dirás! —gritó con voz terrible el Corsario—. ¡La vida de ese hombre me es necesaria! Se me escapó en Maracaibo, en Gibraltar; pero ahora estoy resuelto a dar con él, aunque me fuera preciso hacer frente a toda la escuadra del virrey de México.
—No hablaré.
—Sin embargo, no ignoras las infamias cometidas por tu señor.
El viejo hizo un gesto negativo con la cabeza, y dijo con voz lenta:
—He oído narrar muchas cosas respecto del duque; pero ¿debo creerlas?
—¡Don Pablo de Ribeira! —dijo el Corsario con tono solemne—. ¡Soy un gentilhombre!
—Habla, pues, señor de Roccabruna.
El Corsario iba a abrir los labios, cuando se levantó, acercándose rápidamente a la ventana.
—¿Qué tienes? —le preguntó don Pablo con estupor.
El caballero no contestó. Inclinado hacia afuera escuchaba atentamente. La tormenta estaba en todo su apogeo. Truenos ensordecedores se sucedían sin cesar, y el viento silbaba por las calles, causando destrozos en tejados y fachadas. El agua caía a torrentes, estrellándose contra las paredes de las casas y el empedrado y corriendo rauda por las calles, convertidas en arroyos impetuosos.
—¿Has oído? —preguntó el Corsario con voz alterada.
—Nada, señor —repuso, inquieto, el anciano.
—¡Diríase que el viento trae hasta aquí los gritos de mis hermanos!
—¡Siniestra locura, caballero!
—¡No! ¡No es locura! ¡Las ondas del mar Caribe entonan a estas horas los salmos del Corsario Rojo y del Verde, víctimas de tu señor!
El viejo palideció y miró con espanto al Corsario. Era valeroso, pero supersticioso, como casi todos los de aquella época, y ya empezaba a creer en las extrañas fantasías del fúnebre filibustero.
—¿Has terminado, caballero? —dijo—. Acabarás por hacer que también yo vea a los muertos.
El Corsario se sentó de nuevo junto a la mesa. Parecía no haber oído las palabras del español.
—Éramos cuatro hermanos —empezó a decir con voz triste y lenta—. Pocos eran tan valientes como los señores de Roccabruna, Valpenta y Ventimiglia, y pocos tan devotos del duque de Saboya como lo éramos nosotros. La guerra había estallado en Flandes. Francia y Saboya combatían con extremo furor contra el sanguinario duque de Alba por la libertad de los generosos flamencos. El duque de Wan Guld, tu señor, separado del grueso del ejército franco-saboyano, se había atrincherado en una roca situada en una de las bocas del Escalda. Nosotros, fieles guardianes de la gloriosa bandera del heroico duque Amadeo II, estábamos con él. Tres mil españoles, con poderosa artillería, habían rodeado la roca, decididos a expugnarla. Asaltos desesperados, minas, bombardas, escalos nocturnos; todo lo habían intentado, y siempre en vano: el estandarte de Saboya nunca se había arriado. Los señores de Roccabruna defendían la fortaleza; antes se hubieran dejado hacer pedazos que entregarla. Una noche, un traidor comprado por el oro español abrió la poterna3 al enemigo. El primogénito de Roccabruna se lanzó a detener el paso a los invasores, y cayó asesinado por un pistoletazo disparado a traición. ¿Sabes cómo se llama el hombre que vilmente hizo traición a sus tropas y dio muerte a mi hermano?… ¡Era el duque Wan Guld; era tu señor!
—¡Caballero! —exclamó el anciano.
—Calla y escúchame —prosiguió el Corsario—. Al traidor le fue dada en pago de su infamia una colonia en el golfo de México, la de Venezuela; pero había olvidado que aún vivían otros tres caballeros