Tormenta de guerra. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.
tengo tiempo de agacharme antes de que el transporte en el que viajo se sacuda a mis pies y haga rechinar los frenos para detenerse a tiempo. Al momento en que los frenos se clavan, sale humo de las llantas.
El camino se sacude cuando el vehículo cae con estridencia y nosotros chocamos contra él. Tyton me sujeta de la espalda del traje y tira de mí hacia arriba mientras rompo mis correas y uso mi electricidad para atravesar el espeso tejido. Sufrimos una nueva sacudida cuando el vehículo de Tiberias y Evangeline impacta con el nuestro, lo que nos inmoviliza entre el que cayó y el suyo.
Más frenos chirriantes y choques estruendosos resuenan a nuestras espaldas, uno después de otro, en una reacción en cadena de motores retorcidos y hule quemado. Sólo los últimos transportes de la fila, unos seis, se salvan de la embestida, y frenan a tiempo para proteger su maquinaria.
Miro para todas partes sin saber adónde ir. El transporte que cayó yace de espaldas, como una tortuga volcada. Davidson bajó ya del vehículo principal y tropieza en su marcha con la máquina debajo de la cual hay soldados aplastados. Farley avanza a su lado, con una mano sobre la pistola; cae de repente sobre una rodilla y apunta con la mirada puesta en los riscos que se alzan sobre nosotros.
—¡Urgen magnetrones! —ruge Davidson y levanta una mano en petición de ayuda. Tras tender una palma, forma un escudo de color azul claro sobre el mortal borde del camino.
De un modo u otro, Evangeline ya está junto a él, sus manos parecen danzar. Sisea mientras levanta el pesado transporte, que deja ver extremidades retorcidas y cráneos aplastados de los que se derraman sesos como zumo de uvas reventadas. Davidson no pierde tiempo y se acerca bamboleante a sacar a los supervivientes de debajo del transporte suspendido en el aire.
Evangeline lo hace descender poco a poco. Con un movimiento de sus dedos desprende una puerta, para que salgan quienes se hallan dentro. Los efectivos están ensangrentados y desorientados, pero vivos.
—¡Apartaos! —les hace señas para que se alejen del transporte y, una vez que se apartan a rastras, bate palmas con fuerza.
El transporte se encoge hasta convertirse en una compacta bola dentada del tamaño de una puerta del vehículo, que ella deja caer con estrépito, con lo que satisface su deseo. Sólo los cristales y las llantas vuelan en todas direcciones, fuera del control metálico de Evangeline. Un neumático que rueda camino abajo ofrece un raro espectáculo.
Me doy cuenta de que estoy de pie sobre mi transporte inmovilizado. Evangeline se da la vuelta y en su armadura se refleja la luz de las estrellas. Pese a que Tyton está junto a mí, me siento expuesta, soy un blanco fácil.
—¡Traed a los sanadores! —grito en dirección a la hilera de vehículos aplastados que están apilados bajo los arcos—. ¡Y conseguid más luz!
Algo brilla sobre nuestras cabezas, un rayo ascendente como el sol. Es obra de las sombras, sin duda, manipuladores de la luz, que nos arrojan una luz deslumbrante y una oscuridad más cegadora aún. Bajo ligeramente los párpados, cierro un puño y emito un poco de electricidad en torno a mis nudillos. Al igual que Farley, no dejo de mirar los salientes rocosos que nos rodean. Si por cualquier motivo los saqueadores se hallan en lo alto, si están sobre nosotros, perderemos una ventaja considerable.
Tiberias lo sabe ya.
—¡Todos vigilad los acantilados! —vocifera, con la espalda contra el transporte. Tiene una pistola en una mano y sus llamas lengüetean en la otra. Los soldados no necesitan su instrucción: todos los que portan un arma la han levantado ya y envuelven el gatillo con los dedos. Sólo necesitamos un blanco.
Curiosamente, el Paso del Halcón está sumido en el silencio, salvo por algún grito y eco ocasional, en tanto las órdenes recorren la línea.
Una docena de efectivos de Montfort se abren paso por el camino que desciende en zigzag, son siluetas con trajes negros. Hacen alto en cada transporte y usan sus habilidades para tratar de separar los destrozados vehículos. Son magnetrones y colosos, o sus versiones nuevasangre.
Evangeline y sus primos se acercan pisando fuerte para soltar mi transporte del suyo.
—¿Podéis arreglarlo? —pregunto desde arriba.
Ella adopta un aire desdeñoso y hace patinar el metal retorcido para separarlo.
—Soy magnetrona, no mecánica —resopla y avanza a empujones entre los restos.
De pronto, echo de menos a Cameron y su cinturón de herramientas, pero ella está lejos, fuera de peligro, con su hermano de regreso en las Tierras Bajas. Me muerdo el labio y la cabeza me da vueltas. Ésta es una trampa insolente que nos deja vulnerables en la ladera, o inmovilizados mientras los saqueadores causan estragos en las ciudades del valle, si no es que en la capital a nuestras espaldas.
Tiberias piensa lo mismo. Corre hasta el borde de la vereda y se asoma a la oscuridad.
—¿Os podéis comunicar por radio con vuestros poblados? Debemos avisarles.
—¡Frente a usted! —grita Davidson y se acuclilla junto a un miliciano herido, cuyo brazo sostiene mientras un sanador trabaja con la pierna rota. A un lado del primer ministro, un oficial habla muy rápido en un equipo de comunicación.
Tiberias frunce el ceño y se vuelve hacia la gran cantidad de despojos.
—¡Informad a la capital! Pedid otro destacamento, sets de asalto si pueden llegar rápido.
Davidson asiente apenas. Me da la impresión de que él ya ha hecho eso también, pero contiene la lengua y permanece atento al soldado a sus pies. Media docena de sanadores trabajan con diligencia en toda la fila y atienden a los lesionados en este espantoso desastre.
—¿Qué hay de nosotros? No podemos quedarnos aquí mucho tiempo —me deslizo por mi vehículo hasta dar en el suelo; es preferible estar en tierra firme—. Algo volcó a ese transporte.
Aún sobre el toldo, Tyton se lleva las manos a la cadera. Mira el camino que sube en zigzag y examina el sitio, por lo demás vacío, desde el que cayó la máquina.
—Quizá fue una mina de poca carga. Detonada en el momento justo, lanzó un vehículo por los aires.
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