Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
noche se presentó en la casa de John Ferrier, y a ella volvió muchas veces, hasta que su rostro se hizo familiar en la granja. John, encerrado en el valle y absorbido por su trabajo, había tenido pocas ocasiones de enterarse durante los últimos doce años de las noticias del mundo exterior. Jefferson Hope pudo dárselas, y lo hizo en un estilo que interesó a Lucy tanto como a su padre. Había sido uno de los exploradores avanzados en California y podía contar muchas historias extraordinarias de fortunas que se habían hecho y de fortunas que se habían perdido en aquellos días felices e insensatos. Había sido explorador, cazador, buscador de minas de plata y ranchero. En cuantos lugares se ofrecían aventuras emocionantes, allí estaba Jefferson Hope buscándolas. No tardó en tener las simpatías del anciano granjero, que hablaba de manera elogiosa de sus buenas cualidades. En esos casos, Lucy permanecía silenciosa, pero el rubor de sus mejillas y sus ojos brillantes y felices demostraban con demasiada claridad que su corazón juvenil ya no le pertenecía. Quizá su honrado padre no hubiese observado esos síntomas, pero con seguridad que no pasaron por alto para el hombre que había conquistado su afecto.
Cierto atardecer del verano el joven llegó al galope por la carretera y frenó delante de la puerta. Lucy estaba en el umbral de la casa y fue a su encuentro. El joven pasó la brida por encima de la cerca y se adelantó a pie por el sendero.
—Lucy —le dijo, agarrándola de las dos manos y mirándole con ternura a la cara—, me marcho. No le pido ahora que venga conmigo, pero ¿está dispuesta a venir cuando yo vuelva por aquí?
—¿Y cuándo será eso? —le preguntó ella, sonrojándose y riéndose.
—De aquí a un par de meses como mucho. Entonces, cariño mío, vendré y te reclamaré. No hay nada capaz de interponerse entre nosotros.
—¿Y qué será de mi padre? —preguntó ella.
—Él me ha dado su consentimiento, para el caso en que resulte bien la explotación de las minas. Sobre eso no tengo miedo alguno.
—Pues bien: puesto que usted y mi padre lo arreglaron todo, ya no hay nada que hablar —dijo ella cuchicheando y arrimando su mejilla al ancho pecho del joven.
—¡Gracias a Dios! —exclamó él con voz áspera, inclinándose y besándola—. Entonces, asunto arreglado. Cuanto más tiempo me quede, más duro se me hará el arrancarme de aquí. Ellos me están esperando en el cañón. Adiós, corazón mío... adiós. Dentro de dos meses me verás aquí.
Mientras hablaba se apartó de ella con gran esfuerzo y, saltando sobre su caballo, se alejó a galope furioso, sin volver siquiera la vista atrás, como si temiera que si volvía la vista una sola vez para mirar lo que dejaba, le fallase su resolución. La joven quedó de pie en la puerta, siguiéndole con los ojos hasta que desapareció. Volvió a la casa como la muchacha más dichosa de todo Utah.
Capítulo III:
John Ferrier habla con el profeta
Jefferson Hope y sus cantos se habían ido de Salt Lake City hacía tres semanas. A John Ferrier le dolía el corazón cuando pensaba en el regreso del joven y en la pérdida inminente que sufriría al quedarse sin su hija adoptiva. Pero la cara feliz y radiante de ella le servía para congraciarle con aquel momento más de lo que hubiera podido conseguir cualquier otra motivo. Siempre había tenido el propósito, arraigado en lo más profundo de su decidido corazón, de que nada podría inducirle a consentir en que su hija se casase con un mormón. No contemplaba de ningún modo como matrimonio una boda de esa clase, sino que la tenía por una vergüenza y un deshonor. Pensara lo que pensara de las costumbres mormonas, permanecía inflexible acerca de ese único extremo. Se veía obligado a mantenerse en silencio, porque el manifestar una opinión heterodoxa resultaba peligroso por aquel entonces en la Tierra de los Santos.
Sí, era un asunto peligroso, tan peligroso que ni siquiera el más santo se atrevía a vociferar algo, aguantando el aliento y sus opiniones religiosas, por temor a que alguna frase salida de sus labios pudiera ser repetida equivocadamente y que ello le acarrease una rápida sanción. Los que habían sido antaño víctimas de la persecución se habían convertido ahora en perseguidores por cuenta propia, y perseguidores de las más horribles características. Ni la Inquisición de Sevilla, ni la Wehmericht alemana, ni las sociedades secretas de Italia, fueron capaces de poner en marcha una maquinaria más formidable que la que envolvió como una nube el estado de Utah.
Su invisibilidad y el misterio en que se envolvía hicieron doblemente terrible a esta organización. Parecía ser omnisciente y omnipotente. Y, sin embargo, ni se la veía ni se la oía. Todo aquel que hablaba contra la Iglesia se desvanecía, sin que nadie supiese adonde había ido ni lo que había sido de él. La esposa y los hijos esperaban en su casa, pero ningún padre regresó jamás para informarlos de lo que le había ocurrido a manos de sus jueces secretos. La consecuencia de una frase impremeditada o de un acto precipitado era el aniquilamiento inmediato, pero nadie sabía de qué índole podía ser aquel poder que estaba suspendido sobre sus cabezas. No es de extrañar que las personas viviesen temiendo y temblando siempre y que ni siquiera en los más apartados lugares se atreviesen a musitar las dudas que los oprimían.
Este poder vago y terrible se ejercía al inicio tan solo contra los recalcitrantes que, habiendo abrazado la fe mormona, querían más tarde pervertirla o dejarla de lado. Pero muy pronto fue ganando mayor amplitud. Escaseaban las mujeres adultas, y la poligamia resulta una doctrina estéril cuando se carece de población femenina. Empezaron a circular extraños rumores... de emigrantes asesinados y de salvajes saqueos en ciertas regiones en las que nunca se habían visto indios. Aparecían en los harenes de los ancianos mujeres nuevas, mujeres que languidecían y lloraban, y en cuyos rostros quedaban huellas de un horror inextinguible. Ciertos caminantes rezagados en las montañas hablaban de cuadrillas de hombres armados, enmascarados que se cruzaban con ellos de noche, subrepticia y calladamente. Estos cuentos y rumores tomaron cuerpo y forma y fueron corroborados una y otra vez hasta que se concentraron en un nombre secreto: el de la cuadrilla de los Danitas, o de los Ángeles Vengadores, que siguen siendo hoy en día, en los ranchos aislados del Oeste, un nombre siniestro y de mal agüero.
Lo que se fue sabiendo de la organización sirvió para incrementar, más bien que para disminuir, el horror que inspiraba en las mentes de los hombres. Nadie sabía quiénes eran los miembros de aquella sociedad implacable. Se mantenían en el secreto más hondo los nombres de aquellos que participaban en los hechos de sangre y de violencia que tenían lugar bajo la bandera de la religión. El mismo amigo a quien alguien comunicaba sus recelos sobre el Profeta y sobre la misión que decía tener podía ser uno de los que se presentasen de noche con fuego y espada a exigir una terrible reparación. De ahí que cada cual temía a su convecino y que nadie hablaba de las cosas que llegaban más al alma.
John Ferrier se hallaba una hermosa mañana a punto de salir para sus trigales, cuando oyó el ruido de la puerta exterior que se abría; miró por la ventana y vio que venía hacia la casa por el sendero un hombre grueso, de cabello rubio y de mediana edad. Se le subió el corazón a la garganta, porque no era otro que el gran Brigham Young en persona. Lleno de sobresalto, pues no ignoraba que aquella visita no presagiaba nada de bueno, corrió Ferrier a la puerta para recibir al jefe de los mormones. Sin embargo, este último recibió fríamente sus saludos y fue tras él con expresión severa, entrando en el cuarto de estar.
—Hermano Ferrier —dijo, tomando una silla y mirando al granjero fijamente, a través de sus blondas pestañas—, los creyentes de verdad hemos sido buenos amigos para ti. Te recibimos cuando te morías de hambre en el desierto, partimos contigo nuestro alimento, te llevamos sano y salvo hasta el Valle de los Elegidos, te hicimos entrega de una magnífica extensión de tierra y dejamos que te enriquecieses bajo nuestra protección. ¿No es así?
—Así es —contestó Ferrier.
—Solo una cosa te pedimos en pago de todo esto: que abrazaras nuestra verdadera fe y que te acomodases en todo a nuestras normas. Tú lo prometiste y, si es verdad lo que se rumorea entre todos, has mostrado negligencia en cumplirlo.
—¿En qué he mostrado negligencia? —preguntó Ferrier, extendiendo las manos en ademán suplicante—.