Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
con el índice un revoltillo de objetos extendidos en uno de los últimos escalones del arranque de la escalera—. Un reloj de oro número noventa y siete mil ciento sesenta y tres, procedente de Barraud, de Londres. Una cadena Albertina de oro, muy pesada y maciza. Anillo de oro con el emblema masónico. Alfiler de oro: la cabeza de un bulldog con rubíes a modo de ojos. Tarjetero de piel de Rusia conteniendo tarjetas de Enoch J. Drebber, de Cleveland, que corresponde a las iniciales E. J. D. de la ropa interior. No hay monedero, pero sí dinero suelto hasta la suma de siete libras trece chelines. Edición de bolsillo del Decamerón, de Boccaccio, con el nombre de Joseph Stangerson en la guarda. Dos cartas, la una dirigida a E. J. Drebber, y la otra, a Joseph Stangerson.
—¿Y a qué dirección?
—Al American Exchange, Strand, de donde serán retiradas. Ambas proceden de la Compañía de Navegación Guion y hacen referencia a la fecha de salida de sus barcos desde Liverpool. Es evidente que este desdichado se hallaba a punto de regresar a Nueva York.
—¿Han hecho ustedes alguna averiguación acerca del individuo Stangerson?
—Me puse a ello en el acto —dijo Gregson—. Hice enviar anuncios a todos los periódicos, y uno de mis hombres ha marchado al American Exchange, sin que haya regresado todavía.
—¿Preguntaron a Cleveland?
—Esta mañana pusimos el telegrama.
—¿Cómo lo redactó?
—Me ceñí al relato de lo ocurrido, manifestando que agradeceríamos cualquier dato que pudiera servirnos de ayuda.
—¿No pidió usted detalles de ningún punto que le pareciera decisivo?
—Pedí informes acerca de Stangerson.
—¿Nada más que eso? ¿No existe algún detalle sobre el que parece girar todo el caso? ¿No quiere usted volver a telegrafiar?
—He dicho todo lo que tenía por decir —contestó Gregson con acento de hombre ofendido.
Sherlock Holmes se rio por lo bajo, y ya parecía estar a punto de hacer alguna observación cuando Lestrade, que mientras nosotros manteníamos esta conversación en el vestíbulo había permanecido en la habitación delantera, reapareció en escena frotándose las manos con mucha prosopopeya y engreimiento.
—Señor Gregson —dijo—, acabo de hacer un descubrimiento de la mayor importancia y que habría pasado por alto si yo no hubiese examinado cuidadosamente las paredes.
Le centelleaban los ojos al hombrecito y saltaba a la vista que sentía júbilo oculto por haber podido anotarse un punto sobre su colega.
—Vengan ustedes —dijo, y volvió a meterse apresuradamente en la habitación, en la que se respiraba una atmósfera más despejada desde que se habían llevado a su lívido inquilino—. Y ahora, colóquense aquí —prendió un fósforo en su bota y lo levantó, arrimándolo a la pared.
—¡Fíjense en esto! —exclamó triunfante.
He hecho ya notar que el papel se había desprendido en varios sitios. En el ángulo en cuestión se había despegado un trozo grande y había dejado un recuadro amarillo de tosco revoco. De parte a parte de esta superficie desnuda, alguien había garrapateado, en letras rojas escritas con sangre, una sola palabra:
Rache
—¿Qué opinión tiene usted de esto? —exclamó el detective, con ínfulas de un empresario que exhibe un espectáculo—. Nadie reparó en ello porque este es el rincón más oscuro del cuarto y a nadie se le ocurrió mirar aquí. El asesino lo ha escrito con su propia sangre, sea hombre o mujer. ¡Vean este goterón que se ha escurrido pared abajo! Esto obliga a dejar de lado, en todo caso, la idea de un suicidio. ¿Por qué razón fue elegido este ángulo para escribir en él? Se lo voy a decir. Fíjense en la vela que hay encima de la repisa de la chimenea. Cuando esto fue escrito esa vela estaba encendida; y al estar encendida la vela, resultaba este rincón el mejor iluminado de toda la pared, en lugar de ser el más oscuro.
—¿Y qué alcance tiene esa palabra, una vez que usted la ha descubierto? —preguntó Gregson en tono despectivo.
—¿Qué alcance tiene? Pues este: que quien la escribió iba a poner el nombre femenino Rachel, pero algo ocurrió antes que él, o ella, tuviera tiempo de terminar la palabra. Fíjense bien en lo que digo: cuando se consiga poner en claro este caso se encontrarán con que algo tiene que ver en el mismo una mujer que se llama Rachel. Puede usted reírse, señor Sherlock Holmes. Usted es muy inteligente y muy hábil; pero, en resumidas cuentas, el sabueso viejo es el mejor.
—¡Perdóneme, yo se lo ruego! —dijo mi compañero, que al estallar en una carcajada había encrespado el genio del hombrecito—. Por supuesto que usted se ha adjudicado el mérito de ser el primero de nosotros que ha descubierto esto que, según todas las señales y como usted dice, parece haber sido escrito por la otra persona que participó en el misterio de la pasada noche. Todavía no he tenido tiempo de examinar esta habitación, pero, con su permiso, procederé a hacerlo ahora.
Al mismo tiempo que hablaba sacó de su bolsillo una cinta de medir y un gran cristal redondo de aumento. Provisto de estos dos accesorios recorrió, sin hacer ruido, de un lado a otro el cuarto, deteniéndose en ocasiones, arrodillándose alguna vez y hasta tumbándose con la cara pegada al suelo. Tan concentrado estaba en su tarea, que pareció haberse olvidado de nuestra presencia, porque no dejó en todo ese tiempo de chapurrar entre dientes consigo mismo, manteniendo un fuego graneado de exclamaciones, gemidos, silbidos y pequeños gritos, que daban la sensación de que él mismo se daba ánimos y esperanza. Mirándolo, me vino con fuerza irresistible al recuerdo la imagen de un sabueso de pura sangre y bien entrenado, que tan pronto se precipita hacia adelante como hacia atrás por el bosque abajo, lanzando ansiosos gruñidos, hasta que descubre otra vez el rastro perdido. Continuó en su búsqueda por espacio de veinte minutos o más, midiendo con el mayor cuidado la distancia entre ciertas señales que eran completamente invisibles para mí, y aplicando algunas veces la cinta de medir a las paredes de un modo igualmente incomprensible. En uno de los sitios reunió con gran cuidado un montoncito de polvo gris del suelo y lo guardó dentro de un sobre. Por último, examinó con su lente de aumento la palabra escrita en la pared, revisando cada una de las letras con la exactitud más minuciosa. Después de todo aquello, y dando muestras de estar satisfecho, volvió a guardarse la cinta de medir y la lente en su bolsillo.
—Afirman que el genio es la capacidad infinita de tomarse molestias —comentó, sonriéndose—. Como definición, es extremadamente mala, pero corresponde bien al trabajo detectivesco.
Gregson y Lestrade habían contemplado los movimientos de su compañero amateur con mucha curiosidad y cierto desdén. Era evidente que no habían llegado a dar importancia al hecho que yo había empezado a comprobar: que los más insignificantes actos de Sherlock Holmes tendían todos hacia una finalidad concreta y práctica.
—¿Qué opinión se ha formado usted, señor? —le preguntaron los dos al unísono.
—Si yo me jactase de ayudarles a ustedes, los despojaría con ello del honor que les corresponde en la resolución de este caso —hizo notar mi amigo—. Lo llevan ustedes hasta ahora tan perfectamente, que sería una pena que interviniese nadie más —y al decir esto, el tono de su voz rezumaba sarcasmo—. Si ustedes quieren tenerme al corriente de la marcha de sus investigaciones, yo me sentiré muy dichoso de proporcionarles toda la ayuda que esté en mi mano —continuó—. Por el momento, desearía hablar con el guardia que descubrió el cadáver. ¿Pueden ustedes darme su nombre y dirección?
Lestrade buscó en su cuaderno y dijo:
—John Rance. En este momento no está de servicio. Lo encontrará usted en el número cuarenta y seis, Audley Court, Kennington Park Gate.
Holmes anotó la dirección y dijo:
—Venga conmigo, doctor; iremos allí y daremos con él. Voy a decirles algo que quizá les sirva de ayuda en este caso —prosiguió, volviéndose hacia los dos detectives—. Aquí se ha cometido un asesinato,