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La Reina Roja. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.

La Reina Roja - Victoria Aveyard


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segunda ocasión esta noche, me cae un rayo encima.

      —Despierta, Gisa —no hablo en voz baja porque esta niña duerme como un tronco—. ¡Gisa!

      Ella se mueve y se queja desde su almohada.

      —A veces quisiera matarte… —rezonga.

      —¡Vaya, qué amable! Despierta —todavía tiene los ojos cerrados cuando salto sobre ella como un gato gigante. Antes de que pueda ponerse a gritar, quejarse y llamar a mi madre, le tapo la boca con una mano—. Escúchame, eso es todo. No hables, sólo escucha.

      Ella resopla en mi palma, pero asiente al mismo tiempo.

      —Kilorn…

      La piel se le enciende con la sola mención de mi amigo. Y hasta ríe, algo que nunca hace. Pero yo no tengo tiempo para su historia de amor de colegiala, ahora no.

      —¡Basta, Gisa! —le digo, con la respiración entrecortada—. Reclutarán a Kilorn —su risa desaparece entonces. El reclutamiento no es un chiste, al menos no para nosotras—. Ya tengo una manera de sacarlo de aquí, de librarlo de la guerra, pero necesito que me ayudes —me duele decirlo, pero las siguientes palabras escapan de mis labios de un modo u otro—. Te necesito, Gisa. ¿Me ayudarás?

      Ella no vacila en responder y yo siento que el amor por mi hermana crece sin límite.

      —Sí.

      Qué bueno que soy de baja estatura o de lo contrario el uniforme extra de Gisa no me habría quedado bien. Es grueso y oscuro, totalmente impropio para el sol del verano, con botones y cierres que parecen cocerse bajo el calor. La mochila que cargo en la espalda no deja de moverse, y casi me aplasta con el peso de las telas y los utensilios de costura. Gisa porta su propia mochila y uniforme reglamentario pero nadie parece reparar en ella. Está acostumbrada a trabajar duro y a tener una vida difícil.

      Recorremos en lancha casi todo el trayecto río arriba, apiñadas entre bushels de trigo en la barcaza de un agricultor bondadoso con quien Gisa hizo amistad hace años. Aquí la gente confía en ella, como nunca podrá hacerlo en mí. El agricultor nos deja bajar cuando aún nos falta un kilómetro y medio, cerca de la sinuosa fila de comerciantes en dirección a Summerton. Ahora arrastramos los pies junto a ellos, hacia lo que Gisa llama la Puerta del Huerto, aunque no se ven hortalizas por ningún lado. En realidad se trata de una puerta de cristal reluciente que nos deslumbra antes de que tengamos siquiera la oportunidad de traspasarla. El resto del muro parece estar hecho de lo mismo, aunque yo no puedo creer que el rey Plateado sea tan tonto para ocultarse detrás de paredes de vidrio.

      —No es vidrio —me dice Gisa—. O al menos, no del todo. Los Plateados descubrieron una forma de calentar el diamante y mezclarlo con otros materiales. Es totalmente impenetrable. Ni siquiera una bomba podría atravesarlo.

       Murallas de diamante.

      —Eso parece algo necesario.

      —¡Baja la cabeza! Déjame hablar a mí —musita ella.

      Permanezco a su lado, con la mirada fija en el camino mientras éste pasa del asfalto negro y agrietado al pavimento de piedra blanca. Esta piedra es tan suave que estoy a punto de resbalar, pero Gisa me toma del brazo para evitarlo. Kilorn no tendría ningún problema para caminar sobre esto con sus piernas de marinero. Pero él nunca estaría aquí. Se ha dado por vencido. Yo no lo haré.

      Al acercarnos a las puertas entrecierro los ojos para no deslumbrarme y poder distinguir lo que hay del otro lado. Aunque Summerton sólo cobra vida en este periodo y se vacía antes de que caiga la primera helada, es la ciudad más grande que yo haya visto jamás. Hay calles, tiendas, tabernas, casas y patios bulliciosos, orientados todos hacia la refulgente monstruosidad de mármol y cristal de diamante. Y ahora sé de dónde tomó ésta su nombre. La Mansión del Sol resplandece como una estrella, elevada treinta metros sobre el suelo en una masa ondulada de torreones y puentes. Parte de ella se oscurece aparentemente a voluntad, para dar privacidad a sus ocupantes. No se puede permitir que los campesinos vean al rey y su corte. El edificio es imponente, intimidatorio y espléndido, y es sólo la residencia de verano.

      —¡Nombres! —escupe una voz áspera y Gisa se para en seco.

      —Gisa Barrow. Ella es mi hermana, Mare Barrow. Me está ayudando a traer unas cosas para mi maestra.

      No le tiembla la voz, la mantiene firme, casi monótona. El agente de Seguridad hace una seña con la cabeza y yo hago un show para quitarme la mochila. Gisa entrega nuestras tarjetas de identidad, ambas sucias, desgastadas y casi hechas pedazos, pero válidas al fin.

      El hombre que nos examina debe conocer a mi hermana, porque apenas mira su identificación. Inspecciona la mía, y alterna entre mi cara y mi foto por espacio de un largo minuto. Me pregunto si él será un susurro y si podrá leer mi mente. Esto pondría rápido fin a mi pequeña excursión, y quizá me ganaría una soga alrededor del cuello.

      —¡Las muñecas! —suspira, ya aburrido de nosotras.

      Me siento confundida por un momento pero Gisa tiende la mano derecha sin pensar. Sigo su gesto y dirijo mi brazo al agente. Él rodea toscamente nuestras muñecas con un par de cintas rojas. El círculo se reduce hasta apretar como un grillete; no podremos quitarnos estas cosas sin su ayuda.

      —¡Avancen! —dice el agente mientras hace un gesto perezoso con la mano.

      Dos chicas no son una amenaza para él.

      Gisa asiente agradecida, pero yo no. Este hombre no merece ni una pizca de reconocimiento de mi parte. Las puertas se abren a nuestro alrededor y las cruzamos. El corazón palpita en mis oídos, y ahoga los ruidos del Huerto Magno mientras entramos en un mundo distinto.

      Es un mercado como jamás he visto antes, salpicado de flores, árboles y fuentes. Los Rojos son pocos y veloces, hacen diligencias y venden sus mercaderías, y están identificados por sus cintas rojas. Aunque los Plateados no portan cinta alguna, son fáciles de distinguir. Van cargados de gemas y metales preciosos, una fortuna que pende de cada uno de ellos. Con sólo deslizar la mano, yo podría irme a casa con todo lo que necesitaré para siempre. Todos son altos, bellos y fríos, y se mueven con una gracia acompasada que ningún Rojo podría reclamar. Nosotros no tenemos tiempo para movernos de esa manera.

      Gisa me conduce frente a una panadería con pasteles exquisitamente espolvoreados, una tienda que exhibe frutas de vivos colores que yo no había visto nunca, y hasta una colección de animales salvajes que me son completamente desconocidos. Una niña, Plateada a juzgar por su ropa, da de comer pedacitos de manzana a una criatura con manchas parecida a un caballo, pero de cuello increíblemente largo. Unas calles más adelante, una joyería reluce con todos los colores del arcoíris. Tomo nota de ella, pero aquí es difícil alzar la cabeza. El aire parece palpitar, vibrante de vida.

      Justo cuando creo que no puede haber nada más fantástico que este lugar, miro atentamente a los Plateados y recuerdo cómo son. Esa niña es una telqui, y hace levitar a tres metros de altura la manzana para dar de comer al animal de cuello largo. Un florista pasa las manos por una maceta de flores blancas y éstas crecen rápidamente, hasta enrollarse en sus codos. Es un verdoso, un manipulador de plantas y tierra. Un par de ninfos están sentados junto a la fuente, entreteniendo con parsimonia a unos pequeños con esferas flotantes de agua. Uno de los ninfos tiene cabello anaranjado y ojos malévolos, pese a que los chicos se arremolinan junto a él. En la plaza, Plateados de todo tipo se ocupan de su vida extraordinaria. Hay muchos, cada uno de ellos magnífico, espléndido e impactante, y muy lejos del mundo que yo conozco.

      —Así es como vive la otra mitad —murmura Gisa, intuyendo mi pasmo—. Es suficiente como para ponerte enfermo.

      La culpa me invade. Siempre he sentido envidia por Gisa, por su talento y todos los privilegios que le otorga, pero nunca había pensado en el costo que implica. Ella no pasó mucho tiempo en la escuela y tiene pocos amigos en Los Pilotes. Si fuera normal, tendría muchos. Sonreiría. En cambio, esta joven de catorce años va a todas partes con aguja


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