No somos niños. Catalina Donoso PintoЧитать онлайн книгу.
niños es su propia clausura y con ello la posibilidad de una sociedad que se considera a sí misma dependiente de ese futuro —encarnado en el infante—. El título de la primera película de Gaviria, que originalmente iba a ser solo Rodrigo D., incluyó la consigna del movimiento punk como declaración de principios con la que se inaugura una narrativa destinada a construir su propia anulación. Sabemos que Rodrigo D. va a morir porque la anécdota que genera su versión fílmica parte desde la imagen del suicidio, y sabemos que Mónica, la vendedora, va a morir porque su historia es una reinterpretación del clásico de Hans Christian Andersen, La pequeña vendedora de fósforos, cuyo leitmotiv está basado en la muerte injusta de la niña protagonista. Más allá de la reflexión acerca de un fenómeno social que, más de un siglo después y en una comunidad completamente distinta, sigue repitiéndose, el cuento infantil funciona a la vez como estructura que sostiene los fragmentos de su versión colombiana.
A la oposición centro/periferia que establece Ruffinelli para describir el trabajo de Gaviria como uno que posiciona la periferia al centro, quiero sumar la de futuro/no futuro, específicamente para sus dos primeros largometrajes, donde el principio de fuerza renovadora y de cambio, muchas veces asociada a la infancia, se trastoca aquí por su negación. Como vimos, la ausencia de futuro no solo funciona como una metáfora para las carencias de estos niños desposeídos, sino que literalmente como vidas tempranamente clausuradas por la muerte.
En su texto “Discurso sobre el plano-secuencia o el cine como semiología de la realidad”, Pier Paolo Pasolini utiliza la muerte como metáfora para argumentar a favor del montaje como herramienta de sentido. Así como la muerte es la única capaz de dar sentido a la vida —de otra manera un puro plano-secuencia interminable, exento de énfasis y significado—, el montaje es lo que convierte el cine en un auténtico filme:
Después de la muerte ya no existe esa continuidad de la vida, pero existe su significado. O ser inmortales o inexpresivos o expresarse y morir. La diferencia entre el cine y la vida es, por lo tanto, insignificante (75).
No hago referencia al mencionado artículo para justificar las muertes de los actores naturales como una suerte de heroísmo oscuro que les dé sentido como mártires, sino que intentando llevar, tal como lo hace Pasolini, la metáfora de la muerte a las estrategias narrativas propias de los filmes.
Todo el texto referido es una apología del montaje en oposición a un modo de entender el cine que se basa en la menor manipulación posible de sus materiales. Por el contrario, para Pasolini, el compromiso con lo real ocurre solo en la medida que proponemos ese sentido mediante una posición discursiva. Aquí es posible vincular su postura con los llamados “realismos críticos” (Vértov, Eisenstein) que postulan una realidad que solo podemos percibir de manera incompleta y que el aparato cinematográfico nos ayuda a comprender. La cámara-ojo vertoviana no es sino el súper-ojo que nos permite ver realmente lo real. Así, los filmes de Gaviria aquí analizados se sitúan en un punto intermedio que, por una parte, se emparenta con el realismo revelador de Kracauer y Bazin, pero que también se cruza con el realismo crítico que elabora dicha realidad para darle un sentido. En el primer caso, la postura ética ubica al filme como una mirada infantil desprejuiciada y abierta, donde se insertan las metodologías de observación y construcción del guion y del rodaje, mientras que el segundo integra una posición a priori —las decisiones narrativas de su autor— que sabe que lo que define a sus protagonistas es la muerte, el no futuro. Sin embargo, esa misma muerte, ahora como metáfora de los procedimientos para llevar a cabo tal narración, entrega otra vez un futuro puramente fílmico, que está basado en su negación, y que seguramente pueda analogarse al encuentro descrito por Jáuregui y Suárez, donde las miradas de lo representado y de quien lo representa se construyen una a la otra.
1 Ver Capítulo I, “El retorno de Los olvidados…”.
2 Filme revisado en el Capítulo I, “El retorno de Los olvidados…”.
CAPÍTULO III
EL OJO QUE VIGILA: UNA LECTURA DE LA INFANCIA EN EL PLANETA DE LOS NIÑOS DE VALERIA SARMIENTO
La obra fílmica de Valeria Sarmiento ha sido escasamente difundida tanto en su propio país como en Latinoamérica, e incluso algunos de sus primeros trabajos ni siquiera han podido ser localizados1. El amplio desconocimiento y los problemas de circulación que afectan no solo a la labor crítica sino que también a la llegada de los filmes a la audiencia son inconvenientes no poco usuales para la creación cinematográfica del exilio en general. Sin embargo, en este caso se suma además la condición de género de la directora, en un circuito y una cultura que todavía dificultan el camino para las cineastas2, y en particular el hecho de ser una directora que ha pasado demasiado tiempo bajo la sombra del que fuera su marido, el cineasta Raúl Ruiz. Para muchos, Sarmiento es la montajista de las películas de Ruiz y se la conoce más por las colaboraciones con él que por su trabajo independiente.
Sin embargo, en los últimos años se ha despertado en la crítica chilena un interés creciente por el trabajo de autores que fueron productivos durante el exilio y, particularmente, por el de las mujeres que siguieron activas luego de sufrir el destierro y se las arreglaron para continuar con su carrera como directoras en los países que las acogieron3. Valeria es una de ellas y a sus trabajos más conocidos se está sumando el reconocimiento y divulgación de obras menos difundidas4.
Creo que es importante destacar estos antecedentes por dos razones: la primera tiene que ver con la importancia de situar la obra no solo como un producto estético que termina en sí mismo o que dialoga fundamentalmente con una tradición fílmica, sino poner atención también en la importancia de que dichas obras circulen y puedan ser vistas y conocidas por muchos espectadores. En segundo lugar, me interesa que su obra dialogue con la de otras realizadoras que, como ya señalé, por su condición de género y por las dificultades que muchas piezas fílmicas realizadas en el exilio han encontrado para circular, no han tenido el sitial que les corresponde y ni siquiera el mínimo conocimiento por parte de la crítica y la audiencia en general.
El propósito central de este capítulo es examinar uno de los documentales menos difundidos de Sarmiento, El planeta de los niños, cruzándolo con algunos hallazgos provenientes de una investigación sobre la representación de la infancia en la literatura y el cine chilenos contemporáneos a la que me dediqué en los últimos años. Este no pretende ser un análisis exhaustivo de la cinta, ni agotar sus alcances en cuanto a la perspectiva que adopto para hacerlo, sino que se propone como una primera aproximación a este material de la mano de algunas reflexiones en torno a la mirada de y desde la infancia que el cine ha propuesto.
Es lamentable que tantos trabajos de la primera etapa de Valeria estén, o bien inencontrables, o difícilmente rastreables. Para el análisis de El planeta de los niños podría recurrir a un antecedente de otra aproximación a la infancia dentro de la filmografía de Sarmiento, en una obra comisionada por Naciones Unidas que abordaba la experiencia de niños exiliados (La nostalgia, de 1979), a la que no podemos tener acceso5. De algún modo, esta ausencia da cuenta también de la importancia de no considerar nunca a la obra un objeto aislado, sino que uno que se relaciona con un contexto al que alude, pero también con uno que la alberga. Así, es preciso comenzar este trabajo reconociendo que hay elementos relevantes que no están disponibles, y por eso cualquier aproximación a este documental es uno falible e incompleto. Georges Didi-Huberman hace referencia a la porosidad de todo archivo por medio de la metáfora de una imagen en llamas, cuyo fuego encarna, por una parte, su contacto con la “realidad”, y por otra, su referencia a otras imágenes, otros fuegos extinguidos o silenciados:
Porque la imagen es otra cosa que un simple corte practicado en el mundo de los aspectos visibles. Es una huella, un rastro, una traza visual del tiempo que quiso tocar, pero también de otros tiempos suplementarios —fatalmente anacrónicos, heterogéneos entre ellos— que no puede, como arte de la memoria, aglutinar. Es ceniza mezclada de varios braseros, más o menos caliente (35).
En ese sentido, una imagen presente es también la huella de una ausencia, de manera que aun cuando este