No somos niños. Catalina Donoso PintoЧитать онлайн книгу.
—al que llamé niño inconsciente por su propiedad residual— que se desvía de sus concepciones más idealistas para transitar hacia un escenario de devastación y escombros, y que permanece como resto indeseado pero recurrente de un adulto hecho trizas. Es este niño devenido sumidero (por una sociedad que niega sus traumas y los esconde en el basural) el que escoge Buñuel para dejar hablar al pueblo que falta, al vacío que no es ausencia sino tensión inconmensurable de lo olvidado pero no ido.
Para desarrollar el análisis me centraré principalmente en una línea de lectura. En términos generales, es una que sitúa al desarrollo como metáfora de la maduración de una sociedad en su asentamiento urbano, es decir, las ciudades como marca de maduración. Desde esta perspectiva, la película de Buñuel niega la ciudad y su madurez y se adentra en los sectores periféricos, no normados, residuales. La película solo nos muestra dos veces el territorio de la ciudad moderna, muy al comienzo en la presentación del personaje de Jaibo, y luego en una particular escena en la que Pedro se aventura en la zona urbana. Teniendo en cuenta que Buñuel optó por negarnos casi totalmente la visión de la sociedad adulta, moderna, mi propia opción es la de buscar en ese terreno inmaduro de los arrabales dos espacios conflictivos: el que guarda las marcas decrépitas de la modernidad y el que representa el residuo dentro de los contornos ya en sí mismos residuales de la periferia.
Marcas decrépitas: el desarrollo abortado
Es conocida la historia sobre la intención de Buñuel de poner “una orquesta de cien músicos tocando en los andamios sin que se los oyera” (Buñuel 195) en la escena donde los niños, liderados por el Jaibo, apedrean al ciego; sin embargo, el productor, Oscar Dancigers (el mismo que le exigió filmar un final alternativo), preocupado por el posible fracaso de la película, no lo permitió. Estos andamios, marcas de un edificio en construcción en medio de un terreno baldío y abandonado, son una primera señal de un proyecto de prosperidad que se frustra, que se chinga (esta vez no en el sentido mexicano, sino en el chileno y argentino), se aborta. No estamos frente a un edificio en proceso de construcción ni a un adolescente en desarrollo, sino que frente a un proceso interrumpido y descartado, cuyas huellas en medio del vacío estéril de la planicie lo vuelven tenebroso y hostil. Hay otra escena en la que también vemos el mismo esqueleto de edificio6, y es relevante señalar que se trata igualmente de una escena de apedreamiento. Esta es la escena del apedreamiento, aquella en la que el Jaibo, y por extensión también Pedro, se condenan como culpables de la muerte de Julián. En ambas escenas está el edificio/cadáver, y en ambas escenas hay piedras usadas para agredir a un indefenso (un ciego y un joven atacado por la espalda). Quiero destacar aquí que las piedras son en sí mismas un indicio de edificación. La piedra es el material con el que se construyen los edificios sólidos. Frente al esqueleto de edificio, abandonado, inservible, solo expuesto como fracaso del proyecto urbanizador, la piedra aparece como material de construcción devenido en arma de agresión. Los peñascos repartidos por el suelo, como exceso revenido de la construcción que no fue, encuentran su uso en la violencia7, una vez como venganza, contra el ciego, y la otra como venganza fatal, contra Julián.
Ahora entremos en el tratamiento que Buñuel da a las escenas. En buena parte de la paliza que el ciego recibe, Buñuel utiliza una cámara en contrapicado que mira desde arriba lo que ocurre. Tenemos un plano general que sigue, en un vaivén mínimo, los movimientos y trastabillones que el ciego da para evitar los golpes, y que dan los niños para alcanzarlo. La mirada no se identifica con ninguno de los dos, no hay cámara subjetiva, y para un episodio cargado de crueldad —¿qué puede ser más atroz que un niño arrojándole piedras a un ciego sino un ciego vengándose de un niño?, diría Bazin—, la distancia asumida por el ojo cinematográfico intensifica su brutalidad, su crudeza8. Con este recurso, su mirada sigue siendo neutra y amoral: no se compromete con ninguna de las contrapartes de la violencia. Ambos bandos son culpables y repulsivos —el ciego ha golpeado antes al niño—, es difícil empatizar. Y si una de las características del cine neorrealista era crear cierta identificación con los personajes desfavorecidos, especialmente si se trataba de niños, aquí vemos como Buñuel toma distancia del movimiento al optar por una mirada neutral.
La desnudez inhóspita de la construcción a medias, donde se lleva cabo el doble ajusticiamiento, hace recordar uno de los diálogos más estremecedores de la película hacia el desenlace del filme. Luego de que es revelada la culpabilidad del Jaibo en el asesinato de Julián, el ciego declara: “Deberían matarlos a todos antes de nacer”. Tal como este edificio abandonado, nonato y cadáver a la vez, es la marca de una infancia decrépita, la suspensión de su desarrollo y el olvido en el que queda sellan, en su estética de rastrojo, un hálito de niño muerto que unifica lo nuevo, lo reciente, con la vejez y la muerte.
Si bien en la escena del ciego el edificio aparece solo dos veces —al inicio como señal cartográfica del sitio en el que se desarrollarán las acciones y luego como contrafondo del Jaibo, quien destruye los instrumentos del ciego con una gran piedra—, en la escena del asesinato de Julián el edificio/esqueleto es una presencia mucho más permanente. En esta parte abundan más los planos medios que los generales y casi todos los intercambios entre los personajes tienen como imagen de fondo su figura cadavérica. De hecho, en la toma del ataque por la espalda a Julián por parte del Jaibo y también en su ensañamiento cuando, a palos, termina de matarlo mientras yace herido en el suelo de tierra y matorrales, el edificio/cadáver vigila, al igual que la cámara-testigo (planos medios, sin usar cámara subjetiva), los hechos de violencia. Sin embargo, a diferencia del ojo de la cámara, que luego de observar y retener se marcha y sigue a los personajes, a los vivos, el edificio/esqueleto/cadáver permanece, se queda ahí, velando, bajo su sombra imposible (como estructura hecha de vacíos) los restos del que ha muerto.
He situado la metáfora de la infancia en los recodos de la ciudad, entendida esta como marca material del desarrollo de una sociedad (y en cuanto el desarrollo como categoría sociológica puede, a su vez, interpretarse en paralelo al desarrollo del individuo). Por tratarse de una analogía espacial, podemos también aventurar una cartografía cognitiva (Jameson) contenida en su puesta en ejercicio dentro del filme. En esta parte, la del territorio del edificio a medias, inconcluso, abortado, se puede concluir que Buñuel construye una posición geográfica de vacíos —el terreno baldío, el edificio sin rellenar— que es habitada en sus huecos por la violencia más cruel, como apedrear a un indefenso o cobrar venganza, y que permanece aún en su labilidad, ya que es el terreno del fracaso —polvo sobre polvo y una construcción muerta al nacer—. Así, el edificio aparece como metáfora del cuerpo muerto —Julián— o la piedra como metonimia de la pieza no incorporada al edificio (su vacío, su incompletud) y que ya antes de ser, de formar parte, se vuelve resto.
El cuarto del secreto y los deseos clausurados
He mencionado anteriormente que la opción del director de negarnos la visión de la ciudad moderna (a no ser por escasas excepciones) tiene su correlato en la analogía modernización/adultez–subdesarrollo/infancia. Así, el contrapunto entre las imágenes de los hitos urbanísticos de las grandes metrópolis que dan inicio a la cinta y las barriadas que dominan el paisaje en el resto del filme, a mi entender privilegia la concepción del infante como cohabitante del adulto —niño inconsciente— y reivindica, como acto político, la presencia de aquello que se quiere clausurar u olvidar, reprimir. En este apartado pretendo desarrollar el análisis circunscribiéndolo a ciertas escenas en las que, como adelanté, se representan aquellas zonas residuales en su cualidad de sobrante o desecho.
La casa en ruinas en la que vive el ciego —y a la que luego se suma el Ojitos— está ubicada en un área que se separa del resto de la barriada por unos muros de ladrillo. Vemos esta separación claramente cuando Jaibo es llevado por un amigo a su escondite luego de haber cometido el crimen, es decir, el terreno en el que se esconde el Jaibo es el mismo que aquel en que viven el ciego y el Ojitos. Ya entraré en el estudio de los alcances metafóricos acerca de la visión, pero por ahora me interesan dos asuntos: el primero, la morfología del territorio, y el segundo, los intercambios furtivos que ahí se producen. Sobre el primer aspecto, la zona se ubica dentro del barrio y está limitada por un muro. Cuando el Jaibo ingresa, la muralla imprime la sensación de que entraremos a un espacio restringido, acotado, diferenciable del espacio abierto que acabamos de abandonar. Sin embargo, una vez