Don Lorenzo Milani. Michele GesualdiЧитать онлайн книгу.
en Montespertoli se encontró varias veces con el muchacho de los bueyes, que, ya crecido, seguía el ejemplo de su padre y se empeñaba en la defensa de los labradores. Los dos jóvenes tuvieron una confrontación. El campesino le habló de los derechos que se les negaba a los aparceros. Don Lorenzo escuchaba y reflexionaba mientras el otro acusaba, afirmando que tampoco los sacerdotes eran muy distintos de los terratenientes y que, antes o después, unos y otros iban a terminar ahorcados. Don Lorenzo le objetó que no se podía generalizar, y que también el Evangelio condenaba a los ricos.
En cualquier caso, le agradeció diciéndole que había aprendido más hablando con él en esos días que durante los cuatro años de seminario. Le regaló una hoja escrita a máquina con las bienaventuranzas del evangelio firmada por «Lorenzo, sacerdote» y adornada con el dibujo de un sacerdote ahorcado.
2
EL VICARIO
En San Donato
Su experiencia sacerdotal en Montespertoli terminó pronto. Finalmente llegó el cambio. La curia lo nombró a título permanente vicario del anciano proposto de la parroquia de San Donato en Calenzano.
Don Pugi, el proposto-párroco, ya anciano y de complexión física un tanto pesada, no alcanzaba ya a hacer frente por sí solo a los compromisos pastorales que exigía la parroquia, que estaba en crecimiento.
Por eso había decidido pedir al cardenal un joven ayudante, pero la parroquia, pobre y sin recursos suficientes para mantener a un vicario, no se lo podía permitir. De todos modos reunió coraje y expuso toda la situación.
El cardenal le respondió: «Este año tengo a un joven, vocación adulta, de familia acomodada. Es un tipo un tanto extraño, pero buen cristiano. No tiene pretensión ninguna y quiere vivir pobremente. Por ahora no he encontrado ningún sacerdote que lo reciba de manera permanente. Está colaborando temporalmente en la parroquia de Montespertoli, pero no está a gusto, porque en ese municipio la familia tiene hacienda y aparcerías, y él no quiere permanecer allí. También el viejo párroco está a disgusto por ese motivo. Si usted lo quiere, se lo envío».
«Pero ¿sabe decir misa? ¿Sabe confesar?», preguntó Don Pugi. «Seguro, de otro modo no habría sido ordenado sacerdote», respondió el cardenal. «Entonces lo cojo», concluyó el anciano párroco.
El nuevo vicario llegó a Calenzano con el autobús de Florencia en la tarde del 11 de octubre de 1947. Llovía, y el párroco había llamado a la casa parroquial a algunos parroquianos para recibirlo festivamente. Envió a un grupito de jóvenes a esperarlo con paraguas. Cuando desde la plaza de la iglesia vio a los muchachos ascender junto al joven vicario con la maleta, hizo repicar festivamente las cuatro campanas de la iglesia. Una vez que hubo entrado en la casa le acompañó habitación por habitación y le abrió los cajones de los armarios mientras le decía: «Todo lo que hay en esta casa es tuyo». El dormitorio había sido preparado por Eda, la persona que cuidaba de la casa, prestando atención a cada detalle, y el párroco había hecho el último control para asegurarse de que todo estuviese en su sitio. Hizo trasladar algún mueble y añadir un sillón para permitirle descansar después de la comida.
Más tarde, Don Lorenzo despojará por completo ese dormitorio preparado con tanto cariño y dejará en él solamente lo esencial: una deteriorada mesita celeste en el centro de la habitación, un arcón con tablones clavados de forma más o menos lograda y un catre apoyado firmemente en cuatro ladrillos de albañilería.
La amable acogida en la nueva parroquia creó de inmediato un fuerte lazo entre el anciano y el nuevo sacerdote, entre la vieja familia y el recién llegado.
Derribar los muros
La parroquia de San Donato contaba en 1947 con 1.300 almas. Se encontraba en el municipio de Calenzano, un pueblo atrapado entre Florencia y Prato, donde, como en todas las parroquias de la «roja Toscana», se vivía un clima de feroz desavenencia entre comunistas y católicos. Con los comunistas excomulgados por la Iglesia como enemigos de Dios.
El joven sacerdote encontró un pueblo ideológicamente lacerado y de un bajísimo nivel cultural. Era una división que llevaba a los jóvenes obreros y campesinos, de diversas extracciones políticas, a combatirse entre ellos. Todos estaban muy lejos de pensar que las ideologías sin objetivos elevados son barreras creadas artificialmente para dividir al pueblo y dominarlo. Si, además, en la creación de estas fracturas participa también la Iglesia, los jóvenes no solamente se alejan en gran parte, sino que se ven inducidos a considerar al sacerdote como un enemigo que está del otro lado de la barricada.
La misma religiosidad de los que giran en torno a la parroquia era más bien superficial, de tipo tradicional y folclórico, con gran atención a las fiestas y procesiones, pero lejos de los sacramentos y a menudo con estilos de vida no coherentes con los valores evangélicos.
Don Lorenzo quería ser un sacerdote con los pies firmemente apoyados en la sociedad de su tiempo, con comprensión de los verdaderos problemas del pueblo, de todo el pueblo, y con la intención de hacerse cargo de ellos. Quería que la Iglesia estuviese alineada con las razones de los últimos y ayudara a hacer emerger los valores que Dios había escondido en sus corazones y en sus mentes. Pero se dio cuenta de que, para obtener esto, era necesario derribar muros.
Examinó con mente abierta e inteligente la situación de su parroquia. Vivió y tocó de forma directa la inmensa y no deseada cruz de la ignorancia y la miseria de los pobres, y se persuadió de que el sacerdote debe ser lo más profético posible. Debe saber leer en los ojos de la gente las verdaderas necesidades para echar por tierra lo que mantiene a los débiles en condiciones de inferioridad y marginados de la sociedad. Hay que devolverles su dignidad y hacerlos iguales a los demás. Le orientaba una fuerte guía no afectada por el desgaste del tiempo: el Evangelio.
El Evangelio es revolucionario porque está inequívocamente alineado e indica en qué dirección hay que impulsar para hacer que el mundo gire de manera justa. Se equivocan los comunistas al sostener que los contenidos del Evangelio invitan a la resignación, y se equivoca la Iglesia al dirigir la mirada hacia los poderosos en lugar de alinearse con las razones de los más débiles, de apoyarlos con el ejemplo y de amarlos con la fuerza vivificante de la palabra.
Por eso el joven vicario rechaza el oratorio parroquial y la organización de toda asociación católica, porque perpetúan las divisiones entre «buenos y malos», entre nosotros y ellos. El «nosotros» y el «ellos» de Don Lorenzo son los ricos y los pobres, los primeros y los últimos, los cultos y los incultos, los insertos y los marginados, los oprimidos y los opresores, los fuertes y los débiles. Son todas diferencias que hay que superar.
Por eso el sacerdote debe estar sin medias tintas del lado del más débil, encontrar palabras nuevas capaces de abrir el corazón y los oídos de tal modo que impulse a la acción por la reconquista de la robada dignidad humana.
La misión de la Iglesia es estar cerca de ellos, formarlos, armarlos con los instrumentos que los hagan iguales y los alienten a luchar por construir un mundo más justo.
La escuela popular
Don Lorenzo retoma y desarrolla en Calenzano la intuición que ya había tenido con los chicos de Montespertoli, según la cual la verdadera pobreza de los pobres estriba en la falta de conocimientos y de dominio de la palabra: dos armas poderosas que se deben conquistar si se quiere transmitir la fuerza innovadora del Evangelio y de la Constitución italiana.
Se empeña de inmediato en organizar una escuela popular para los obreros y campesinos de su pueblo.
Con la escuela se abren las mentes, se conoce y se es conocido a fondo, se forma y se es formado, se descubren y profundizan en común los objetivos válidos por los cuales vivir y luchar. Todo esto acerca a Dios.
Se trata de un giro, de una novedad absoluta respecto de la pastoral habitual en la Iglesia, de difícil comprensión y acogida por parte de los demás sacerdotes.
El