Corruptorado. Mónica Beatriz BorniaЧитать онлайн книгу.
Immanuel Kant, Crítica del juicio, p. 365.
Receta para ser un buen ser humano
Para Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, solo quienes sienten una amigable disposición hacia sí mismos serán capaces de amar a los demás, mientras que quienes no sienten ningún afecto por sí mismos carecen de conciencia compasiva hacia sus propias penas y alegrías. Esta imbricación de uno con el otro se conoce como amistad.
El siglo XVIII será el período de la sensibilidad; así el ser humano digno de elogio y del que hablarán las letras será caracterizado como: “príncipe”, “hombre de Estado”, “General”, “honrado comerciante”, “buen amigo”, “vecino caritativo y hospitalario”, “fiel y prudente consejero”, “esposo tierno” y “padre cariñoso”.
La política cultural de época denota, en todas sus manifestaciones, la intención de “educar” al público lector en las virtudes de la mansedumbre, la sencillez, la decencia, la no violencia, la caballerosidad y el afecto conyugal: “Largo tiempo he abrigado la ambición de convertir la palabra «esposa» en el nombre más agradable y encantador de la naturaleza”, podía leerse en el periódico Spectator como muestra de un periodismo que ejercía como política cultural educar deliberadamente al público lector en determinadas virtudes.4
En todos los tiempos, el gran tema de la sociedad fue cómo hacer que el ser humano se conecte con responsabilidades y obligaciones morales, si lo suponemos egoísta por naturaleza. Algunos eticistas han instalado que deberíamos ubicar la facultad “solidaria” en el interior de cada ser humano y suponerla existente como el instinto de conservación o el hambre.
Para Eagleton, la virtud no despierta hoy gran interés en la sociedad: frugalidad, prudencia, castidad, autodisciplina, puntualidad, diligencia, entre muchas otras, no resultan atractivas. La moralidad se ha tornado burguesa, para que adhiramos a ella hará falta una motivación atractiva, que no estaríamos cerca de encontrar.
Si nos remontamos a tiempos homéricos, lo “bueno” se vinculaba con las virtudes de un “noble”, el cual, para cumplir su rol social, debía ser valeroso, hábil, rico, y en tiempos de paz, debía cultivar el ocio. La forma de juzgar la virtud en el hombre en aquellos tiempos era mediante la pregunta respecto a su accionar, pues llamar a un hombre valiente era informar a los oyentes sobre qué clase de conducta se podía esperar de él.
Advierte Alasdair MacIntyre que la “virtud” (aquello que lleva a lo “bueno”) es lo que el ser humano bueno posee y practica; es su habilidad. Pero lo que es la virtud y lo que constituye a alguien bueno ha llegado a ser conceptualmente problemático, pues el conservador moral y político siente que puede dar a sus palabras una connotación fija, pero los deslizamientos en el significado de las palabras se producen con asombrosa facilidad y frecuencia.
Los sofistas sostenían que lo bueno de un ser humano consistía en una buena actuación como hombre en una ciudad-Estado, eso era tener éxito, impresionar en la asamblea y en los tribunales; para ello era necesario adaptarse a las convenciones dominantes sobre lo justo, recto y conveniente. Todo esto, claro está, con el fin de influir con éxito sobre los oyentes. De este modo, no hay un criterio de virtud, más que su medición por el éxito, tampoco hay un criterio de justicia, excepto las prácticas dominantes en cada ciudad.
Pese al antagonismo evidente entre los sofistas y Sócrates, tienen un punto en común: ambos entienden que la virtud es “enseñable”. Será Platón quien completará a su maestro al considerar que el conocimiento de estos extremos se encuentra presente en nosotros y que solo deben ser dados a luz con la ayuda de un filósofo.
Más claridad llegará con Aristóteles. Mientras que para un sofista no existe nada bueno en sí mismo, más que la obtención por un hombre de lo que quiere, para Aristóteles y Sócrates “nadie yerra voluntariamente” porque nadie elige por su propia voluntad algo que no sería bueno para sí. No se puede así divorciar lo que es bueno para una persona de lo que es bueno simpliciter.
A Platón le interesará saber qué es lo que, en una acción o en una clase de acciones, nos hace llamarlas justas. No quiere una nómina de acciones, sino un criterio para incluirlas o excluirlas de semejante nómina. Definir una acción en términos de “hacer el bien” no será en este sentido muy iluminador.
Para los griegos, los términos aluden a objetos del mundo inmaterial (las formas), el estudio del significado de los términos corresponde a los filósofos, pues ellos, a través de una preparación en la abstracción, han aprendido a relacionarse con las formas. Así solo ellos tienen posiciones morales y políticas genuinamente fundamentales. Su preparación se efectúa sobre todo en la geometría y en la dialéctica. La dialéctica entendida como un proceso de demostración racional, que constituye un desarrollo del diálogo de la interrogación socrática. A partir de una proposición que ha sido puesta en consideración, se asciende en la búsqueda de justificaciones por una escalera deductiva hasta alcanzar la indudable certeza de las formas (EL BIEN).
4. Terry Eagleton, Los extranjeros, Madrid, Paidós, 2010, p. 45 y ss.
El bien es enseñable
Según Kant, en su Pedagogía, el ser humano es la única criatura que ha de ser educada, entendiendo por esto: los cuidados (sustento, manutención); disciplina e instrucción, juntamente con la educación. De este modo el niño/hombre siempre es, respecto a su trayecto vital, educando y estudiante. Lo es incluso en entornos contraculturales. La disciplina convierte la animalidad en humanidad. Claro está que la disciplina también puede deshumanizar.
Dice el filósofo: “Se ha de acostumbrar al hombre desde temprano a someterse a los preceptos de la razón. Si en su juventud se lo dejó a su voluntad, conservará una cierta barbarie durante toda su vida”.5
No debemos abandonar la idea de una sociedad cada vez más justa por medio de la educación transmitida de generación en generación. Pues, al fin y al cabo, una idea no es más que el concepto de una perfección no encontrada aún en la experiencia. Se puede trabajar en un plan de una educación tendiente a un fin y entregar a la posteridad una orientación para que, poco a poco, se la pueda alcanzar. Para ello debemos tener como sociedad el mismo fin valioso y compartir los mismos principios fundamentales.
Hay un tema previo que debemos abordar. El hombre nace con disposiciones naturales, las que aquí nos interesan se refieren al bien y a la justicia. Pero el ser humano no podrá desarrollarlas si no se le da un concepto para seguir, que lo obligue a ejercitarlas y a potenciarlas; para esto servirá la educación.
Si no damos por sentado que la humanidad se dirige al bien como finalidad, nada de lo que hablemos aquí tendrá sentido. Si no entendemos a las generaciones en constante progreso hacia lo mejor, nos quedaremos sin razones para educar.
5. Inmanuel Kant, Pedagogía, Madrid, Akal, 2003, p. 31.
Clases de gente en Roma y en Atenas
La gens era una conformación aristocrática, en Roma la constituían los patricios y, en Atenas, los eupátridas. Cada gens conservaba un culto especial, que se transmitía de generación en generación, y era deber de los hijos continuarlo. Los dioses de la gens solo la protegían a ella, y ningún extraño podía ser admitido a las ceremonias religiosas.
Para Fustel de Coulanges, en La ciudad antigua, eliminada la religión hereditaria, la riqueza se transformó en el elemento de distinción social. Así se necesitaba ser rico para obtener las altas magistraturas. Pero la nueva clase no logró conservar el imperio tanto tiempo como la antigua nobleza hereditaria:
Sus títulos a la dominación no eran del mismo valor.