Camino al colapso. Julián ZícariЧитать онлайн книгу.
Un buen ejemplo al respecto es el de Chacho Álvarez, cuando hablaba acerca los principales problemas del país a poco de asumir Menem su segundo mandato: “La contradicción no es ya inflación o recesión, ni se trata de bajar sueldos, sino que hay que empezar a bajar los bolsones de privilegio, luchar contra la corrupción y tener un presupuesto equilibrado con control parlamentario, a partir de allí, con un nivel de austeridad muy fuerte, se puede discutir la situación económica” (Página 12, 2/11/95). Como vemos, el prerrequisito antes de esbozar cualquier cambio no podía ser otro más que la transparencia, el control de los gastos y la austeridad. De este modo, se solía esgrimir que los problemas económicos y sociales del momento (desempleo, concentración de la riqueza, desigualdad, exclusión, primarización del aparato productivo, sobreendeudamiento, etc.) eran debidos a la corrupción y no ya al modelo que los provocaba y que tácitamente se naturalizaba al no ser cuestionado. Con lo que, bajo estas premisas, se terminaba por construir una visión degradada y peyorativa del mundo político, representado como homogéneo, espurio y sin otra motivación más que el lucro individual, la inmoralidad y el robo, y en el que se fabricaba una imagen de distancia cada vez más grande de “la gente” frente a aquellos que debían representarla (“los políticos” y la “partidocracia”).
Reforzando esta idea, debemos decir que el discurso anticorrupción lejos de ser un elemento que pudiera amenazar al orden social de aquel contexto, era más bien funcional al mismo, no solo porque era una herramienta que evadía poner en entredicho ciertos esquemas de poder, sino que incluso permitía insertarse dentro de las claves de disputas políticas propias del neoliberalismo, en el cual el combate acérrimo contra la corrupción envuelve solapadamente su oposición irrestricta a toda forma de intervencionismo estatal. Justamente, uno de los principales argumentos utilizados por Menem y por la prédica neoliberal al inicio de las reformas estructurales, fue asegurar que al privatizar las empresas públicas y desregular los mercados se aniquilaban las “bases estructurales de la corrupción”, señalando implícitamente que la transparencia solo podría lograrse con menos Estado y con más mercado (Astarita, 2014). Con lo que, el Estado y “los políticos” no solo terminaban por ser fácilmente ubicados como los focos y causas por antonomasia de la corrupción, sino que se hacía hincapié en la separación tajante entre técnica y política, donde la primera se considera neutral, científica y objetiva, mientras que la segunda sería espuria, arbitraria y cargada de vicios inherentes. De allí que el discurso “antiestatal” y el de la “anticorrupción” neoliberal tendieran a confundirse uno con otro y a generar finalmente un posicionamiento “antipolítico” como lugar común, en el cual se evitaba la discusión de los proyectos económicos y sociales alternativos al neoliberalismo y al orden imperante, y en el que su corolario no era otro más que la sugerencia de que la diagramación de las políticas públicas debería recaer ahora únicamente sobre los “técnicos”, libres de cualquier sesgo político o ideológico. De igual modo, con la instalación del tema de la corrupción como principal eje de las discusiones también se comenzaría a construir la importante demarcación dentro del espectro político de la supuesta división entre “honestos y corruptos” y ser con ello un clivaje fundamental de las articulaciones partidarias. Una prueba representativa de esto, y no sin casualidad, fue que las figuras que se estaban estableciendo como los principales líderes de la oposición (Chacho Álvarez, Fernando De la Rúa, Graciela Fernández Meijide, etc.) comenzaron a sacar jugosos frutos políticos de este tipo de dicotomías, bajo su aura de hacer política con decoro, respeto por las formas y austeridad, pero por sobre todo por hacerlo “sin corrupción”3. Así, este tipo de dinámica cultural sobre el mundo político no solo iría cimentando una mirada cínica y desesperanzada de los problemas públicos –con cierta negatividad y desentendimiento sobre la política y los partidos–, sino que también permitiría vaciar de contenidos los temas de discusión –o por lo menos a empobrecerlos–, poniendo fin a las cuestiones que habían sido fundamentales bajo la edad de oro del Estado de Bienestar –ligadas a la distribución, la igualdad y al desarrollo industrial–, para centrar ahora parte de los conflictos en torno a la institucionalidad y la ética pública.
Igualmente, junto con el nuevo clima político que se estaba edificando, los cambios más importantes que se produjeron en él fueron los realineamientos internos realizados en el propio gobierno y que jugaron también un rol de peso para transformar el horizonte. En este caso, porque la elaborada alianza que había logrado construir un sólido bloque gubernamental entre Menem, Cavallo y Duhalde terminó finalmente por fragmentarse y luego por estallar con los primeros tiempos del segundo mandato del PJ. La competencia y rivalidad de estas tres figuras –que habían funcionado como aliadas, logrando estructurar al menemismo hasta entonces bajo una exitosa coalición de gobierno–, abrirían ahora interrogantes hacia el futuro sobre los rumbos de la política nacional.
Con respecto a la figura de Cavallo, debemos decir que si bien no fue el más importante promotor del giro neoliberal llevado adelante por Menem y el peronismo, solo con su llegada al ministerio de Economía a principios de 1991 y el lanzamiento de la convertibilidad el gobierno pudo tener por primera vez un control de la situación y ganar el consenso suficiente para legitimar el giro realizado y todo el plan de reformas. Es por ello que, desde ese momento, a partir del éxito casi inmediato que tuvieron sus medidas y por el tipo de perfil discursivo que llevó adelante, Cavallo fue teniendo peso propio al convertirse en el principal defensor ideológico del programa de gobierno, lo cual le fue permitiendo escalar en sus posiciones y a hacer desembarcar a hombres de su riñón en una amplia serie de cargos gubernamentales de importancia, excediendo con mucho su influencia por fuera de su ministerio y pudiendo controlar así áreas estratégicas del Estado (Cancillería, Banco Central, Ministerio de Trabajo, Salud, Interior, DGI, etc.). A su vez, por el estilo expresivo que lo caracterizaba, de tipo tecnocrático, avasallante y totalmente acorde al rumbo pro mercado encarado por Menem, terminó por consolidar un alto protagonismo que no solo se complementaba y conjugaba muy bien con el carisma político del Presidente, sino que le daba visos de racionalidad económica al gobierno y que devino fundamental para ganar el apoyo del gran empresariado y de los mercados financieros. Incluso, el mismo talante y apoyos ganados por Cavallo proyectaron en más de una ocasión una rivalidad no tan larvada con el presidente. Sin embargo Menem, a pesar de la peligrosa autonomía que pudiera desplegar Cavallo y de que pudiera estar convirtiéndose en un amenazante competidor político, debió asumir su relación con este de manera resignada como una sociedad imprescindible, puesto que era su ministro verdaderamente quien le garantizaba la paz económica y el apoyo empresario suficiente para sostener la convertibilidad y el modelo económico en el cual sustentaba su capital político. En cada ocasión que intentó desprenderse de Cavallo, las señales y presiones que recibió para que no lo hiciera fueron las que se terminaron por imponer: desde el FMI y los organismos multilaterales de crédito, hasta las embajadas de los países centrales y dueños de las empresas privatizadas, los empresarios del capital concentrado local, bancos privados extranjeros, inversores y grupos importantes de la población a través de encuestas se lo impedían. Como era habitual ante cada rumor de ruptura, frente a conflictos públicos o disputas de protagonismo entre uno y otro, en los diarios solían aparecer solicitadas por parte del mundo de los negocios diciendo: “Expresamos nuestro más decidido apoyo a la política del presidente Menem ejecutada por su ministro Cavallo”, y en la que hablaban frente a la prensa sobre que “no imaginamos un país sin Cavallo” o “es el mejor ejecutor económico que conocemos” (Clarín, 12/09/1995 citado en Novaro, 2009)4, como también lo respaldaban en las denuncias de corrupción que sucesivamente lo iban llevando a enfrentarse con Menem y con el propio gobierno. Del mismo modo, Menem solía contraatacar remarcando que el plan de Cavallo no había implicado un cambio de rumbo al que ya previamente su gobierno se había decidido a realizar, y que el único y verdadero “garante del modelo” era él. Decía Menem: “Vamos a ser muy claros en este aspecto, el presidente de la nación es el padre de la criatura” (Clarín, 13/09/1995). Con todo, tras la reelección y nuevos chispazos entre ambos, Menem se había decidido a terminar con la dependencia de su ministro, por lo que comenzó a recortarle atribuciones, espacios de injerencia, funcionarios y a montar operaciones de prensa en su contra, especialmente al comenzar 1996, cuando lo signos de recuperación económica empezaron a tonificarse. Así, y a pesar de estar viviendo su peor momento político, el presidente intentó hacer una