Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La TorreЧитать онлайн книгу.
sus cabellos y, sobre sus bordadas túnicas de lino, collares egipcios que representaban la flor de loto.
Se miraban entre sí y sonreían. Para ellas yo era un juego y a la vez un premio a sus deseos innatos de hallar marido. Los senos se les habían reafirmado y seguro que el vello púbico había brotado en sus sexos, por lo que ya podían procrear. Pero fue Naomi, la segunda en edad, y que frisaba los catorce, la que selló mi atención y mi deseo, por la mesura de su mirada, la sensualidad de su boca, su larga melena, que le caía por los hombros, y la sutil vibración de su estilizado cuerpo.
Nada impuro parecía rozarla. Y sobre todo me atrajo porque tenía un fugaz parecido con la amirah Salomé: mi canon de belleza en una mujer. Los espejos de sus ojos grandísimos, del color de las avellanas, iluminaban la estancia donde nos recibieron. Sus labios estaban mudos y apenas si insinuaron una sonrisa de simpatía hacia mí. Noté que Naomi hizo un esfuerzo para congraciarse conmigo. Su hermana, entretanto, sacaba su lengüecilla de forma disimulada, o guiñaba sus ojos tintados de antimonio, consiguiendo que me ruborizara.
Muchos pares de ojos estaban prendidos en mí y mi corazón palpitaba.
Me sumí en una intensa reflexión en medio de un silencio casi religioso, como si estuviera examinando la delicada mercancía de un bazar. Lo decidí pronto, pues me parecía humillante para las pretendidas. Alisé mi túnica de levita, y según el ritual de elección de esposa en Israel, tomé una jarra de vino almizclado, eché unos sorbos en una copa de peltre y me dirigí hacia las dos muchachas, que me miraron expectantes.
«¿Cuál sería la elegida?», se preguntaron todos, llenos de inquietud.
La más pequeña temblaba de agitación. No lo dudé. Extendí mi brazo y le entregué la copa sonriente a Naomi, que sonrojó sus mejillas. El mal trago había pasado.
Había sido la escogida y noté que para ella era cuestión de supervivencia.
Bebió del vaso en señal de aceptación, y su padre, con voz pastosa, dijo:
—¡Aleluya! Hoy hemos sellado un pacto de sangre entre los Eleazar y los Gadara. Que Yavé bendiga esta unión y que el futuro casamiento cierre el acuerdo.
Creció un murmullo de aprobación y unimos nuestras manos. Naomi, que significa «la bella» en arameo, olía a la dulzura de las colmenas. Era gentil, esbelta y hermosa, callada, de sonrosadas mejillas, y pensé que sería una esposa y madre admirable, educada en la ley inmutable de Moisés. Tendió hacia mí su mano derecha y su contacto me infundió fuerzas. La amé desde el primer momento.
Recibió de mi madre los preceptivos regalos de joyas y vestidos, y yo añadí una redoma de perfume elaborado por mí, llamado la Flor de Jezabel, y que al abrirlo inundó de fragancias la casa. Naomi los aceptó inclinando la cabeza y esbozando una franca sonrisa, que dejó al descubierto unos dientes bien dispuestos y amarfilados. La hermana rechazada me miró con cierto resentimiento, y yo, que lo tenía previsto, le regalé otro frasco de esencias egipcias, que me agradeció sonriente.
Mi padre pagó la dote convenida en monedas de oro de Tiro, para compensar la pérdida de Naomi, y la madre nos rogó que ocupáramos los almohadones y divanes para celebrar la unión con un banquete, donde nos mostrarían toda su riqueza.
La brisa de la tarde despertó nuestros apetitos. Platos de aceitunas, de queso de cabra, tazones con oloroso y refinado aceite, rebanadas de pan candeal con miel y cordero asado con hierbas fueron servidos por los criados.
Fue entonces cuando me fijé en Uziel, mi futuro suegro. Era un hombre enteco y desgarbado, de nariz achatada y boca hundida, con los dedos llenos de aretes de oro y plata. Pertenecía a la tribu de Leví, como nosotros, pero al instante adiviné un interés en sus intenciones de casamiento. Por sus palabras me pareció que buscaba la posición en el Templo de mi familia y sobre todo aprovecharse de la influencia y del rango de mi padre en el sanedrín, que le abriría muchas puertas en Jerusalén; y percibí que su conversación giraba siempre en torno a las ganancias y al dinero.
Parecía más un saduceo que un observante fariseo.
Mientras comía y reparaba en Naomi para detectar sus sensibilidades, percibí en mí turbación al tener que separarme de mi hermana Arusa, de mi madre, la tierna Bosem, cuyo nombre significa «perfume», y de mi sabio y magnánimo padre. Escaparía de mis quehaceres de soltero, cimentados con su desvelo y amor, y perdería la protección de mis maestros y de mi poderosa progenie. Tras bendecir la mesa y lavar nuestras manos en aguamaniles de plata, Uziel manifestó:
—La fuerza de Israel está en la confianza en Yavé, pero muchos judíos han olvidado sus preceptos y se han echado en brazos de falsos ídolos.
—Solo la fe que nos une nos hace fuertes frente a los invasores romanos —resonó la voz profunda de mi padre.
—En mis viajes veo a nuestro pueblo humillado y disgregado. Por eso para mí la familia lo es todo y el casamiento de mis mujercitas necesario, Fazael.
—Solo el Mesías acabará con los males de Israel, hermano Uziel, pero hemos de regresar a la pureza de cuando fuimos humildes y animosos pastores.
Después mi suegro nos habló de los cuantiosos lucros que obtenía con la venta de dátiles, que exportaba por el mar Interior a través de una naviera fenicia, y de la que yo sería partícipe por razón de convertirme en nuevo hijo de la familia.
Permanecimos en la casa de mi prometida tres días, en los que se prolongaron los festines y agasajos y la visita al cercano río Jordán, sagrado para los hebreos. Contemplaba a Naomi constantemente para adivinar en sus gestos si había acertado en la elección. No obstante, la verdad es que yo solo deseaba rodearla con mis brazos, pues era una flor que acababa de florecer y mi sangre joven así me lo pedía. Tuvimos algunas cortas conversaciones, siempre con su tímida vacilación, y me costó abrir su corazón.
La víspera del último día de estancia, a media tarde, la observé con renovada curiosidad. Vio la interrogación en mis ojos y me preguntó comedida:
—¿Has visitado el palmeral de mi padre, Ezra?
—No, claro, aunque me gustaría. —Fingí para huir de la casa.
Nos acompañó mi hermana, una criada griega de la casa y su hermano mayor, un joven de unos veinte años de cara cetrina, nariz superlativa y ojos saltones, pero bienintencionado y de buen talante, que se esforzó en entablar conmigo una amistad fraternal. Se llamaba Fares, y tenía un diente partido que le confería a su sonrisa una mueca caricaturesca. Visitamos de camino la sinagoga, el palacio de verano de Herodes y luego el palmeral, donde trabajaba una cuadrilla de operarios.
Naomi y yo nos adelantamos a nuestros acompañantes. Y como si desearan dejarnos solos, no se esforzaron en seguirnos y se detuvieron en una noria que llenaba las acequias, donde florecían los lirios y revoloteaban las mariposas. Conversamos con placidez y lejos de oídos ajenos, y aunque se mostraba inferior a mí, según la ley hebraica, se hizo accesible desde el primer momento.
—¿Por qué me miras de ese modo tan insistente, Ezra? —se interesó.
Escruté la expresión de sus ojos melancólicos y dulces y comprobé que estaba cuajada de sueños y de cavilaciones sobre su futuro como mujer casada. Me agradó.
—He de conocer a la mujer que va a engendrar a mis hijos. ¿No te parece?
—Las mujeres de Judea no tenemos seguridad en el casorio, podemos ser lapidadas por una falta insignificante y no poseemos ningún derecho ante los tribunales. ¿De qué sirve casarse? —se lamentó fijándose en mis pupilas.
Me impresionó aquella valoración que indicaba rebeldía e inteligencia.
—La que ha de ser mi esposa nunca estará desamparada. Es conducta de mi familia —contesté, y ella me sonrió con ternura, pues adivinó mi sinceridad.
La admiración de su rostro y sus formas encantadoras me animaron.
—Este palmeral es un vergel para perderse en él, Naomi —aduje.
—Su origen