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La conquista de la actualidad. Steven JohnsonЧитать онлайн книгу.

La  conquista de la actualidad - Steven  Johnson


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cualquier otra naturaleza”. Descartes estaba lo bastante cerca de la revolución original del vidrio como para poder percibir su magnitud. En la actualidad, estamos más alejados de la influencia original del material como para poder apreciar qué tan importante fue –y continúa siendo– en nuestra vida cotidiana.

      Esta es una de esas ocasiones en las que el enfoque de largo alcance nos ilumina y nos permite ver cosas que de otra forma nos habríamos perdido, si nos hubiéramos enfocado solo en los eventos habituales de las narraciones históricas. No es algo extraño invocar a los elementos físicos al analizar un cambio histórico. La mayoría de nosotros aceptamos la idea de que el carbono ha desempeñado un papel fundamental en la actividad del hombre desde la Revolución Industrial. Pero en cierta manera, esto no es ninguna novedad: el carbono ha sido un elemento esencial para casi todos los organismos vivos desde el caldo primigenio. Pero los hombres no habían pensado en utilizar el óxido de silicio hasta que los vidrieros comenzaron a experimentar con sus curiosas propiedades hace mil años. En la actualidad, si miramos a nuestro alrededor, seguramente encontraremos cientos de objetos cuya existencia se debe al óxido de silicio, y muchos más que dependen del elemento silicio en sí: los paneles de vidrio de las ventanas o los rascacielos, la lente de nuestro teléfono con cámara, la pantalla del ordenador, todo lo que tenga un microchip, un reloj digital, etcétera. Si estuviéramos haciendo el reparto de los papeles estelares de la química en la vida cotidiana hace diez mil años, los principales serían los mismos que hoy: somos grandes usuarios de carbono, hidrógeno y oxígeno. Pero el silicio no hubiera recibido ningún crédito. Aunque es abundante en la Tierra –más del 90% de la corteza terrestre está hecha de silicio–, casi no desempeña ninguna función en el metabolismo natural de las formas de vida en el planeta. Nuestros organismos dependen del carbono y muchas de nuestras tecnologías (combustibles fósiles y plástico) también muestran la misma dependencia. Pero la necesidad de silicio es un antojo de la modernidad.

      Entonces, debemos preguntarnos por qué nos llevó tanto tiempo. ¿Por qué las extraordinarias propiedades de esta sustancia fueron ignoradas por naturaleza y por qué recién se vuelven esenciales para la sociedad humana hace aproximadamente mil años? Al tratar de responder estas preguntas, por supuesto, solo podemos especular. Pero una de las respuestas sin duda se relaciona con otra tecnología: el horno. Uno de los motivos por los que la evolución no tuvo un gran uso para el óxido de silicio es porque los productos más interesantes de esta sustancia solo aparecen al superar los 537 °C. El agua y el carbono líquidos pueden crear cosas maravillas a temperatura atmosférica, pero es difícil ver lo promisorio del óxido de silicio sin derretirlo, y la temperatura ambiente –al menos en la superficie de este planeta– nunca es tan caliente. Este fue el efecto colibrí que propagó el horno: al aprender cómo generar calor extremo en un entorno controlado, develamos el potencial molecular del óxido de silicio, que pronto transformó la forma en que veíamos el mundo y a nosotros mismos.

      De una forma extraña, el vidrio intentaba extender nuestra visión del universo desde el comienzo, mucho antes de que fuéramos lo suficientemente listos como para darnos cuenta. Esos fragmentos de vidrio del desierto Líbico que llegaron a la tumba de Tutankamón sorprendieron a arqueólogos, geólogos y astrofísicos durante décadas. Las moléculas semilíquidas del óxido de silicio indicaban que se habían formado a temperaturas que solo podían ser posibles ante el impacto directo de un meteorito, pero no había ninguna evidencia de un cráter en los alrededores. Entonces ¿de dónde habían provenido esas temperaturas extraordinarias? Un rayo puede alcanzar una pequeña área de sílice con el calor suficiente para formar vidrio, pero no puede afectar a muchos acres de arena de un solo golpe. Así, los científicos comenzaron analizar la idea de que el vidrio libio se originó a partir de la colisión de un cometa en la atmósfera terrestre, que luego explotó sobre las arenas del desierto. En 2013, el geoquímico sudafricano Jan Kramers analizó una misteriosa piedra en el área y determinó que se había originado en el núcleo de un cometa, el primer objeto de este tipo descubierto en la Tierra. Los científicos y las agencias espaciales han invertido miles de millones de dólares en la búsqueda de partículas de cometas, dado que ofrecen una percepción más profunda de la formación de los sistemas solares. Gracias a la piedra del desierto Líbico, ahora tienen un acceso directo a la geoquímica de los cometas. Y durante todo este tiempo, el vidrio estaba indicándonos el camino.

      •••

      Capítulo 2

      El frío

      A comienzos del verano de 1834, un barco de tres mástiles llamado Madagascar entró al puerto de Río de Janeiro, con la carga más inimaginable: un lago congelado de Nueva Inglaterra. El Madagascar y su tripulación trabajaban para un empresario innovador y testarudo de Boston, llamado Frederic Tudor. La historia ahora lo conoce como el “rey del hielo”, pero durante el comienzo de su adultez fue un miserable fracasado, aunque con una admirable tenacidad.

      “El hielo es un interesante objeto de contemplación”, escribió Thoreau en Walden, observando la maravillosa expansión azul congelada de su estanque en Massachusetts. Tudor había crecido admirando el mismo escenario. Como todo adinerado joven de Boston, su familia había disfrutado durante años del agua congelada del estanque de su finca en Rockwood –no solo por su estética, sino también por su perdurable capacidad de mantener las cosas frías–. Al igual que muchas familias pudientes de los climas norteños, los Tudor almacenaban bloques de hielo del lago congelado en una suerte de almacenes de hielo, unos cien kilos de cubos de hielo que se mantenían maravillosamente congelados hasta los meses de verano, donde comenzaba un nuevo ritual: cincelar los bloques para refrescar las bebidas, preparar helado o enfriar el baño durante una ola de calor.

      La idea de que un bloque de hielo sobreviva intacto durante meses sin el beneficio de la refrigeración artificial parece algo imposible de imaginar en la modernidad. Estamos acostumbrados al hielo preservado indefinidamente gracias a las tecnologías frigoríficas del mundo actual. Pero el hielo en estado salvaje es otro tema –más allá de los glaciares, asumimos que un bloque de hielo no puede sobrevivir más de una hora al calor estival, y mucho menos meses–. Pero Tudor sabía por experiencia personal que un bloque de hielo podía sobrevivir hasta el verano si se mantenía lejos del sol –o, por lo menos, hasta fines de la primavera en Nueva Inglaterra–. Y ese conocimiento plantó la semilla de una idea, un plan que le costaría su cordura, su fortuna y su libertad, antes de convertirlo en un hombre inmensamente rico.

      A los diecisiete años, el padre de Tudor lo envió a un viaje por el Caribe, para que acompañara a su hermano mayor John, quien sufría de un problema en la rodilla que lo había dejado inválido. Se creía que los climas más cálidos podían mejorar la salud de John, pero en verdad tuvieron un efecto opuesto: al llegar a La Habana, los hermanos Tudor se vieron apabullados por el clima húmedo. Pronto partieron rumbo al norte, con escalas en Savannah y Charleston, pero el calor del verano no los dejaba en paz y John pronto contrajo una enfermedad (que probablemente fuera tuberculosis). Murió seis meses más tarde, a la edad de veinte años.

      Como intervención médica, la aventura en el Caribe de los hermanos Tudor fue un completo desastre. Pero mientras sufría la inevitable humedad de los trópicos en la vestimenta de gala del siglo xix, un caballero le sugirió al joven Frederic Tudor una idea radical –y hasta algo ridícula–: si pudiera transportar hielo de alguna manera del norte hacia las Indias Occidentales, habría un inmenso mercado de comercialización. La historia del mercado global ha demostrado claramente que podían amasarse grandes fortunas transportando un bien ubicuo en un ambiente hacia otro lugar donde este era escaso. Para el joven Tudor, el hielo parecía encajar perfectamente en esta ecuación: casi sin valor en Boston, sería invaluable en La Habana.

      Frederic Tudor.

      • • •

      El mercado del hielo no era más que una corazonada, pero por algún motivo Tudor la mantuvo en su mente no solo durante el luto que siguió a la muerte de su hermano, sino también durante sus años sin rumbo como un


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