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Los novios. Alessandro ManzoniЧитать онлайн книгу.

Los novios - Alessandro Manzoni


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lo más presto posible, porque yo no puedo ir a la iglesia.

      —¿No quieren ustedes otra cosa? Antes de una hora tendrá el recado el padre Cristóbal.

      —Nos hará usted mucho favor.

      —Descuiden ustedes.

      Y al decir esto salió de la puerta algo más contento que cuando entró por ella.

      Al ver que una pobre aldeanilla mandaba a llamar con tanta confianza al padre Cristóbal, y que fray Galdino admitía el encargo sin admiración ni dificultad, nadie se figure por eso que aquel padre Cristóbal era un fraile de misa y olla. Por el contrario, era hombre de grande autoridad entre los suyos, y en toda la comarca; pero era tal la condición de los capuchinos entonces, que nada para ellos era demasiado bajo, ni demasiado elevado. Servir a la clase ínfima del pueblo, y ser servidos por los poderosos; entrar en los palacios y en las chozas con humildad y franqueza; ser a veces en una misma casa objeto de burla, y un personaje sin el cual nada se decidía; pedir limosna en todas partes, y darla a todos los que la pedían en el convento; todas éstas eran cosas a que estaba acostumbrado un capuchino. Andando por las calles le era tan fácil encontrarse con un príncipe que le besase el cordón, como con un tropel de muchachos que, aparentando reñir entre ellos, le salpicasen la barba con lodo. La palabra «fraile» era en aquellos tiempos palabra de honor y de menosprecio, y los capuchinos, quizá más que otra Orden religiosa, eran el objeto de dos sentimientos contrarios, experimentando de consiguiente los dos opuestos destinos; porque no poseyendo bienes algunos, llevando un traje extrañadamente distinto del común, y haciendo profesión más visible de humillaciones, se exponían más de cerca a la veneración o al vilipendio, según el diferente humor y el distinto modo de pensar de los sujetos con quienes se rozaban.

      Apenas salió fray Galdino, cuando Inés exclamó:

      —¡Tantas nueces, y en este año!

      —Perdone usted, madre mía —respondió la joven—, si hubiéramos dado una limosna como los demás, ¿quién sabe cuánto tiempo hubiera tenido que dar vueltas fray Galdino para llenar el saco? ¡Y Dios sabe cuándo con sus pláticas y sus cuentos hubiera vuelto al convento, y se hubiera olvidado!...

      —Tienes razón, hija mía —dijo Inés—, y al cabo lo que se da de limosna nunca es perdido.

      En esto llegó Lorenzo , y entrando con mal semblante echó despechadamente las gallinas sobre una mesa.

      —¡Bravo consejo me dio usted! —dijo a Inés—. ¡A buen sujeto me ha enviado usted a ver! ¡Cómo ayuda a los pobres!

      Y enseguida contó cuanto le había sucedido con el abogado. La buena mujer, aturdida con tan fatal resultado, se esforzaba por probar que el consejo era bueno, pero que quizá Lorenzo no habría sabido ejecutarlo; en fin, Lucía cortó la disputa, diciendo que ella esperaba haber encontrado un expediente mejor. Entregóse Lorenzo también a la esperanza, como les sucede a todos los desgraciados que se hallan metidos en algún embrollo, y después de varias razones, dijo que si el padre Cristóbal no encontraba remedio, él de un modo o de otro lo encontraría. Las dos mujeres le aconsejaron la prudencia y la paz.

      —Mañana —añadió Lucía— vendrá sin falta alguna el padre Cristóbal, y verán ustedes cómo halla algún arbitrio de los que a nosotros por nuestra ignorancia ni siquiera pueden pasarnos por la imaginación.

      —Así lo espero —dijo Lorenzo—, pero en todo caso yo buscaré una salida; que por fin en este mundo no deja de haber justicia.

      Con tan tristes razonamientos, y con las idas y venidas que hemos referido, se pasó aquel día, ya empezaba a oscurecer.

      —¡Buenas noches! —dijo tristemente Lucía.

      —¡Buenas noches! —respondió aún más tristemente Lorenzo, que no acertaba a marcharse.

      —Algún santo nos ayudará —replicó la joven—, ten prudencia y resignación.

      Otros consejos de la misma clase agregó la madre, y el novio se marchó con el corazón angustiado, y repitiendo muchas veces: «Por fin en este mundo no falta quien haga justicia», ¡tan cierto es que el hombre que padece una gran aflicción, no sabe lo que se dice!

      CAPÍTULO IV

      Todavía no se dejaba ver el sol en el horizonte cuando el padre Cristóbal salió de su convento de Pescarénico para ir a la casita en donde le aguardaban. Pescarénico es una corta aldea en la orilla izquierda del Ada, o por mejor decir, del Lago, a pocos pasos del puente: la forman un pequeño grupo de casas de pescadores, cuyas paredes se ven de trecho en trecho tapizadas con redes puestas a secar, y otros varios instrumentos de pesca. El convento está situado (todavía existe el edificio) a alguna distancia del pueblo, pasando entre los dos el camino que va desde Lecco a Bérgamo. El cielo estaba despejado y sereno, y a medida que el sol salía por detrás del monte, su luz bajaba de la cumbre de las montañas opuestas, desplegándose rápidamente por las pendientes y los valles. Un vientecillo de otoño desprendía de las moreras las hojas ya amarillas, llevándolas a caer a alguna distancia del árbol.

      En las viñas a derecha e izquierda brillaban con un color rojo variado los pámpanos de los sarmientos todavía frescos, y los surcos recién labrados se distinguían por su color oscuro de las rastrojeras blanquecinas y relucientes con el rocío. Alegre era su perspectiva; pero contristaba la vista de cada aldeano que pasaba. Encontrábanse sin cesar mendigos macilentos y andrajosos, o envejecidos en este oficio, u obligados entonces por la necesidad a pedir limosna. Pasaban tristemente al lado del padre Cristóbal, le miraban con respeto y aunque nada podían esperar de él, pues un capuchino jamás tocaba dinero, le saludaban como dándole gracias por la limosna que recibían en el convento. No menos doloroso era el cuadro que presentaban los labriegos, diseminados por los campos. Algunos echaban a la tierra las semillas con escasez y a disgusto, como quien aventura cosas que teme desperdiciar, y otros manejaban el azadón con flojedad y desaliento. La zagaleja flaca y descolorida llevando del cordel la vaca extenuada, y mirando al suelo, a manera de quien busca alguna cosa, se bajaba de cuando en cuando, con el fin de coger para alimento de la familia ciertas yerbas, habiendo el hambre enseñado al hombre que con ellas se puede sostener la vida. Aumentaban semejantes objetos la tristeza del buen religioso, el cual caminaba con el desagradable presentimiento de que iba a oír alguna desgracia. Pero, preguntarán mis lectores, ¿por qué este fraile tomaba tanto interés por Lucía?, ¿por qué al primer aviso se puso en camino con tanta presteza como si le llamara el padre provincial? ¿Y quién era este padre Cristóbal? Es preciso satisfacer a semejantes preguntas.

      Era el padre Cristóbal de*** un hombre cuya edad se acercaba más a los sesenta años que a los cincuenta. Su cabeza rapada, a excepción de lo que formaba la corona, solía alzarse de cuando en cuando con movimientos de orgullo y de impaciencia, pero al momento se inclinaba por reflexión de humildad. La barba canosa, y tan larga que le llegaba hasta el pecho, realzaba las facciones superiores del rostro, a las cuales más bien daba gravedad que disminuía su expresión la abstinencia habitual de muchos años; y aunque sus ojos hundidos estaban por lo regular inclinados al suelo, algunas veces brillaban con repentina viveza.

      No siempre había sido el padre Cristóbal el que era entonces, ni su nombre el que acabamos de darle, pues en la pila recibió el de Ludovico.

      Fue su padre un mercader que, hallándose con muchas riquezas en los últimos años de su vida, y con este hijo único, dejó el comercio por vivir a lo grande.

      En su nuevo estado de ociosidad, dio en avergonzarse tanto de haber sido útil a la patria en su antigua profesión, que predominado de semejante extravagancia, buscaba todos los medios posibles para hacer olvidar que había sido mercader, y él mismo hubiera querido olvidarlo; pero el almacén, la vara de medir y los fardos se le presentaban siempre a la memoria, como a Macbeth la sombra de Banquo, entre la suntuosidad de las mesas y la lisonjera sonrisa de los parásitos. Y es indecible el cuidado con que estos aduladores procuraban evitar hasta la más mínima palabra que aludiese a su antigua profesión, tanto, que no volvió a ser convidado un imprudente gorrista que, contestando a cierta chanza del amo de la casa, le dijo que hacía


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