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Los novios. Alessandro ManzoniЧитать онлайн книгу.

Los novios - Alessandro Manzoni


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es la satisfacción.» Así pues, con los ojos bajos, y el padre compañero al lado, entró por la puerta, cruzó el gran patio entre la turbamulta que lo miraba con curiosidad poco ceremoniosa, subió la escalera, y pasando por medio de otra muchedumbre elegante, que se separaba dejándole paso y siguiéndole con la vista, llegó hasta el amo de la casa, el cual, rodeado de los parientes más propincuos, estaba de pie en medio de la última sala con la cabeza levantada y los ojos bajos, la mano izquierda apoyada al puño de la espada, y la derecha sobre el pecho sosteniendo el cuello de la capa.

      Hay a veces en el continente y en el rostro de un hombre cierta expresión tan clara, que entre un número inmenso de personas inclina a todas a formar de él un mismo juicio. El rostro y el continente de fray Cristóbal decían claramente que no se había metido fraile ni hacía aquel acto de humillación por temor humano; y esto principió a conciliarle los ánimos. Así que vio al ofendido, apresuró el paso, se echó de rodillas a sus pies, cruzó las manos sobre el pecho, y bajando la cabeza rapada, se expresó en estos términos:

      —Yo soy el homicida del hermano de usted. Bien sabe el Señor que quisiera restituirle la vida a costa de mi sangre; pero no pudiendo sino pedir perdón, le suplicó que acepte por Dios mi arrepentimiento.

      Todos los ojos estaban clavados en el novicio y en el personaje a quien hablaba; todos los oídos prestaban atención a sus expresiones. Al callar fray Cristóbal, se levantó en toda la sala un murmullo expresivo de compasión y respeto.

      El caballero, que estaba en actitud de forzada condescendencia y de ira comprimida, se conmovió también al oír aquellas palabras, y bajándose hacia el religioso, le dijo con voz alterada:

      —Levántese, padre... la ofensa... el hecho a la verdad... mas el hábito que usted lleva, y también por usted; pero padre, levántese... Mi her— mano... no puedo negarlo, era un caballero... un hombre... algo precipi— tado... algo vivo. Es cierto que todo sucede por disposición de Dios... No se hable ya del asunto... Pero, padre, usted no debe estar en esa postura.

      Y cogiéndole del brazo le levantó. Fray Cristóbal, de pie, pero con la cabeza baja, contestó:

      —¿Conque podré esperar que usted me perdone? Y si usted me concede su perdón, ¿de quién no podré esperarle? ¡Ah!, si yo pudiera oír de su boca esa palabra: ¡perdón!

      —¡Perdón! —replicó el caballero— ya usted no lo necesita; pero pues lo desea, yo le perdono de corazón, y todos...

      —¡Todos, todos! —gritaron a la vez los circunstantes.

      Se manifestaron entonces en la cara del religioso gozo y agradecimiento, sin que por eso se dejase de traslucir un profundo arrepentimiento del mal que no reparaba suficientemente el perdón de los hombres. Conmovido el caballero por sí mismo y por la común exaltación de los circunstantes, echó los brazos al cuello a fray Cristóbal, y le dio y recibió el ósculo de paz. Un ¡bravo!, un ¡muy bien! repetido resonó por todas partes. Agolpáronse todos y rodearon al religioso.

      Llegaron entretanto los criados con abundantes refrescos, y acercándose el caballero a fray Cristóbal, que indicaba querer despedirse, le dijo:

      —Padre, tome usted alguna cosa: déme usted esta prueba de amistad.

      Y se dispuso a servirle antes que a los demás; pero negándose el padre Cristóbal con urbana y afectuosa resistencia:

      —Estas cosas —dijo— no son ya para mí; pero no permita Dios que yo deseche sus ofrecimientos. Estoy para ponerme en camino: tenga usted, pues, la bondad de mandarme traer un pan para que pueda yo decir que he disfrutado su limosna, que he comido su pan, y que he conseguido una señal de su perdón.

      Habiéndolo mandado así el caballero, se presentó el mayordomo con un pan en una bandeja de plata, poniéndolo en manos del religioso, el cual, después de tomarlo y dar las gracias, pidió licencia para ausentarse. Abrazó otra vez al amo de la casa, y a los que estando más inmediatos se apresuraron a darle los brazos, costándole trabajo el poder separarse de ellos. También en las demás piezas y en la antesala tuvo que hacer esfuerzos para desprenderse de los criados, y hasta de los bravos, que le besaban la extremidad del hábito y el cordón; y en la calle le llevó el pueblo como en triunfo, acompañándole hasta la puerta de la ciudad, por donde salió para principiar su pedestre viaje con dirección a la casa de su noviciado.

      No es nuestro ánimo escribir la historia de su vida claustral: diremos solamente que cumpliendo siempre gustosa y exactamente con las obligaciones que con frecuencia se le imponían de predicar y asistir a los moribundos, no perdía ocasión de llenar otros dos deberes que él mismo se había impuesto, a saber: el de cortar disensiones y proteger a los oprimidos. En esta resolusión entraba, sin que él lo advirtiese, algún poco de su antiguo hábito, y un resto de aquel espíritu belicoso que no pudieron extinguir del todo las humillaciones y las penitencias. Su lenguaje era por lo regular llano y humilde; pero cuando se trataba de justicia, o de verdad combatida, se enardecía pronto, y su ímpetu antiguo, reunido y modificado con el énfasis adquirido en el uso de la predicación, daba a aquel lenguaje un carácter particular. Su continente, lo mismo que su aspecto, indicaba una larga guerra entre un genio pronto y fuerte y una voluntad opuesta, habitualmente victoriosa, siempre sobre sí, y dirigida por motivos e mspirac1ones superiores.

      Si alguna pobre desconocida, hallándose en el caso de Lucía, hubiese implorado su favor, el padre Cristóbal se hubiera prestado inmediatamente a protegerla; pero tratándose de Lucía, acudió con tanto más interés cuanto conocía y admiraba su inocencia y virtud. Ya estaba sobresaltado con el riesgo que corría, y había excitado su enojo la torpe persecución declarada contra ella. A esto se agregaba que habiéndola aconsejado, por mejor acuerdo, que no hiciese novedad ni hablase del asunto, temía que el consejo pudiese haber producido algún triste resultado, y en este caso acompañaba al ardor de su innata caridad aquella angustia escrupulosa que atormenta frecuentemente a los buenos.

      Pero mientras nosotros hemos estado contando sus hechos, el padre Cristóbal llegó a casa de Lucía y se asomó a la puerta: Lucía y su madre dejaron las devanaderas, y se levantaron diciendo a una voz:

      —¡Padre Cristóbal, sea usted bienvenido!

      CAPÍTULO V

      Parose a la puerta el buen religioso, y apenas miró a las dos mujeres, conoció que era cierto su presentimiento, y así, con aquel tono de voz con que se pregunta, temiendo una desagradable respuesta, dijo:

      —¿Y bien?

      Y Lucía contestó prorrumpiendo en llanto. Empezó la madre pidiéndole perdón por la molestia; pero el padre se adelantó, y sentándose en un banquillo cortó todos los cumplimientos de Inés, diciendo a Lucía:

      —No hay que afligirse, ¡pobre muchacha!

      Y volviéndose a Inés, añadió:

      —Y usted dígame lo que hay.

      Mientras la buena mujer hacía su relación lo mejor que podía, el padre Cristóbal mudaba de cuando en cuando de color, a veces levantaba los ojos al cielo, otras hería el suelo con el pie, y concluido el relato, se cubrió con ambas manos la cara exclamando:

      —¡Bendito sea Dios!, hasta dónde...

      Pero sin concluir la frase y vuelto a las dos mujeres dijo:

      —¡Pobrecillas! Dios quiere probar a ustedes... ¡Pobre Lucía!

      —¿Y nos abandonará usted? —dijo Lucía sollozando.

      —¡Abandonaros! —contestó el religioso—, ¡no quiera Dios que tal haga! No os desalentéis: Dios os asistirá: Dios todo lo ve, y puede valerse de un hombre de la nada como yo, para confundir a un... Vamos a pensar lo que se puede hacer.

      Diciendo esto, apoyó el codo izquierdo en la rodilla, inclinó la frente sobre la palma de la mano, y con la derecha apretó la barba como para discurrir; pero cuanto más pensaba, tanto más grave y complicado le parecía el negocio, y más escasos, inciertos y peligrosos los recursos.

      —Avergonzar


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