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Los novios. Alessandro ManzoniЧитать онлайн книгу.

Los novios - Alessandro Manzoni


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corto en preguntas; pero todas las eludió don Rodrigo, remitiéndose siempre al día señalado, pues no quería comunicar designios que ni estaban intentados, ni todavía decididamente resueltos.

      La mañana siguiente despertó don Rodrigo, y despertó el mismo don Rodrigo de antaño, que es lo mismo que decir, que con el sueño de la noche se había desvanecido la poca compunción que excitó en su ánimo aquel: «Vendría un día», del capuchino, y sólo quedaba en él la ira exasperada por el remordimiento de todo lo que él llamaba debilidad pasajera, no habiendo contribuido poco a restituirle a sus antiguos sentimientos de depravación las demostraciones de obsequio y sumisión recibidas en el paseo del día anterior, y las chanzas del primo.

      Apenas levantado, hizo llamar al Canoso. «¡Asunto gordo!», dijo para sí el criado que recibió la orden, porque el hombre que tenía este apodo era nada menos que el jefe de los bravos, el mismo a quien se encargaban las empresas más arduas y arriesgadas, el que gozaba de la confianza del amo, y fiel a toda prueba, tanto por su interés como por agradecimiento. Habiendo cometido públicamente un homicidio, para librarse de las uñas de la justicia, se había acogido a la protección de don Rodrigo, el cual, con recibirle por criado, le había puesto al abrigo de toda persecución. Prestándose de esta manera a cometer cualquier delito que se le mandase, se había asegurado la impunidad del primero. Su adquisición era para don Rodrigo cosa de mucha importancia; porque además de ser el Canoso el más valiente de todos sus criados, era también una muestra de lo que el amo podía intentar con éxito contra las leyes, de modo que su poder se aumentaba tanto en realidad como en opinión.

      —Canoso —dijo don Rodrigo—, ahora es cuando se ha de ver lo que vales. Antes de mañana esa Lucía debe estar en este palacio.

      —Jamás se dirá que el Canoso ha dejado de obedecer un mandato de su señor.

      —Llévate los hombres que necesites, manda y dispón la cosa como te parezca, con tal que se consiga el objeto; pero cuida sobre todo de que no se le haga daño.

      —Señor, un poco de miedo para que no alborote es indispensable.

      —¡Miedo!... comprendo... es preciso; pero cuidado que no se la toque al pelo de la ropa; en fin, que se la respete en todo y por todo. ¿Entiendes?

      —Señor, no es posible arrancar una flor de su planta y traerla a vuestra señoría sin ajarla un poquito; pero no se hará sino lo puramente necesano.

      —La cosa queda a tu cargo... ¿Cómo piensas tú hacerlo?

      —Estaba pensándolo... Tenemos la fortuna de que la casa se halla a la salida del pueblo. Necesitamos de un paraje para ocultarnos, y justamente a poca distancia hay en el campo aquella casucha medio derribada, aquella casa... pero... vuestra señoría nada sabe de estas cosas... Una casa que se quemó pocos años hace; y como no hubo dinero para levantarla, se ha quedado abandonada. Ahora tienen allí sus juntas las brujas; pero no siendo hoy sábado poco importa: como estos paletos están llenos de aprehensiones, no haya miedo que se acerquen en ningún día de la semana, aunque los maten; y así podemos ocultarnos allí sin temor de que nadie venga a molestarnos.

      —¡Bien va! ¿Y luego?

      Aquí proponiendo el Canoso y discurriendo don Rodrigo, quedaron por último de acuerdo acerca del modo de lograr el intento, y de cómo se haría, no sólo para que no quedase indicio de los autores, sino también para dirigir las sospechas a otra parte con falsas apariencias, imponer silencio a la pobre Inés, y causar tal miedo a Lorenzo que se le pasase el dolor, la idea de acudir a la justicia, y hasta la gana de quedarse, con todas las demás infamias necesarias para el éxito de la infamia principal. Omitimos el referir todas las ocurrencias de aquel acuerdo, por no ser necesarias para nuestra historia, como lo verán los lectores; y además nos desagrada entretenernos y entretenerlos tanto tiempo con la criminal conferencia de aquellos dos malvados. Bastará con decir que, marchándose ya el Canoso a poner mano a la obra, le llamó don Rodrigo diciéndole:

      —Oye, si por casualidad cayese bajo tus uñas aquel badulaque insolente, no será mal hecho darle con anticipación entre el cogote y la rabadilla un buen recuerdo, pues así hará más efecto la orden que se le intime el día siguiente de callar su pico. Pero no le busques expresamente, por no echar a perder el negocio principal: ¿me comprendes?

      —Déjelo vuestra señoría a mi cuidado —contestó el Canoso.

      E inclinándose en ademán de obsequio y valentonada, se despidió de su amo.

      Empleó toda la mañana en reconocer el país. El supuesto mendigo, que del modo que hemos visto, se había introducido en la casita de Inés, era el Canoso, el cual adoptó aquel medio para levantar con la vista el plan de ella; y los supuestos viajantes eran sus perversos compañeros, a los cuales, para obrar bajo sus órdenes, bastaba un conocimiento más ligero del paraje; así es que hecha la necesaria inspección, no volvieron a parecer para no llamar la atención demasiado.

      Vueltos al palacio de don Rodrigo, el Canoso dio cuenta de todo a su amo, y quedando acordado definitivamente el plan de la empresa, se distribuyeron los encargos, y se dieron las instrucciones correspondientes. Nada de esto pudo hacerse sin que el antiguo criado, que estaba alerta, dejase de conocer que se maquinaba alguna cosa de grande importancia. A fuerza de oír y de preguntar, de mendigar media noticia en un punto, media en otro, de glosar para sí una palabra vaga, e interpretar una acción misteriosa, hizo tanto que vino en conocimiento de lo que se trataba de ejecutar aquella noche; pero cuando llegó a averiguarlo era muy tarde, y ya una vanguardia de bandoleros había salido a campaña para ocultarse en la casucha medio derribada.

      Aunque el pobre anciano no dejaba de conocer cuán arriesgado era el juego que jugaba, y temiese que el auxilio fuese el socorro de España; sin embargo, no queriendo faltar a lo que se había comprometido, salió con pretexto de ir a que le diese un poco el aire, y se dirigió apresuradamente al convento para avisar al padre Cristóbal. Poco después se pusieron en movimiento los demás bravos, saliendo a la deshilada uno después de otro, para no aparentar reunión, y tras ellos el Canoso, quedando para lo último una litera, que debía conducirse entrada la noche, y efectivamente se condujo a la casucha indicada. Reunidos allí todos, envió el Canoso a tres de ellos a la taberna de la aldea; el uno para que quedase a la puerta observando lo que pasaba en la calle hasta el momento en que todos los vecinos estuviesen recogidos en sus casas; los otros dos para que se entretuviesen dentro bebiendo y jugando como aficionados, con el objeto de espiar todo lo que mereciese llamar la atención; y él entretanto con el grueso de la gente quedó en acecho aguardando el instante oportuno.

      Trotaba todavía el pobre anciano; los tres exploradores marchaban a su puesto, y el sol caminaba al ocaso, cuando entró Lorenzo en casa de Inés y Lucía, y les dijo:

      —Aquí fuera quedan Antoñuelo y Gervasio; me voy con ellos a cenar a la hostería, y al toque de oraciones vendremos por usted. ¡Ánimo, Lucía! no es más que un momento.

      —Sí, ánimo —contestó Lucía suspirando, y con voz que desmentía las palabras.

      Cuando Lorenzo y sus compañeros llegaron a la taberna, hallaron al perillán que puesto de centinela ocupaba el medio de la puerta, y con los brazos cruzados dirigía sus miradas a todas partes con ojos de lince. Llevaba en la cabeza una gorra chata de terciopelo carmesí, que ladeada le cubría la mitad del tufo, o mechón de pelo, el cual, dividiéndose en su torva frente, acababa en trenzas sostenidas por un peine cerca de la nuca. Tenía en la mano una especie de cachiporra, y aunque realmente no llevaba armas a la vista, bastaba con sólo mirarle a la cara para que hasta un niño conociera que llevaba encima toda una armería. Cuando Lorenzo, el primero de los tres, estuvo cerca de él, y manifestó que quería entrar, le miró de hito en hito sin moverse; pero interesado el joven en evitar toda disputa, como quien está empeñado en llevar a cabo alguna empresa importante, ni siquiera le dijo que se apartase, sino que rozándose con el otro lado de la puerta, entró como pudo por el hueco que quedaba, teniendo que hacer la misma evolución para entrar sus compañeros. Vieron entonces a los otros dos bravos, los cuales sentados a una mesita jugaban a la morra, tirándose de cuando en cuando al coleto sendos vasos de vino, que llenaban de un gran jarro. También éstos se pusieron a mirar a los que


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