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Los novios. Alessandro ManzoniЧитать онлайн книгу.

Los novios - Alessandro Manzoni


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daba indicio de no poder proseguir, Inés, que seguramente, después de su hija, era la que mejor debía estar impuesta, se creyó autorizada para ayudarla, por lo cual tomó la palabra diciendo:

      —Señora, yo puedo asegurar en mi alma que mi hija odia a aquel caballero más que el diablo al agua bendita; quiero decir que él era el diablo. Vuestra señoría me perdonará si hablo mal, porque nosotras somos gente como Dios nos ha hecho. El caso es que esta pobre muchacha estaba para casarse con un mozo, igual nuestro, hombre de bien, timorato, y bastante acomodado; y si el señor cura hubiese sido un hombre como yo me entiendo... Sé que hablo de un sacerdote, pero el padre Cristóbal, amigo del padre guardián, también es sacerdote como él; y es un hombre muy caritativo, y si estuviera aquí, pudiera decir...

      —Muy pronta estáis para hablar sin que os pregunten —interrumpió la señora con cierto tono de autoridad orgullosa, y un ceño que la hizo parecer fea—. Callad: yo sé que a los padres nunca les faltan excusas para disculpar a sus hijos.

      Abochornada Inés, dio una mirada a su hija como diciéndole: Mira lo que padezco por no saber tú hablar; también el padre guardián indicaba a Lucía con la cabeza y los ojos que aquélla era la ocasión de animarse, y no dejar fea a su pobre madre.

      —Reverenda señora —dijo entonces Lucía— , cuanto ha dicho mi madre es la pura verdad. El mozo que me pretendía (aquí se puso como la grana), era un joven con quien yo me casaba a gusto. Perdone vuestra señoría si hablo con este descoco: lo hago para que no piense mal de mi madre; y por lo que toca a aquel señor (¡Dios le perdone!), quisiera morir mil veces antes que caer en sus manos; y si vuestra señoría hace la buena obra de ponernos en salvo, ya que nos vemos en la triste precisión de mendigar un abrigo y molestar a las personas caritativas (pero hágase la voluntad del Señor), puede vuestra señoría estar segura de que nadie pedirá a Dios con más fervor por vuestra señoría que nosotras.

      —A vos os creo —dijo la monja con menos aspereza—, sin embargo, tendré gusto en oíros a solas no porque necesite —añadió volviéndose con estudiada cortesía al religioso— de otras averiguaciones ni de otros motivos para servir al padre guardián; antes por lo contrario he pensado en ello, y he aquí lo mejor que por ahora se me ha ocurrido. Hace pocos días que la demandadera del convento ha casado la última de sus hijas: estas mujeres podrán ocupar el cuarto que con semejante motivo ha quedado vacío, y suplir la falta de aquella muchacha en los pequeños cargos que ella desempeñaba. A la verdad (aquí hizo señas al padre guardián para que se acercase a la reja), a la verdad que atendida la carestía de los tiempos, se pensaba en no poner a nadie en su lugar; pero yo hablaré a la madre abadesa, y una palabra mía... luego un empeño del padre guardián... En fin, doy la cosa casi por hecha.

      Quiso el padre guardián darle las gracias; pero la señora le interrum­pió diciendo:

      —Dejémonos de cumplimientos; yo también, en caso de necesitarlo, me valdría del favor de los padres capuchinos; al cabo —continuó con una sonrisa equívoca—, ¿no somos nosotros hermanos y hermanas?

      Con esto llamó a una de sus criadas legas, pues por un privilegio especial se le concedían dos, y le mandó que diese noticia de todo a la madre abadesa, y que llamando después a la demandadera, acordase con ella y con Inés las medidas correspondientes. Dio licencia a ésta para que se retirase, se despidió del capuchino, y se quedó sola con Lucía. El guardián acompañó a Inés hasta la puerta principal, haciéndole de paso algunas advertencias, y se volvió a su convento a contestar a la carta del padre Cristóbal.

      —¡Qué cabecilla es la tal monja! —decía para sí en el camino—. ¡A la verdad que es rara! Pero el que sabe acomodarse a su genio hace de ella lo que quiere. Sin duda no se aguardará mi amigo fray Cristóbal que yo le haya servido tan presto. ¡Qué excelente religioso es! ¡Qué empeño toma siempre en hacer bien a los desgraciados! Ya verá él que aquí también nosotros valemos alguna cosa.

      La monja, que delante de un anciano capuchino había estudiado todas las acciones y palabras, en cuanto se quedó mano a mano con una pobre aldeana, muchacha sin experiencia ni conocimiento del mundo, no puso ya el mayor cuidado en contenerse, y sus discusiones llegaron a ser al último tan extrañas, que en vez de trasladarlas, creemos más oportuno relatar sucintamente su historia, esto es, lo que basta para que se comprenda la razón de cierto carácter misterioso que hemos notado en ella, y los motivos de su conducta en los hechos que tendremos que referir en adelante.

      Era ésta la hija menor del príncipe de***, magnate de Milán, y uno de los más ricos de aquella ciudad; pero por el exagerado concepto de su calidad, consideraba sus riquezas apenas suficientes para sostener el decoro de su casa, y su grande empeño era el de conservarlas perpetuamente reunidas en el estado en que se hallaban entonces. No consta por la historia cuántos hijos tenía; sólo resulta que había destinado al claustro a todos los segundos de ambos sexos, para que los bienes recayesen sin disminución en el primogénito que había de perpetuar el nombre de la familia, esto es, engendrar hijos para sacrificarlos luego de la misma manera con vocación o sin ella.

      El hijo de que hablamos aún no había salido del vientre de su madre, cuando ya su suerte estaba echada para siempre; sólo faltaba decidir si sería fraile o monja, porque para esto se necesitaba su presencia. Cuando salió a luz, queriendo el príncipe su padre ponerle un nombre que despertase la idea del claustro y fuese de una santa de ilustre prosapia, la llamó Gertrudis. Los primeros juguetes que se pusieron en sus manos fueron muñecas vestidas de monjas, y estampas de monjas, encargándole siempre que las cuidase mucho. Cuando el príncipe, la princesa o el heredero, que era el único de los varones que se criaba en casa, querían alabar la bella presencia de la niña, no hallaban mejor modo de expresarse que el decir: «¡Qué hermosa abadesa!» Pero ninguno jamás le dijo: tú debes ser monja, porque era cosa ya decidida y tocada sólo por incidente todas las veces que se hablaba de su destino futuro. Si alguna vez la niña Gertrudis cometía algún acto de orgullo a que propendía su carácter dominante y altivo: «Eres todavía demasiado niña, le decían; cuando seas abadesa, entonces mandarás a zapatazos.» Cuando otras veces el príncipe la reprendía por ciertos modales algo libres, que igualmente solían ser de su gusto: «Ea, le decía, ésos no son modales de una niña de tu clase; si quieres que algún día te respeten como conviene, acostúmbrate desde ahora a guardar más decoro; acuérdate que en todos los casos debes ser siempre la primera del convento, porque la sangre debe distinguirse donde quiera.»

      Palabras de esta clase imprimían en el cerebro de la niña la idea implícita de que debía ser monja; pero las que pronunciaba su padre hacían más efecto que todas las demás juntas. Los modales del príncipe eran habitualmente los de un amo severo; y cuando se trataba del estado futuro de sus hijos, se notaba en su rostro y en sus palabras una inflexibilidad de carácter, una ambición suspicaz de autoridad que infundía la idea de una absoluta obediencia.

      A la edad de seis años, Gertrudis fue colocada, no sólo para su educación, sino también para encaminarla a la vocación que se le impuso, en el convento en que la hemos visto; y la elección no fue sin misterio.

      El buen carretero que condujo a Lucía y a su madre a Monza, dijo que el padre de la señora era el primer personaje de aquella ciudad, y combinando esta aserción, valga por lo que valiere, con algunas indicaciones que de cuando en cuando se le escapan por descuido a nuestro anónimo, podemos inferir que era el señor feudal de aquel territorio. Como quiera que sea, su autoridad allí era muy grande; y así creyó sin duda que en aquella ciudad, mejor que en otra parte, tratarían a su hija con toda la distinción y las atenciones que pudiesen lisonjeada, cuando eligió aquel convento para su perpetua morada. Con efecto, no se equivocó. La abadesa de entonces, y algunas monjas de las que, como se suele decir, tenían la sartén por el mango, hallándose enredadas en ciertas contiendas con otro convento y con varias familias del país, tuvieron a gran suerte que se les proporcionase semejante apoyo; recibieron con gratitud la honra que se les hacía, y correspondieron en todo a las intenciones que el príncipe dejó traslucir con respecto a la colocación de su hija, intenciones que, por otra parte, estaban en grande armonía con el interés de las mismas monjas. Apenas entró Gertrudis en el convento, se llamó por antonomasia la Señorita, y se le señaló lugar distinguido en la mesa y en


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