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Los novios. Alessandro ManzoniЧитать онлайн книгу.

Los novios - Alessandro Manzoni


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en su clase podía llamarse acomodado. Y aunque aquel año era más escaso que los anteriores, y se empezaba a experimentar una verdadera carestía, como desde que él puso los ojos en su amada arrendó una pequeña hacienda, con ella y sus ahorros no tenía que temer que le faltase pan. Presentóse, pues, a don Abundo en gran gala con plumas de varios colores en el sombrero, un puñal de curiosa empuñadura en el bolsillo lateral de los calzones, y aire alegre y de guapetón; muy común entonces hasta en las personas más pacíficas. La acogida seria y misteriosa de don Abundo formaba una contraposición particular con las maneras joviales y francas del mancebo.

      —¿Si tendrá la cabeza ocupada en algún grave negocio? —discurrió para sí Lorenzo.

      Y luego dijo:

      —Tenga usted muy buenos días, señor cura. Vengo a saber a qué hora le parece a usted que nos veamos en la iglesia.

      —Sin duda querrás decir qué día.

      —¿Cómo qué día? ¿No se acuerda usted que hoy es el que está señalado?

      —¿Hoy? —replicó don Abundo, como si fuera la primera vez que oía hablar del asunto—. Hoy... hoy; pues ten paciencia, porque hoy no puedo.

      —¿No puede usted hoy? ¿Qué ha sucedido?

      —Ante todo, estoy desazonado.

      —Lo siento; pero es tan poco y de tan corto trabajo lo que tiene usted que hacer...

      —Luego hay... hay...

      —¿Qué es lo que hay, señor cura?

      —Hay embrollos.

      —¡Embrollos! No sé qué embrollos puede haber.

      —Fuera preciso estar en mi lugar para saber cuántos entorpecimientos se encuentran en este oficio, cuántas cuentas hay que dar. Yo soy demasiado blando de corazón; trato de vencer obstáculos, de facilitarlo todo, de hacer las cosas a gusto de los demás, y luego para mí son las reconvenciones.

      —Por amor de Dios, no me tenga usted en ascuas; dígame usted de una vez lo que hay.

      —¿Sabes tú cuántas formalidades se necesitan para hacer un casamiento en regla?

      —Algo debo saber de eso —dijo Lorenzo, empezando a alterarse—, pues tanto me ha quebrado usted la cabeza estos días pasados; pero ahora, ¿no se ha hecho todo lo que había que hacer?

      —Sí, todo: a ti te lo parece. El tonto soy yo, que para que las gentes no penen he dejado de cumplir con mi obligación; pero ahora... basta; sé lo que me digo. Nosotros los pobres curas nos hallamos entre la espada y la pared; vosotros impacientes... Yo a la verdad te disculpo, pobre muchacho; pero los superiores... Basta; no se puede decir todo: nosotros, en fin, somos los que pagamos el pato.

      —Pero explíqueme usted qué otra diligencia es la que hay que practicar, y se hará al instante.

      —¿Sabes tú cuántos son los impedimentos dirimentes?

      —¿Qué quiere usted que sepa yo de impedimentos?

      —Error, conditio, votum, cognatio, crimen, cultus, disparitas, vis, ordo, etc.

      —Usted se está burlando de mí: ¿qué tengo yo que ver con esos latines?

      —Pues si no sabes las cosas, ten paciencia y confórmate con el parecer de los que las saben.

      —En resumidas cuentas...

      —Vaya, Lorenzo mío, no te acalores: estoy pronto a hacer... todo lo que esté en mi mano. Quisiera verte contento, pues yo te estimo... ¡Cuando pienso que estabas tan bien!; nada te faltaba; se te ha metido ahora en la cabeza el casarte...

      —¿A qué viene esta reconvención? —prorrumpió Lorenzo entre sor— prendido y encolerizado.

      —Eso es decir... en fin, ten paciencia.

      —En una palabra...

      —En una palabra, hijo mío, yo no tengo la culpa. La ley no la he hecho yo. Antes de hacer un casamiento tenemos obligación de practicar muchas, muchísimas diligencias para asegurarnos de que no hay impedimento alguno.

      —Pero por María Santísima, dígame usted: ¿qué impedimentos son ésos?

      —Ten paciencia: no son cosas éstas que puedan arreglarse así como se quiera en dos palotadas. Creo que no habrá dificultad; pero de todos modos hay averiguaciones que nosotros forzosamente tenemos que practicar. El texto está claro y terminante: antequam matrimonium denunciet...

      —Ya he dicho a usted que yo no entiendo ni quiero entender de latines.

      —Ello es preciso que yo te explique...

      —Pero, ¿no ha hecho usted ya todas estas averiguaciones?

      —No todas, te digo, como hubiera debido hacerlas.

      —¿Y por qué no las ha hecho usted en tiempo? ¿Por qué me dijo usted que todo estaba acabado?, y ahora ¿por qué me hace aguardar?

      —¿Ves cómo me echas en cara mi demasiada bondad? Para servirte más aprisa facilité las cosas, pero ahora han ocurrido circunstancias... Yo me entiendo.

      —Y por último, ¿qué quiere usted que haga?

      —Que tengas paciencia por algunos días... En fin, hijo mío, unos días no es la eternidad... Vaya, ten paciencia.

      —¿Por cuánto tiempo?

      —No vamos mal —dijo para sí don Abundo.

      Y con modo afectuoso contestó:

      —Así como unos quince días, y en este tiempo indagaré...

      —¡Quince días!, ¡ahora sí que estamos bien! Se hizo todo cuanto usted quiso; se señaló el día; el día llegó, y ¡ahora salimos con haber de esperar otros quince! ¡Quince demonios! —prosiguió dando un golpe sobre la mesa.

      Y hubiera continuado con el mismo tono y estilo, a no haberle interrumpido don Abundo, cogiéndole una mano con cierta amabilidad tímida y oficiosa, y diciendo:

      —Vaya, vaya, Lorenzo, no te alteres, por Dios: yo trataré, yo veré si en una semana...

      —¿Y qué le diré yo a Lucía?

      —Que ha sido una equivocación.

      —¿Y las gentes qué dirán?

      —Diles a todos que yo he tenido la culpa por servirte demasiado presto. No temas, échame a mí las cargas. ¿Puedo hacer más?... Ea, ¡una semana!...

      —¿Y luego no habrá más entorpecimientos?

      —Cuando yo te lo digo...

      —Pues bien, aguardaré una semana; pero cuente usted que pasada ésta, no me satisfaré con chanzonetas. Entretanto, páselo usted bien.

      Con esto se marchó, manifestando en su despedida más despecho que urbanidad.

      Saliendo a la calle y dirigiéndose disgustado a casa de su novia, iba discurriendo en medio del enojo acerca de la pasada conferencia, y le parecía cada vez más extraña. La acogida reservada y fría de don Abundo, sus palabras inconexas, sus ojos azules que mientras hablaba volvía de una parte a otra como si temiera que desmintiesen sus dichos, el hacerse de nuevas respecto de un casamiento concertado con tanta anticipación y formalidad, y sobre todo el indicar siempre una gran cosa sin decir nada claro; todas estas circunstancias reunidas daban en qué pensar a Lorenzo, y sospechaba que hubiese algún misterio diferente del que indicaba don Abundo.

      Estuvo dudando un momento si volvería atrás para hacerle hablar claro, cuando en esta incertidumbre vio a Perpetua que iba a entrar en un huerto, junto a la casa del mismo cura. Diole una voz cuando iba a abrir la puerta, apretó el paso, la alcanzó, la detuvo en la entrada, y con el objeto de descubrir terreno trabó conversación con ella.

      —Buenos días, señora Perpetua: esperaba que hoy hubiésemos


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