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Doce horas. Mayte EstebanЧитать онлайн книгу.

Doce horas - Mayte Esteban


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las camas. En ella estaba un paciente de unos sesenta años, con patologías previas al coronavirus. Llevaba días allí. María Jesús sabía que se llamaba Javier, ya que se había impuesto, desde el primer momento en el que empezó a ejercer como enfermera, no despersonalizar el trato jamás. Para ella, cada paciente era una persona, una vida más allá de su historial médico. Un nombre propio.

      —Vamos a quitarle el respirador.

      Al oír esas palabras, respiró aliviada, porque había estado conteniendo el aliento. Por eso el joven médico no quería que corriera, porque esta vez la batalla se había decantado hacia el lado bueno y Javier tenía ventaja sobre ese maldito invasor.

      Cuando lo liberaron del tubo, a María Jesús se le escaparon un suspiro y una lágrima, que resbaló desde sus ojos y se diluyó en el tejido de la mascarilla. El médico sonrió por debajo de la suya. No podía verle la sonrisa, pero su forma de achinar los ojos se la describió.

      Cada pequeña victoria como esa se celebraba en la UCI. Cuando Javier respiró por sí mismo, lo primero que escuchó fue un aplauso dirigido a él, por haberlo logrado, pero también era un autoreconocimiento para ellos, para todo el personal del hospital que se estaba dejando la piel allí cada día.

      O cada noche.

      Sofía

      21:15

      En la mesa, frente a la silla que ocuparía ella, había puesto el mantel más bonito que tenía, una servilleta de tela, cubiertos a juego —a diario solía coger el primero que pillaba en el cajón— una copa para el vino, otra por si le apetecía agua y una jarra. Lo completó con un ramillete de flores secas que rescató del mueble de la entrada y que le aportaba un toque sofisticado al conjunto. Todo lucía en un orden tan perfecto que podría competir con cualquier restaurante de cuatro tenedores.

      Exagerando un poco.

      Colocó el plato y situó el portátil un poco más atrás. Necesito hacer varias pruebas hasta que consiguió la ubicación exacta para que la imagen que devolviera fuera la de la mesa puesta. En cuando el reloj marcase las diez, la hora acordada, haría una videollamada y la tecnología plegaría la distancia entre ella y Manuel. Podrían verse y oírse, y podrían saborear una comida juntos, disfrutar de los aromas de los alimentos. Casi real, si eran capaces de ignorar que no podrían tocarse. Que lo que verían no serían sus caras de verdad, sino la imagen compuesta en una pantalla y que su voz no sería más que la vibración de un altavoz.

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