Claudio Arrau. Marisol GarcíaЧитать онлайн книгу.
Claudio Arrau con su madre Lucrecia León, Circa 1913. Fotografía cortesía de ArrauHouse.
Con frecuencia, mis amigos y alumnos me han oído decir que en mi escuela ideal de música el psicoanálisis sería una materia obligatoria en el programa de estudios. Eso y el arte de la danza. El psicoanálisis, para enseñar al joven artista las necesi- dades e impulsos de su psiquis: para ayudarlo a conocerse en una etapa temprana y, así, comenzar cuanto antes el proceso de autosatisfacción, el cual hasta el fin de sus días debe convertirse en su fuerza impulsora, como ser humano y como artista [...]. Para el artista, tensiones y limitaciones, una vez entendidas, conquistadas o sublimadas, son importantes y no necesitan borrarse, pues son precisamente estas las que aportan intensidad al proceso creativo y constituyen una fuente vital de po- der creativo. Pero lo que el psicoanálisis puede hacer es eliminar las limitaciones del miedo; el miedo a ser único o a no serlo, pues la verdad es que todo artista que en mayor o menor medida es un artista verdadero, es único.[3]
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Pese a la pérdida temprana de las dos principales figuras masculinas de referencia en su vida, no es preciso en el caso de Arrau hablar de orfandad. Lucrecia León, su madre, tuvo un peso tan significativo en su formación y en su fama, que el maestro habló de ella como la directora de su desarrollo.
El aprecio temprano del talento de su hijo y su atrevimiento para proyectarlo inclu- so más allá de sus circunstancias fueron los de una mujer consciente de su responsa- bilidad hacia un prodigio, y dispuesta como tal a alterar por completo su propio plan de vida y el de su familia, costase lo que costase.
La mujer quedó viuda con varias deudas y tres hijos —a la sazón de 11 (Carlos), 7 (Lucrecia) y un año de edad (Claudio)—, pero no se permitió lamentar la autoridad masculina ausente (con la cual, por lo demás, había tenido un matrimonio no siempre feliz). Su función de guía familiar, sostén de las decisiones, la asumió con presteza tras el funeral de Carlos Arrau. Vendió las pocas tierras heredadas y comenzó a ofre- cer clases particulares de piano para abordar gastos. Puso en arriendo la casa familiar de calle Lumaco y se mudó junto a sus hijos a un lugar más pequeño.
Nunca más volvió a casarse. Su hijo la recordaba vestida de luto desde la muerte de su esposo y durante los siguientes veinte años.
Pero si Lucrecia León es fundamental en la biografía del más importante pianista nacido en Chile no fue por su habilidad en los ajustes económicos de emergencia para mantener a la familia —comunes, por lo demás, a miles de otras mujeres de su generación—, sino por permitirse promover en su hijo menor la perspectiva de la profesionalización musical, incluso cuando esta parecía más allá de lo posible y de la estadística.
Es cierto que Arrau mostró muy rápidamente las dotes musicales de un niño prodigio, pero evaluar el cauce que darles a estas, hallar los contactos indicados para financiar su formación y decidir el acompañamiento debido, incluso por encima de cualquier otro plan o convención social, lo hace solo una mujer atrevida en su convicción.
Fue ella, como profesora de piano, quien advirtió la excepcional inquietud de su hijo por el instrumento. Lo alentó a reconocer puntos en el teclado a los 3 años, y así fue conociendo su gusto, atenta a las expresiones faciales que el niño mostraba al escuchar ciertas melodías.
Un día, en un piano de juguete, Claudio mostró algunos motivos de Mozart que le había escuchado a su madre. Sin saber aún leer ni escribir, el chico comenzó a memorizar de oído piezas que luego tocaba completas.
El interés del pequeño por la música era tan irrefrenable, que su madre debía darle de comer junto al piano.
Los vecinos se asomaban a mirar, asombrados.
Podría uno imaginar que la mujer no cabía en sí de orgullo al constatar la pre- cocidad de su hijo, pero no: por momentos se sentía alarmada. Tener en casa a un niño de 4 años que ya podía tocar la Sonata en do mayor de Mozart (K. 545) y el Kinderszenen de Schumann era algo que Lucrecia León prefería no comentar. Antes de convertirse en motivo de satisfacción profunda, para ella su hijo menor fue causa de perplejidad y de confusión. ¿Qué se hace en la crianza de un prodigio?
Porque al menos entonces Claudio Arrau no podía desligarse de su realidad inme- diata, la de una familia de Chillán de cuatro integrantes, sin contactos con el poder capitalino ni con un círculo artístico de influencia, y en una situación económica que hacía imposible pensar en clases de alto nivel.
Aprendí a leer música antes de que pudiera leer palabras. Es difícil de explicar, pero imagino que, de tanto oír a mi madre tocar y mirar más tarde las partituras, fui avanzando gradualmente hasta llegar al punto en que descubrí que podía leer las notas.
—¿Nunca le enseñaron?
—No. Mi madre consideraba que era demasiado pronto para mí, que podía causarme algún daño físico. Se rehusaba a darme lecciones. Pero un día aprendí a leer la música. Cómo sucedió es algo que no puedo explicar.
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A los 5 años, Claudio Arrau ofreció un primer recital. La presentación en el Teatro Mu- nicipal de Chillán del 19 de septiembre de 1908 fue en el contexto de un encuentro colectivo y benéfico, organizado en apoyo de la banda del regimiento de la ciudad. Como no comenzó hasta pasadas las nueve de la noche, al niño hubo que contarle cuentos para evitar que se durmiera.
Sobre un piano vertical con candelabros adosados, interpretó, entre otras piezas, variaciones de Beethoven y una sonata de Mozart. Sus manos no alcanzaban a cu- brir una octava y los pies le llegaban a los pedales gracias a un implemento especial construido para él con madera y dos varillas. Para vigilar que no perdiera el equilibrio sobre el taburete, su hermana mayor se mantuvo todo el tiempo cerca suyo. También su madre lo acompañó en una interpretación a cuatro manos.
Al final del concierto, en vez de flores el pequeño pianista recibió chocolates.
Nota en Revista Sucesos, 26 de enero 1911, Valparaíso, Chile. Claudio tenía 8 años.
«Este niñito es una esperanza para el arte: vive por y para la música. Si conserva este amor, seguramente llegará a ser una notabilidad musical», auguró la nota que sobre ese concierto publicó el diario El Comercio de Chillán. Se habla allí no de Clau- dio Arrau, sino que de «Claudito».
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«¡Empaquen todo! ¡Vendan todo! ¡Vayan a Santiago! ¡Este niño debe estudiar! ¡Este chico es un fenómeno!».
Fueron al fin los gritos de la tía Clarisa al ver al hijo de su hermana frente a un piano los que determinaron el viaje de la familia a la capital, en 1909. Claudio debía encontrar con urgencia un profesor, se decidió. Ya luego se vería cómo continuar con su formación y encontrar el modo de pagarla.
Antes, como ahora, en Santiago un contacto influyente llevaba al otro. La familia viajó con una carta de recomendación dirigida al escritor Antonio Orrego Barros, hebra gruesa en la trama cultural de la época, y a quien Lucrecia se propuso pre- sentarle las dotes de su hijo. Orrego conoció y escuchó por primera vez al niño en su casa de calle Catedral, y publicó luego un artículo con el título «El Mozart chileno. Claudio Arrau»:
Aquel niño lo reúne todo. Fino, distinguido, buenmozo, de pelo revuelto y ojos pensadores [...], pasa, con la misma naturalidad y agrado, de los dulces al piano que del piano a los dulces [...]. Su ejecución no era lo que más me sor- prendía de él. Me asombraba ese instinto del arte, el que ese niño se abstra- jese encantado con las profundas armonías de Beethoven, colocándolas sobre toda música; en esas armonías que él no podía comprender en su corazón de niño, pues hablan de las grandes pasiones del corazón del hombre, emociones, sentimientos y dolores que en sus cortos años aún no puede sospechar, pero que adivina, siente