Amanda Labarca. Ana María StuvenЧитать онлайн книгу.
del 80 al 90 –dijo respecto de lo que sucedió en política educacional a fines del siglo XIX– es la menos conservadora, la más radical que hayamos tenido en el campo didáctico. Se hizo tabla rasa de las tradiciones de don Manuel de Salas, se olvidó a Sarmiento, aun se dejaron sin continuar las iniciativas de los Amunáteguis. Un espasmódico afán de novedad sacudió a los maestros que, volviendo las espaldas al pasado y a la historia nacional, se dirigieron de nuevo a buscar, en otras tierras, forjadores y directores del alma colectiva”.
Sus argumentos, contrarios a la pedagogía alemana, tenían también un fuerte componente político. La educación, sostenía Labarca, debía contribuir al fortalecimiento de los valores democráticos en el país y no a perpetuar su “decidida inclinación aristocratizante” o lo que llamó una “seudo-democracia”. Junto a un grupo de profesores, entre ellos el mismo Pedro Aguirre Cerda, se proponían, en un país que contaba con aproximadamente 60% de analfabetismo, “proporcionar iguales facilidades educativas a todas las clases sociales, sin exclusiones, privilegios ni distinciones basadas en diferencias de fortuna, ideas políticas o creencias religiosas”[1]. Las batallas de este grupo, a ratos muy ingratas, tuvieron su coronación en la dictación de la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria para todos los niños de Chile en 1920.
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