Los siete locos. Roberto ArltЧитать онлайн книгу.
posibilidades de éxito.
Erdosain sonrió halagado.
–Sí, algo estudia uno para destruir esta sociedad. Pero volviendo a lo de antes: lo que yo no concibo es su posición respecto a nosotros...
Haffner se volvió rápidamente, midió de una mirada a Erdosain como extrañado de los términos de éste, y luego, sonriendo burlonamente, agregó:
–Yo no estoy en ninguna posición. Entiéndame bien. A mí no me perjudica ayudar al Astrólogo. Lo demás, sus teorías, las tomo a cuenta de conversaciones. El es para mí un amigo que piensa instalar un negocio, previsto y tolerado por nuestras leyes. Eso es todo. Ahora, que el dinero que él gane con ese negocio lo invierta en una sociedad secreta o en un convento de monjas, personalmente no me interesa. Ya ve usted entonces que mi actuación en la famosa sociedad no puede ser más inocente.
–¿Y a usted le resulta lógico pensar que una sociedad revolucionaria se base en la explotación del vicio de la mujer?
El Rufián frunció los labios. Luego, mirando de reojo a Erdosain, se explicó:
–Lo que usted dice no tiene sentido. La sociedad actual se basa en la explotación del hombre, de la mujer y del niño. Vaya, si quiere tener conciencia de lo que es la explotación capitalista, a las fundiciones de hierro de Avellaneda, a los frigoríficos y a las fábricas de vidrio, manufacturas de fósforos y de tabaco. –Reía desagradablemente al decir estas cosas–. Nosotros, los hombres del ambiente, tenemos a una, a dos mujeres; ellos, los industriales, a una multitud de seres humanos. ¿Cómo hay que llamarles a esos hombres? ¿Y quién es más desalmado, el dueño de un prostíbulo o la sociedad de accionistas de una empresa? Y sin ir más lejos, ¿no le exigían a usted que fuera honrado con un sueldo de cien pesos y llevando diez mil en la cartera?
–Tiene razón... pero, entonces, usted ¿por qué me facilitó el dinero?
–Eso es harina de otro costal.
–Pero a mí eso me preocupa.
–Bueno, hasta la vista.
Y antes de que Erdosain pudiera contestarle, el Rufián tomó por una diagonal arbolada. Andaba apresuradamente. Erdosain le miró un instante, luego echó a caminar tras él, y le alcanzó junto a una quinta. Haffner se volvió irritado, y ya estridente exclamó:
–¿Se puede saber qué es lo que quiere usted de mí?...
–¿Lo que quiero?... Quiero decirle esto: que no le agradezco absolutamente nada el dinero que me ha dado. ¿Sabe? ¿Quiere el cheque? Aquí lo tiene.
Y, efectivamente, se lo alcanzaba, pero el Rufián lo examinó esta vez despectivamente:
–No sea ridículo, ¿quiere? Vaya y pague.
Los alambrados ondularon ante los ojos de Erdosain. Sufría visiblemente, porque palideció hasta quedar amarillo. Se apoyó en un poste, creía que iba a vomitar. Haffner, detenido ante él, le preguntó condescendiente:
–¿Se le pasa el mareo?
–Sí... un poco...
–Usted está mal... tiene que hacerse ver...
Caminaron unos pasos en silencio. Como el exceso de luz le molestaba a Erdosain, cruzaron la vereda, que estaba en la sombra. Llegaron así hasta la estación del ferrocarril. Haffner caminaba lentamente por el andén. De pronto se volvió a Erdosain:
–¿Nunca le ha ocurrido a usted tener antojos crueles acerca de las personas?
–Sí, a veces...
–Qué raro... porque ahora estaba recordando la manía que tuve un tiempo de inducir a la prostitución a una muchacha que estaba ciega...
–¿Y todavía vive?...
–Sí, ahora está embarazada. ¿Se da cuenta? Una ciega embarazada. Un día de estos lo voy a llevar. La va a conocer. Un espectáculo interesante, le prevengo. ¿Se da cuenta? Ciega y preñada. Es mala, siempre anda con agujas en las manos... Además es golosa como una cerda. A usted le va a interesar.
–Y usted piensa...
–Sí, en cuanto el Astrólogo instale el prostíbulo la primera que va a entrar va a ser ella. La tendremos escondida: será el plato raro...
–¿Sabe que usted es más raro que ella?
–¿Por?...
–Porque uno no puede explicárselo a usted. Mientras que usted me hablaba de la ciega, yo pensaba en lo que me había contado el Astrólogo. Que usted tuvo relaciones con una mujer honesta, que el azar llevó a esta mujer honesta a su casa y que usted la respetó. Más aún, déjeme hablar: esa mujer lo quería a usted, era virgen, ¿por qué la respetó?
–Eso no tiene importancia. Un poco de dominio de sí mismo, nada más.
–¿Y el caso del collar?
Erdosain sabía, por el Astrólogo, que el Rufián le había pedido una prueba material de cariño a una bailarina; que ésta, ante otras mujeres, se había desprendido de un magnífico collar que le regalara un amante, un viejo importador de tejidos. La escena fue curiosa, porque el viejo se encontraba en las inmediaciones. Haffner recibió el collar y ante el asombro de todos lo sopesó, examinó el quilate de las piedras, y luego se lo devolvió sonriendo burlonamente.
–Lo del collar es sencillo–repuso Haffner–. Yo estaba un poco bebido. Eso no me impedía saber que el gesto que yo hacía me daría un prestigio enorme entre esa canalla del cabaret, sobre todo en las mujeres, que son un poco fantasiosas. Lo curioso del asunto es que media hora después vino el viejo que le había regalado el collar a René a darme humildemente las gracias por no haber querido yo aceptar el regalo. ¿Se da cuenta? Desde otra mesa había seguido tembloroso la escena, y si no intervino fue por temor a suscitar un escándalo. Pero había temblado por el destino de su collar... Ya ve usted cuánta suciedad... pero allí viene el tren para La Plata. Querido amigo, hasta pronto... ¡Ah!, concurra a la reunión que el miércoles hay en la casa del Astrólogo. Va a encontrar otros más interesantes que yo.
Erdosain cruzó pensativo a la plataforma donde salían los trenes para Buenos Aires. Indudablemente, Haffner era un monstruo.
El humillado
A las ocho de la noche llegó a su casa.
–El comedor estaba iluminado... Pero expliquémonos –contaba más tarde Erdosain–, mi esposa y yo habíamos sufrido tanta miseria, que el llamado comedor consistía en un cuarto vacío de muebles. La otra pieza hacía de dormitorio. Usted me dirá cómo siendo pobres alquilábamos una casa, pero éste era un antojo de mi esposa, que recordando tiempos mejores, no se avenía a no “tener armado” su hogar.
“En el comedor no había más mueble que una mesa de pino. En un rincón colgaban de un alambre nuestras ropas, y otro ángulo estaba ocupado por un baúl con conteras de lata y que producía una sensación de vida nómade que terminaría con un viaje definitivo Más tarde, cuántas veces he pensado en ‘la sensación de viaje’ que aquel baúl barato, estibado en un rincón, lanzaba a mi tristeza de hombre que se sabe al margen de la cárcel.
“Como le contaba, el comedor estaba iluminado. Al abrir la puerta me detuve. Aguardábame mi esposa, vestida para salir, sentada junto a la mesa. Un tul negro cubría hasta el mentón su carita sonrosada. A su derecha, junto a los pies, estaba una valija, y al otro lado de la mesa un hombre se puso de pie cuando yo entré, mejor dicho, cuando la sorpresa me detuvo en el umbral.
“Así permanecimos los tres un segundo... El capitán de pie, con una mano apoyada en la tabla de la mesa y otra en la empuñadura de la espada, mi esposa con la cabeza inclinada, y yo frente a ellos, olvidados los dedos en el canto de la puerta. Aquel segundo me fue suficiente para no olvidar más al otro hombre. Era grande, de reciedumbre atlética dentro de la tela verde del uniforme. Al apartar los ojos de mi esposa, su mirada recobró una dureza curiosa. No exagero si digo que me examinaba con insolencia, como a un inferior. Yo continué mirándolo.